El olor dulzón de la muerte continúa lacerando las destempladas calles de Lampedusa. Demasiado dolor para una isla tan pequeña, de apenas 6.000 habitantes. Los 360 ataúdes en fila abrieron el pueblo en carne viva en la tragedia de 2013. Con el paso del tiempo la herida no ha dejado de doler, y se ha vuelto a abrir. En tres días alcanzaron las costas de la isla 7.000 migrantes. Los desaparecidos se cuentan por centenares, y los ataúdes vuelven a florecer como esas flores indomables que nacen en las grietas afiladas del asfalto.
Allí yace el cadáver de la madre que seguía tapando la boca de su hija para que no se ahogase, la de la joven sudanesa que alumbró a un hijo durante la travesía y luego falleció, la del abuelo sirio que perdió a los siete miembros de su familia, y la del niño eritreo de diez años que murió con la camiseta argentina puesta. Su cuerpo lo colocaron boca abajo, sobre la arena templada, mirando las entrañas de la tierra, como si buscara un lugar donde refugiarse.
Este niño que carecía de idea de frontera, de patriotismo, de raza. Que seguramente conocía lo básico de la felicidad y lo profundo de la pena, del hambre y del desamparo. Murió con la camiseta argentina puesta. Tal vez en su sueño épico anidaba el deseo de ver jugar a Messi alguna vez, pero le brotó un mar salvaje que resultó ser un inmenso sepulcro a cielo abierto. Dicen que los únicos paraísos verdaderos son los paraísos perdidos. Toda frontera es una anomalía moral.
El Gobierno de extrema derecha de Giorgia Meloni ha planteado sus políticas en materia de migración bajo la enseña de la inhumanidad. El estado de emergencia vigente está dirigido a sabotear las operaciones de salvamento de los migrantes en el mar, y la abolición de la llamada protección especial que permitía la acogida y la integración sin asilo político en condiciones de grave penuria y de vulnerabilidad.
El Gobierno italiano hace ostentación de su identidad autoritaria y parafascista ensañándose con los más débiles. La ley va por una acera y la muerte por la de enfrente. Ayudar a la inmigración clandestina, además, es considerado delito. El lugareño Vito rescató con su barco a 47 personas del agua. De aquella proeza le ha quedado un expediente abierto por la policía y “un amargor en la boca”. Dice que no se le va de la cabeza aquellos que se le escurrieron de las manos: “Estaban llenos de fuel, con la ropa y las zapatillas empapadas que tiraban de ellos como anclas. A muchos no los pudimos salvar”.
Una política racional y antirracista debería partir, con realismo, de la evidencia de que los flujos migratorios son fenómenos estructurales e irreversibles, fruto de la actual globalización salvaje que ni las leyes ni los muros ni las policías de fronteras podrán detener, sino solo forzar a la clandestinidad, condenando a los migrantes a la represión, la marginación y la explotación.
El candidato a la presidencia, Javier Milei, comparte plenamente la política de emigración de su amiga y aliada ideológica Georgia Meloni. Daría su hígado y su piel por los derechos de “sus hijitos de cuatro patas”. El niño eritreo murió con la camiseta argentina puesta. Murray, Milton, Robert y Lucas dormirán este verano con el aire acondicionado a pleno rendimiento. El odio se ha sofisticado.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979