Está exultante. El triunfo sobre Eduardo Angeloz le permitirá cumplir su sueño de ser Presidente de los argentinos. Pero como el caos inflacionario lo tiene preocupado, un asesor le propone recibir a Steve Hanke, profesor de Economía de la Universidad Johns Hopkins.
“Luego de estudiar la grave crisis que afronta su país yo creo que deben adoptar profundas reformas, entre ellas las del sistema monetario”, le dice Hanke a Carlos Saúl Menem. “En principio le sugiero una caja de conversión ultra rígida, que impida una emisión sin respaldo de moneda local.” Se refiere a un sistema cambiario por el cual la moneda está respaldad en su totalidad por otra moneda internacional más fuerte. Y a un valor fijo, la convertibilidad de una a otra es libre.
Menem pregunta si el planteo es dolarizar. “No necesariamente, aunque es una opción que tampoco descartaría”, responde Hanke.
En ese mismo año, 1989, los economistas Aquiles Almansi y Carlos Rodríguez escriben un trabajo: “Reforma Financiera e Hiperinflación”. Proponen, entre otras cosas, “no utilizar más la emisión monetaria como mecanismo consuetudinario de financiamiento, abandonando la potestad para emitir dinero”.
“El Estado usaría sus reservas disponibles de oro y divisas internacionales para adquirir todos los pasivos denominados en australes a la tasa de cambio que haga el valor expresado en divisas de esos pasivos igual a las reservas disponibles”, escriben.
El problema es que frente a la escasez de divisas del BCRA, lo que proponen llevaría el valor del dólar a un precio delirante y destruiría el valor del salario. Rodríguez, conviene aclararlo, no es cualquier economista. Terminaría siendo viceministro de Economía de Menem entre 1996 y 1998 y hoy es presentado por Javier Milei como su jefe de asesores.
Finalmente Carlos Menem, Presidente en funciones, prueba con el Plan Bunge y Born pero termina aplicando el Plan Bónex en diciembre de 1989. Canjea compulsivamente los plazos fijos. Y poco después de un año, en abril de 1991, termina lanzando el Plan de Convertibilidad cuyos resultados ampliamente conocidos terminarían diez años después en la crisis del 2001.
Sin embargo, los dolarizadores seguían insistiendo. Menem recibió en febrero de 1999 nuevamente a Steve Hanke, seguramente atraído por el asado al asador que le preparan unos amigos en San Antonio de Areco. Después de amabilidades varias sobre la carne, Hanke le deja a Menem su último trabajo, llamado “Un Programa de Dolarización para la Economía Argentina”.
–¿Es como una Convertibilidad super, ¿no? --pregunta Menem.
--Exacto --afirma Hanke--. Le diría que es la única forma de sostener su amada Convertibilidad.
Menem chequea con el Fondo y presenta el plan a su gabinete. En paralelo el senador Connie Mack de EEUU propone, aunque sin éxito, que el Congreso le apruebe un proyecto de ley para facilitar la dolarización en los países latinoamericanos. (Al respecto se recomienda, para ver el derrotero de esta propuesta de Mack, “Las Propuestas de Dolarización en América Latina Rol del FMI, EEUU y Los Think Tanks en los Años 90” de Noemi Brenta – Revista Ciclos 2004).
Finalmente Menem no puede imponer la dolarización y quien lo sucede, Fernando de la Rúa, sostiene la Convertibilidad aun a riesgo de que se basa en la recesión y el endeudamiento. El corralito del 1 de diciembre de 2001 es solo la antesala de la crisis de ese mes. Pero los dolarizadores seguían insistiendo. Hanke vuelve a escribir otro documento en favor de la dolarización. Propone reemplazar el peso por el dólar a una tasa de cambio de 1 peso igual a 1 dólar, eliminar el Banco Central y eliminar los controles de cambio.
El texto dice que cualquier otra salida llevaría la Argentina al caos económico.
La realidad indica lo contrario. Sin dolarización, desde el segundo semestre de 2002, y después con más fuerza durante las presidencias de Néstor Kirchner y de Cristina Kirchner, la Argentina emprendió una de las décadas de mayor crecimiento económico.
Pero hoy Javier Milei insiste en la dolarización. En su texto de 2023 “El Fin de la Inflación” acepta en la página 161 como valedera la propuesta de los economistas Ocampo y Cachanosky en “Dolarización, una solución para la Argentina”, también de este año.
En términos sencillos, se podría decir que Ocampo y Cachanosky (OC) plantean que previo a formalizar la dolarización plena es necesario resolver la deuda cuasi-fiscal, o sea el pasivo del Banco Central que estiman en 30 mil millones de dólares. Para ello, propondrían un bono de deuda bajo legislación extranjera que “reemplazaría” el pasivo del BCRA. Es decir una “nueva” deuda que reemplazaría a una deuda actual.
En principio resulta poco verosímil que inversores externos estén dispuestos a invertir en Argentina, aunque OC proponen garantizar su inversión con el Fondo de Garantía y Sustentabilidad de la ANSES y con YPF. Sumado a esto el propio Diego Giacomini (coautor con Milei de diversos trabajos) advierte que como la deuda argentina cotiza en general a un cuarto de su valor nominal, la deuda a contraer no sería de 30 mil sino de 120 mil millones de dólares (es decir, 2,6 veces más la deuda contraída por Macri con el FMI). Un despropósito absoluto. Solo posible en la imaginación de los autores.
Una hipótesis probable, entre tantas otras, es un triunfo de Milei en el ballotage. Produciría una brutal devaluación que vaya “licuando” las deudas en pesos. Es decir, a mayor devaluación, menor necesidad de endeudamiento. Argumentarán que es necesario desregular todos los mercados, permitiendo que los precios relativos se acomoden según la oferta y demanda. En criollo: al no existir control sobre el tipo de cambio el valor del dólar se disparará, las tarifas, transportes y combustibles sin subsidios tomarán el precio internacional en dólares. El precio de los bienes vinculados a la exportación (alimentos) o importación (bienes de capital (maquinas, herramientas) estarán fijados por un único tipo de cambio, el que determine el mercado. ¿Y los salarios? Aunque se mantengan fijos en dólares, según el tipo de cambio del mercado, su poder adquisitivo real se reduciría por el aumento de tarifas, transporte, combustible y alimentos que, sin retenciones, deberían pagarse a valores internacionales.
Menos mal que los dolarizadores no triunfaron en su momento. No haberles hecho caso permitió, con otra política económica distinta, construir una década de crecimiento con autonomía y justicia social.
Hay un futuro posible si se propone una política que interpele a las rentas extraordinarias, con la energía como vector de competitividad y no commodity, con una política exportadora diversificada y compatible con el mercado interno.
Las cartas están sobre la mesa.