El cortometraje es el patito feo del cine. Usualmente condenado a la exhibición en festivales de cine –especializados o no–, el formato narrativo breve suele ser considerado un paso previo a la realización del primer largometraje, un escalón de entrada creativo, incluso un mal necesario. A diferencia de lo que ocurre en el terreno literario, donde el cuento brilla con luz propia y no es entendido como el hermano menor de la novela, al corto se lo estigmatiza, desestima e incluso denigra, y le resulta muy arduo encontrar una boca de exhibición que le permita llegar a un público lo más amplio posible. El streaming ha cambiado en cierta (pequeña) medida esa histórica condena: las posibilidades de la “proyección” a demanda, del play instantáneo, permiten que el espectador pueda apreciar estos relatos de escaso metraje en el momento más apropiado. Casualmente, por estos días coinciden en dos plataformas el nuevo trabajo de Pedro Almodóvar, su segunda incursión en idioma inglés, y una antología de adaptaciones de cuentos de Roald Dahl comandadas con idiosincrática fiereza visual por el estadounidense Wes Anderson. Cinco cortometrajes (aunque uno de ellos, de casi 40 minutos, podría considerarse un mediometraje) de cineastas consagrados que demuestran, una vez más, que el formato más escueto del reino cinematográfico, ese pato poco agraciado, puede transformarse en cisne, como el protagonista de una de las historias de Dahl. Extraña forma de vida, un western de media hora de duración al mismo tiempo clásico e iconoclasta, fue coproducido por la compañía del realizador español, El deseo, y la casa de moda Saint Laurent, y luego de un fugaz paso por salas de cine –donde fue exhibida junto a una extensa entrevista al cineasta– llegará a MUBI el próximo 20 de octubre. Por otro lado, los cuatro cortos dirigidos por Wes Anderson –La maravillosa historia de Henry Sugar, El cisne, El desratizador y Veneno–, ya pueden verse en Netflix. Apenas cinco ejemplos del enorme poder que puede hallarse contenido en envases chicos.
Todo indica que la aproximación de Pedro Almodóvar al género norteamericano por excelencia, el western, no será usual. Durante la primera escena de Extraña forma de vida, a la manera de un coro griego, un figurante practica las artes del lip sync mientras la banda sonora acerca una de las tantas versiones del fado homónimo compuesto por Amália Rodrigues, esta vez en la voz de Caetano Veloso, un favorito del manchego. “Qué extraña forma de vida / tiene este corazón mío / vive de vida perdida / ¿quién le daría ese don?”. Pero el correr de los minutos demuestra, al menos en parte, todo lo contrario: a pesar de esa intromisión musical en principio ajena, anacrónica, el film no sólo adhiere estrictamente a la geografía y período histórico del Salvaje Oeste, sino que transita varios de los códigos y tópicos de ese universo arquetípico. Desde luego, lo hace desde una sensibilidad queer que, en el fondo, explicita las cualidades y tensiones homoeróticas presentes en decenas de westerns clásicos de manera más o menos evidente, más o menos eclipsada, por el machismo imperante. Filmada en la región de Almería, España, donde fueron rodados una gran cantidad de espagueti westerns en los años 60 y 70, Extraña forma de vida –el segundo corto almodovariano en inglés luego de La voz humana (2020), adaptación del clásico de Jean Cocteau protagonizado por Tilda Swinton– narra el reencuentro de dos viejos amigos separados durante más de dos décadas. Jake (Ethan Hawke) y Silva (Pedro Pascal) supieron integrar durante los años de juventud un dúo de pistoleros a sueldo, amantes no tan secretos en tiempos de hombrías irreductibles. Lo deja en claro un flashback que rememora una correría mexicana en la cual tres prostitutas quedan relegadas a un segundo plano ante la pasión entre los jóvenes, además de la secuencia que sigue al reencuentro en el presente de la historia, espejo del vínculo reanudado entre los examantes de Dolor y gloria (2019). Silva es ahora dueño de un rancho y Jake se ha convertido en el sheriff del pueblo, convulsionado por la muerte de una mujer, su cuñada. El regreso del extraño provoca un terremoto emocional, y la ¿verdadera? razón del reencuentro habilita la aparición de un tópico recurrente en el western, elemento constitutivo de su quintaesencia: el duelo.
En manos del director de Laberinto de pasiones y La ley del deseo, el enfrentamiento con silueta triangular que se produce luego de la aparición, como tercer peón en el tablero, del hijo de Silva, adquiere también las formas del melodrama. En la entrevista que pudo apreciarse en las funciones en salas de cine junto al cortometraje, Almodóvar, quien hace más de tres lustros se dio el lujo de rechazar la oferta de dirigir Secreto en la montaña, proyecto que no terminaba de convencerlo, afirma que el western “es un género muy masculino, en el que los personajes femeninos siempre han desempeñado papeles secundarios. Estoy seguro de que en el Lejano Oeste existía el deseo entre cowboys, pero ese es un asunto que el cine aún tiene pendiente explorar. Al escribir el guion, me parecía que era esa zona la que quería desarrollar. No estaba inventando un género, sino explorando un aspecto de los personajes que no había visto, para tratarlo así a mi modo. Dos vaqueros que vuelven a reunirse y a recordar que tuvieron una aventura veinticinco años atrás, ver cómo reaccionan ante su propia sexualidad, ante los intereses que tiene cada uno, que son muy distintos de cuando eran jóvenes”. Así dadas las cosas, el extraño elemento en el western de Almodóvar, esa pasión inextinguible entre dos hombres que también puede ser leída como una “extraña forma de vida” en el marco salvaje que los rodea, es también el preámbulo y el desencadenante de la violencia, de los disparos que pueden llegar a producirse, lastimando los cuerpos y haciendo que brote la sangre, de manera similar a ese vino envasado en una barrica con forma de mujer.
“Henry Sugar tenía cuarenta y un años y era soltero. También era rico. Era rico porque había tenido un padre rico que ya había muerto. Era soltero porque era demasiado egoísta para compartir su dinero con una esposa”. Así comienza La maravillosa historia de Henry Sugar, uno de los siete cuentos que integran el volumen Historias extraordinarias de Roald Dahl, publicado originalmente en 1977. Ese es también el título del primero de los cortos dirigidos por Wes Anderson basados en relatos breves del escritor británico. Fiel al texto y aún más fidedigno al estilo que el realizador viene construyendo desde los tiempos de Bottle Rocket y Tres son multitud, el pequeño, bello y emocionante film lleva las marcas de su autor desde el primero hasta el último de los fotogramas (sí, Henry Sugar, como sus tres compañeros, fueron registrados en película analógica). Los relatos dentro de los relatos, verdaderas cajas chinas narrativas, comienzan a desenvolverse cuando el personaje titular encuentra un diario rotulado con el nombre “Informe sobre una entrevista con Ihmrat Khan, el hombre que podía ver sin los ojos”, firmado por un tal John F. Cartwright y escrito en Bombay en diciembre de 1934. Hay alguien más que cuenta el cuento de Sugar y su descubrimiento, un alter ego de Dahl interpretado por Ralph Fiennes, actor recurrente en la tetralogía de cortos junto a Benedict Cumberbatch, Dev Patel y Ben Kingsley, entre otros.
Si los rasgos literarios son ostensibles, al punto de respetar a rajatabla varios de los párrafos originales, no lo son menos los teatrales. Anderson construye una de sus típicas puestas en escena donde las escenografías parecen ser movidas por tramoyas, las bambalinas pueden adivinarse sin demasiado esfuerzo y los ayudantes de escena proveen los elementos de utilería necesarios. Así dadas las cosas, como suele ser la costumbre en el director –más aún en sus últimos largometrajes, Asteroid City y La crónica francesa– la historia se desarrolla con plena autoconciencia de su artificio sin que por ello se vea afectada la emoción (aquellos que no disfruten del cine del creador de Los excéntricos Tenenbaums no opinarán de la misma manera). Y la historia dentro de la historia, creada por Dahl en homenaje y recuerdo de sus años como piloto de combate en la Segunda Guerra Mundial, tiene como portentoso protagonista a un hombre que viaja de ciudad en ciudad ofreciendo un espectáculo único: su visión no ocular, habilidad adquirida gracias a las enseñanzas de un yogui y luego de décadas de práctica, cuarta capa narrativa que también es desenrollada, como si se tratara de un ovillo integrado por distintos hilos multicolores.
Entrevistado recientemente por la revista online ScreenRant, Anderson declaró que la idea de llevar a la pantalla la historia de Henry Sugar “tiene cerca de veinte años, y surgió durante una estadía en Gipsy House, la casa familiar de Dahl en Buckinghamshire. Pero el pensamiento simultáneo fue el siguiente: ‘No sabría cómo hacerlo’. Con el correr de los años, la familia Dahl mantuvo los derechos de adaptación de la historia lejos de mí, pero cuando finalmente tuve el momento de inspiración, la idea fue ‘me interesa tanto la manera en la cual Dahl cuenta la historia como la historia en sí misma’. El cuento me atrapó por completo cuando lo leí de niño, pero si se le quitan las palabras, bueno, esa no es una película que me interesaría hacer. Así que la historia se narra directamente. Por esa razón Dahl está presente, porque es el narrador, no solamente el autor. Y los actores interpretan las escenas y también recitan las palabras de Dahl”.
Si en La maravillosa historia de Henry Sugar los diversos andariveles de la narración son recorridos desde afuera hacia adentro para, más tarde, desandar el mismo camino –Sugar intenta, desde luego, imitar al tal Khan y reinar en todos los casinos del mundo–, el resto de los cortometrajes se disponen de manera un tanto menos compleja, aunque el esquema formal se mantiene incólume. Dahl/Fiennes vuelve a narrar la triste y hermosa historia de El cisne, un relato de bullying a un chico tímido, amante de los pájaros, cuyo final metafórico (¿fantástico?) es reconvertido en deforme literalidad por Anderson. Otro animal está en el centro de El desratizador, basada en el cuento The Ratcatcher, publicado originalmente en el compilado Claud’s Dog. Visualmente similar al resto del contingente de relatos audiovisuales, el corto ofrece un desfile humorístico de personajes coronado por un hombre especializado en el control de plagas con ciertas similitudes físicas a los animales que debe atrapar (Fiennes, nuevamente), y le permite al realizador hacer un pase de animación que remite a otra de sus adaptaciones de un relato de Dahl, El fantástico Sr. Zorro (2009). Finalmente, Veneno regresa a la India para relatar el extraño caso de un hombre paralizado en su cama, inmóvil al punto de no poder siquiera mover los labios para hablar. La serpiente que se ha dormido en su regazo, venenosa y mortífera, podría despertar, aunque la irónicamente graciosa situación de pavor y suspenso termina transformándose en una reflexión sobre el roce, choque y resentimiento de clases sociales en la India colonial. Vistos en continuado, con una duración total cercana a los 90 minutos, los cuentos de Anderson podrían integrar un largometraje ómnibus dividido en cuatro segmentos independientes. Pero no: se trata de auténticos cortometrajes que ponen en valor, como suele decirse en estos tiempos, el formato más breve pero –a veces, como en estos casos– más rendidor del mundo cinematográfico.