Todavía está ahi y uno puede imaginarlo amenazante aunque el agua ahora le quede lejos. El fuerte Barragán, en Ensenada, fue el centro del esquema de defensa español en esta costa del Plata, cuidando un puerto más confiable que el de Buenos Aires. Pero como la Revolución la hicimos por tierra, el fuerte y el puerto se transformaron en baluartes de los primeros argentinos. Ahi, empavesada para festejar el primer año de nuestra independencia, zarpó la pequeña fragata La Argentina, de 36 cañones. Uno de los timoneles era un pibe de 16 años que ya se conocía el río de memoria, el quilmeño Tomás Espora. El comandante era el guapo, chinchudo y agresivo Hipólito Bouchard, un francés de familia bonapartista que se subió a nuestra revolución y no se bajó más. La fragata fue la primera que dio la vuelta al mundo con la celeste y blanca en el mástil.
André Paul Bouchard tenía 37 años, había nacido cerca del amable mar de Saint Tropez y llevaba menos de diez años entre nosotros. Buen timing para uno que ya era marino pero que en el fondo quería ser un corsario de papel en mano, ejerciendo la piratería por encargo de algún gobierno. Bouchard enseguida conoció al más famoso marino de la zona, el irlandés William Brown, al que la Primera Junta le había encargado crear una flotilla para repeler el agresivo bloqueo español. Esto no era problema a nivel tripulaciones, que marineros había, pero sí a nivel buques y oficiales, que los realistas tenían un total monopolio de naves y entorchados. De ahí que nuestra armadita naciera tan llena de extranjeros.
Bouchard recibió el mando del 25 de Mayo, un bergantín de 18 cañones y la mayor de las apenas tres naves de la primera escuadra. El estreno fue en febrero de 1811 frente a San Nicolás, donde el español Jacinto de Romarate los bailó feo con sus cuatro barquitos no mucho mayores que los argentinos. La cosa terminó en consejo de guerra, con el comandante Juan Bautista Azopardo acusando a Bouchard y al otro oficial de ser unos inútiles. No hubo caso: Liniers en persona juzgó el caso, los liberó y hasta los felicitó por su "valor, celo y actividad". Bouchard recibió otro mando, la sumaca Santo Domingo, más chiquito y menos armado que el anterior, y se destacó. Algún perspicaz se habrá dado cuento de lo agreviso que era.
Pero ese mismo año hubo un armisticio con los realistas, que levantaron los bloqueos a cambio del desarme de la flotilla. Bouchard, inquieto, se transformó en oficial de los flamantes granaderos que San Martín andaba entrenando y fue el que tomó la bandera a los realistas en San Lorenzo. El todavía coronel destaca en el parte que también se había cargado al pobre abanderado español... En 1813, la Asamblea le otorga la ciudadanía "como un testimonio de aprecio". Argentino y recién casado con una de las Merlo, el francés parece hecho y en reposo.
Pero no, porque en 1815 Brown dió por "limpio" el río de La Plata y zarpó con la Hércules y la Trinidad al Pacífico a llevarle la guerra a los españoles. Bouchard partió poco después al mando de la Halcón y acompañado de la Constitución, que se hundió dando la vuelta al Cabo de Hornos. En el verano de 1816, Brown y Bouchard entraron al puerto de El Callao, la mayor base naval española en la región, e hicieron estragos. Dañaron los fuertes, bombardearon todo, quemaron hasta la quilla a la fragata Fuente Hermosa y "con la mayor insolencia" tomaron otra, la Consecuencia, que acababa de llegar de Cádiz como refuerzo. Poco después, atacaron Guayaquil pero en el desembarco los realistas tomaron prisionero a Brown y Bouchard tuvo que negociar su liberación.
Acá es donde se notó la antipatía mutua entre el irlandés amable, que inspiraba una lealtad enorme entre sus hombres, y el francés engrupido, al que respetaban por corajudo pero no le tenían cariño. Brown hizo lo que hace un almirante y se lo sacó de encima con un ascenso. Se reunieron en las Islas Galápagos y se repartieron el botín. El francés recibió la Consecuencia y una goleta, y se volvió a Buenos Aires. Apenas llegó le hicieron otro consejo de guerra -los partes de Brown no hablaban bien de él- pero volvió a zafar y se dedicó a preparar su fragata, rebautizada La Argentina, para la gran aventura. El francés se iba de corso sin almirante y sin límites, por la libre. Tan de corso era la cosa que la aventura hasta tenía financistas privados, que equiparon el buque en un vamo y vamo de los futuros botines.
De Barragán fueron dos meses limpios de navegación, con el viento fijo del Atlántico Sur, hasta el puerto de Tamatava en Madagascar. Los ingleses tenían la isla, alguna vez francesa, y fue entrar a la rada que se presentó un oficial pidiendo ayuda. En ese momento no había ni un patacho de la Royal Navy en el lugar y estaban saliendo cuatro buques negreros, uno francés y tres ingleses. Los argentinos les mostraron el pabellón, que los esclavistas seguro que ni sabían que existía, y los bloquearon hasta que llegó un bergantín británico que se lleva a todo el mundo detenido.
La Argentina siguió al este, con el plan de tomar presas españolas en Filipinas, pero perdió buena parte de la tripulación por el escorbuto y el calor. Esto es curioso porque ya se sabía que una cucharada de jugo de limón al día se impedía el problema, que es una avitaminosis aguda. El médico de a bordo, el doctor Copacavana, recomendaba enterrar a los pacientes hasta el cuello en arena calentita... no extraña que hubiera unos cuarenta muertos.
Jadeando, La Argentina llegó al estrecho de Sonda, entró al mar de Java y siguió al estrecho Macasar, donde fue atacada por los piratas de la Malasia. Sí, los de la Malasia, que por algo mucho después el tano Salgari los tomó de personajes. Los argentinos combatieron a los malayos por una hora y media, y los ahogaron al hundirles su nave. Bouchard siguió camino y al fin, a fines de enero de 1818 y con casi siete meses encima de navegada, vió abrirse la bahía de Manila.
Lo que siguió fue oficialmente un bloqueo, consistente en tres meses de manotear barcos mercantes de todo tipo y tamaño, desembarcar para saquear haciendas y repostar el buque, y en general tomarle al enemigo lo que hiciera falta. Bouchard terminó al frente de una flotilla de barquitos, incluyendo un bergantín y una goleta, por un total de catorce muertos. La flotilla se perdió, literalmente, en una tormenta de esas que te regala el Pacífico y La Argentina siguió al este solita, y floja de tripulación.
Ahi viene el famoso episodio de llegar a las Islas Sandwich, hoy Hawaii, y encontrarse con la corbeta Chacabuco, amotinada y vendida al rey Kamehameha, el unificador del archipiélago. Bouchard negoció con el rey, le devolvió lo que pagó por la mercancía robada, se puso a capturar amotinados y ofreció el al parecer popularísimo espectáculo de un fusilamiento en la playa. Bouchard no lo cuenta en su parte, pero según uno de sus oficiales también firmó un tratado con Kamehameha, lo que lo transformaría en el primer soberano en reconocer nuestra independencia.
Ahora con dos barcos, Bouchard siguió a California y se fue directo a Monterrey, capital de la colonia y una linda ciudad de quince mil habitantes. El gobernador lo estaba esperando, porque un mercante norteamericano que había parado en Hawaii le avisó que venían los corsarios y de paso le vendió unos cañones que traía, a buen precio. La batalla fue larga y difícil, y casi se pierde, pero al final los argentinos tomaron el fuerte, quemaron edificios públicos y casas de españoles ricos, y se fueron con unos cuantos lingotes de plata que los godos no alcanzaron a llevarse. La bandera que dejaron clavada en las ruinas del fuerte se exhibe en el Museo de Historia de Los Angeles.
La pequeña escuadra descansó en la isla de Cedros y siguió al sur, haciendo de las suyas en San Juan Capistrano, Acapulco, San Blas y Sonsonate. Tuvieron una rara batalla con un bergantín español que en medio del combate izó la bandera chilena y se alejó, y en Realejo, Nicaragua, tomaron dos mercantes y quemaron otros dos. De ahí siguieron al sur, directo al puerto patriota de Valparaíso.
Donde los esperaba otro corsario todavía más engrupido, Lord Cochrane, que estaba juntando barcos para llevar al ejército patriota al Perú. Aprovechando que San Martín no estaba, el inglés requisó la escuadra, se quedó con el botín y lo marchó a derecho a prisión a Bouchard. Era el 9 de julio de 1819, exactos dos años de la salida desde Barragán. El francés estuvo en el calabozo cinco meses hasta que Mariano Necochea tomó La Argentina con sus granaderos, izó la celeste y blanca, y exigió la libertad de su comandante. Bouchard fue súbitamente sobreseído.
Su fragata, a todo esto, había sido minuciosamente saqueada, ni cañones tenía, pero podía navegar y llevó granaderos al Perú. Con San Martín en el poder en Lima y ya harto de Cochrane, Bouchard formó la primera escuadra peruana y hasta se dio el gusto de enfrentarse al Lord, que reculó y se volvió a Chile. Sus socios comerciales le hicieron juicio por la plata perdida y el francés se quedó en su nuevo hogar, haciendo de hacendado. La Argentina quedó arrumbada y fue cortada y vendida como leña.
Bouchard murió en 1837, a los 57, asesinado por sus propios esclavos.