En días pasados, Alejandro Fantino entrevistó a Sergio Massa y en un ping-pong de preguntas, el candidato descolocó al entrevistador con una frase: “todos hoy somos un medio de comunicación”. Esta idea perturbadora la vengo elaborando teóricamente desde hace años. Massa no dijo que cada uno de nosotros es una radio y nadie lo interpreta de esta manera. Este enunciado tan significativo refiere a la más obvia de nuestras experiencias cotidianas, que es tener un teléfono celular, el cual ya no es un bien suntuario inalcanzable para casi nadie y más bien, es una herramienta de trabajo.

Es curioso que llamemos “teléfono móvil” al smartphone: aunque sirve para muchísimas cosas, para lo que menos se usa es para hablar por teléfono. La llamada telefónica viene precedida de ciertos rituales como enviar mensajes para constatar si se puede hablar en ese momento.

Si el smartphone nació como “teléfono” --esos zapatophonos de los años '90--, hoy concentra muchas tareas más importantes que la de “hablar” a distancia. La selfie y la posibilidad de sacar cientos de fotos en minutos ponen en cuestión lo que significa la fotografía, que en su origen implicaba rituales de pose y luego procedimientos técnicos que retardaban el resultado: había que esperar días el revelado. Una foto analógica y una selfie no son lo mismo: solo les queda en común el gesto de sacar una foto, porque la experiencia entre una y otra es muy diferente. Además, la selfie está hecha para postearla instantáneamente y quedar en el olvido en unos minutos. La foto, en cambio, tenía pretensiones de eternidad.

Es cierto: todes somos un medio de comunicación, o más bien un multimedio de información: adonde vayamos, vamos con nuestro smartphone. Esto es lo que quiso decir Massa. Somos permanentemente localizables. Y si no se nos encuentra por el motivo que sea, el que pretende contactarnos se preocupa. “Te mandé mensajes y no respondiste”, es una acusación letal.

El smartphone se volvió un medio ineludible e íntimo, tal vez el objeto más íntimo con el que nos vinculamos: lo primero que vemos al despertar, lo último que miramos antes de dormir. Esta intimidad y la ineludibilidad del smartphone en nuestra vida dan cuenta de un hecho traumático: somos cyborgs. Y preferimos ignorarlo. Asumirlo afectaría nuestro ser más esencial, la definición de nosotros mismos como humanos puros, hechos de materia orgánica.

Porque entre el smartphone y nosotros se crea una continuidad existencial: ambos elementos --el “aparato inteligente” y el ser humano-- paren de alguna manera a un superorganismo o nuevo tipo de ser, en parte persona, en parte máquina.

No es conceptualmente inocuo que digamos “me quedé sin batería” o “no tengo señal”, como si lo que le sucede al dispositivo, nos ocurriese a nosotros. ¡Y es que en efecto, nos ocurre a nosotros! Porque con en el smartphone tenemos una continuidad y no una discontinuidad existencial, como sucedía con los medios de comunicación antes de la digitalización de la información, cuando podíamos seguir creyendo que el medio estaba a nuestra disposición y a nuestro servicio. Esa ilusión se derrumbó.

Cuando la bibliografía especializada recurrió al concepto de cyborg en los '80, la industria cultural lanzaba al mercado las figuras prototípicas con las que íbamos a identificar a este ser dual, mitad cosa mecanizada, mitad ser. Hermosas películas de ciencia ficción nos hicieron creer que un cyborg es una especie de monstruo poshumano intervenido por la tecnología, que llegado a un grado de su evolución, acabará con la vida de su creador como en Blade Runner yTerminator.

Hoy sabemos que el cyborg no necesariamente tiene una antena en el cerebro que le permita ver, ni se resume en quien ha sido trasplantado del corazón o tiene un marcapaso. Somos cyborgs porque el smartphone se convirtió en un órgano más de nuestro cuerpo, que es moldeable y muy adaptativo.

A diferencia de todos los otros medios de comunicación que conocimos, el smartphone es el primero que nació como un multimedio individual, hiperindividual. Hoy, en una casa, puede haber tantos televisores como habitaciones, aunque durante años, ese aparato fue la luz bajo la cual nos reuníamos en familia o con amigos en el comedor a enterarnos lo que había ocurrido en el día. Algo semejante podemos decir de la radio, que poníamos como sonido de fondo para habitar la casa. Los medios eran compartidos e incluso grupales.

El “teléfono” celular, en cambio, se originó como un aparato que no se compartía. Y a medida que evolucionó en sus funciones, su exclusividad no hizo más que aumentar. Cada smartphone contiene información nuestra que nosotros mismos muchas veces ignoramos. Nunca antes un aparato de registro había contenido tal cantidad de datos personales.

La continuidad existencial smartphone-humano obliga a la filosofía a replantear su manera de definir al ser humano, pues ya no basta con dividirlo en dos sustancias enfrentadas, que eran el alma inmortal y el cuerpo mortal mejorable con apósitos tecnológicos desde el telescopio hasta la televisión. Ahora, a esa unidad dual hay que sumarle los medios, en especial el smartphone. Hace décadas que sabemos que la técnica o los medios fueron fundamentales para la constitución del ser humano, pues suplen una falencia biológica propia de la especie, que necesita de la técnica o los medios para crear su mundo. Fue recién con el smartphone que esta incorporación de la técnica a la naturaleza del ser humano se hizo muy evidente. Ya no podemos seguir ocultándola.

Podemos dar un paso más a partir de este enunciado que el candidato a presidente tiró por tirar, y decir que hoy todos somos un multimedio de comunicación de masas. Nuestra sangre, nuestros cabellos, nuestra piel y nuestros órganos trasplantables constituyen una fuente de información valiosísima. Por ejemplo en la escena de un crimen o para seguir viviendo mediante la medicina.

Nuestra mente ha sido ampliada por los medios e incluso superada por estos: de allí el “terror” que provoca la inteligencia artificial, cuya capacidad de procesamiento de la información evidencia nuestras falencias y limitaciones cognoscitivas. Para apaciguar este fantasma, nos consolamos de manera narcisista diciendo que todavía el prendido y apagado del aparato depende de nosotros, una pobre excusa que pertenece a otra época.

Cuando yo era chico, la mayoría de las casas no tenían teléfono. Y la televisión tardaba media hora en calentarse para que la imagen se “conformase” en la pantalla. La evolución mediática actual no es azarosa: está guiada por intereses económicos y políticos hegemónicos, y capitales globales que interfieren en el rumbo que puede tomar un país como sucedió en EE.UU. con el triunfo de Donald Trump y en el caso de Cambridge Analytic. Y de alguna manera, eso está sucediendo en nuestro país.

Un medio de comunicación nunca fue un aparato transparente que está a disposición nuestra para que lo dominemos, pero era factible creer tal cosa. Con el smartphone como ampliación y potenciación de nuestro deseo, esta no-transparencia mediática se acrecienta. Y hoy no podemos evitar la constatación de que no somos nosotros los que creamos la tecnología, sino que la tecnología se recrea y transforma a sí misma, y que los seres de carne y hueso --sujetos libidinales-- somos los funcionarios de ella, somos la función que ella requiere para reproducirse a su antojo algorítmico.

Daniel Mundo es doctor en Ciencias Sociales, magister en Filosofía de la Cultura y licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA).