Cuando a Mariana Enriquez –una presencia flotante y gótica en campera de cuero negro que ahora mismo hace girar un anillo esférico de lava volcánica que trajo de Islandia–, la enviaron a cubrir el show de los Backstreet Boys en el estadio de Boca, previsiblemente no estuvo demasiado entusiasmada. Antes de convertirse en la escritora de terror contemporáneo más expansiva de Latinoamérica, ganadora del Premio Herralde de Novela, con una obra traducida a una veintena de idiomas y fans que se tatúan los personajes de sus libros, Mariana Enriquez también fue –y es– algo mucho menos glamoroso: periodista de rock. Toda persona que haya ejercido el oficio, pero sobretodo quien lo haya hecho antes de que el algoritmo dominara las experiencias, antes de la cancha vip, de los Festivales franquicia o del internet del bot, sabe que muchas de esas noches de cobertura eran de genuino goce, pero muchísimas de genuino espanto. El trabajo requería que así fuese: estar abierto a la idea de que un show podría tornarse impredecible y que no habría millones de cámaras para registrarlo y reproducirlo en un segundo, o que algo espectacular y amado en la teoría, fuese horrible en la práctica. También, claro, y a contrareloj, había que tener, o al menos intentar, ideas nuevas que ofrecer para los lectores y lectoras que querían imaginarse esa experiencia comunal, el sonido en vivo de sus bandas favoritas.
Ese día de 1998, en el pico de su popularidad, después de tres discos de platino, más de 40.000 personas fueron a ver a los Backstreet Boys, sobretodo fans de alto impacto, chicas muy jóvenes. Si bien el estadio de Boca es un lugar que ha contenido multitudes efervescentes, y ha albergado algunos de los episodios más intensos de la historia del deporte, se podría responder tranquilamente con una frase de Las vírgenes suicidas: “Ok, pero usted nunca ha sido una chica de 13 años”. El lugar no estaba preparado para un evento de tales características y el asunto se descontroló en un acontecimiento intenso, que además fue precedido en composé con los hinchas exaltados y virulentos, furiosos porque esa banda de chicos lindos no iba a permitirles ver a su equipo en su propia cancha el fin de semana. Acaso dos costados del mismo sentimiento.
No se puede decir que Mariana Enriquez sepa poco de la experiencia del fan. Ella misma es una: de Nick Cave históricamente, de Novak Djokovic recientemente. Ahora mismo, además de compilar las fotos y los dibujos que le envían sus propios admiradores, su instagram personal es una colección de personas, personajes, posters de películas y de bandas, de sus obsesiones nuevas y clásicas que comparte con los suyos con mucha generosidad: uno siempre desea saber qué le gusta y qué desea la persona que admira. En la figura de los fans, Mariana Enriquez ha elaborado derroteros para los personajes de sus inquietantes cuentos, y el suyo propio se ha ido forjando con viajes y aventuras –algunas bastante extremas–, en filas, en trenes, en aeropuertos, para estar más cerca de la música que ama. En 2001, por ejemplo, cuando todo en Argentina se derrumbaba, ella –por fan y por curiosa– dinamitó sus últimos ahorros para ver a Manic Street Preachers en Cuba, la primera banda de rock autorizada por el gobierno revolucionario, un hecho histórico. Pero a pesar de todo esto, la autora reconoce que ese día en el Estadio de Boca, presenciando el trance hipnótico de las chicas que gritaban sin pausa, sin consuelo, como en un ritual al borde de dominarlo todo, ella muy punk, sintió algo parecido al miedo: “Las chicas gritaban todo el tiempo, sin parar, lo que es imposible. Todo el tiempo”, cuenta. “Cuando un grupo de chicas paraba seguía el otro, sincronizado de manera sobrenatural y arcana, un continuo de voces femeninas inmersas en éxtasis y agonía. Era una escena de batalla antigua”.
CUANDO EL MUNDO ERA BOSQUE
Solo una persona que ha experimentado y entiende la experiencia religiosa del fan, podría ver literatura, filosofía o acontecimiento donde otros simplemente ven locura. Quizás por eso mismo, haciendo un pequeño paneo por las notas que salieron sobre ese concierto, todas acuerdan en que lo más memorable de un show extremadamente malo fue el comportamiento de las fanáticas, pero solo en su crónica se las llama por sus nombres, se las sigue por el campo, y más importante, se les pregunta: ¿Por qué? Varios años más tarde, este 2023, en un libro que acaba de publicar sobre su propia historia de fanatismo con la banda de su vida –los ingleses de Suede, acaso otra boyband, por qué no–, Mariana Enriquez concluye: “Esos cinco tontos eran dioses, pero no porque lo merecían: ellos eran intercambiables. Las chicas estaban recreando un ritual de pasaje, repitiendo un arcano del que no tenían memoria en el que todas juntas formaban ese organismo extático frente a la música y el sexo que las convocaba. Daba igual que fuesen los Backstreet Boys, eso era apenas un tropezón de época. Alguna vez fue Elvis. O Liszt. O Lord Byron. O Los Beatles. Entendí que las chicas necesitaban esa marea y que venían haciéndolo desde que juntas seguían por las colinas a Dionisio. Entendí qué estúpido es despreciar a las fans, involuntarias salvaguardas del mito y la memoria de cuando el mundo era bosque”.
Ese extraordinario momento de revelación mística suscitado a través del pop –para eso está hecho el pop– es parte de Porque demasiado no es suficiente, una rareza a mitad de camino entre la autobiografía y el ensayo que deviene en una especie de teología del fan. Mariana Enriquez toma como punto de partida su propia vida como fanática de Suede, una banda oriunda de los suburbios de Londres, que tuvo su gran momento en Inglaterra y que se expandió más discretamente por el mundo con un culto pequeño pero febril que ha reinterpretado, cada uno en su pueblo y en su suburbio, las letras de sus anémicos y hermosos integrantes, que a pesar de sus infinitas peleas nunca dejaron de sacar discos. Pero, lo que empieza como un relato de amor en primera persona, que es también una historia sobre momentos fundacionales de la vida a través de la música, se transforma rápidamente en un ensayo abarcador sobre la experiencia colectiva del fan. El libro cruza mitología griega, arte, música clásica, rock y albores de internet, y devanea sobre lo que la experiencia de goce, de belleza y de interpelación es capaz de generar en las personas. De Dionisio a Lord Byron a Mick Jagger y a Taylor Swift. Y, por supuesto, todo lo que hay en medio: las filas eternas, los viajes, el sudor, el coleccionismo, el fanfiction erótico, las reinterpretaciones y, en definitiva, la comunión. El fan en el orden del culto o de la experiencia mística.
“Yo tuve la camiseta del concierto de los Rolling Stones clavada en la pared tipo Cristo. Y ahora me doy cuenta de lo simbólico que es. La peregrinación, esperar la venida. Es un sentimiento religioso en un mundo secular sin lo opresivo de lo religioso, sin la intervención en tu vida privada, sin castigo, sin beneficio. Lo asocio más a lo pagano, es brutal y es hedonista”, explica Enriquez sobre el libro, que se enfoca más específicamente en la experiencia de ser fan en los ‘90 o antes, una bastante diferente a la de hoy. Conseguir cada poster, cada disco, o incluso cada dato nuevo era una travesía que precipitaba la aventura. El advenimiento del internet, en su versión más salvaje y libre, ya muy lejos de la que conocemos hoy, donde había que surfear en foros, en proto-salas de chats, en mailing list, hablar con usuarios sin rostro con nicknames sospechosos, y esperar horas las descargas conectados a una red lenta y trasnochada profundizaba también la idea del fan creativo y recolector: “Pasaba horas, gastaba fortunas con la internet enchufada al cable del teléfono. El acceso a la web era mucho más barato después de las diez de la noche, así que no dormía, y era francamente adicta y feliz”, cuenta ella.
SER FAN Y SER ESTRELLA
Mariana Enriquez se posiciona en un lugar bastante razonable para escribir un ensayo como este. Por un lado, es portadora sin ninguna duda el gen del fan (es un gen que podría ser hereditario, según le comentó la presidenta del fan club de Madona, que a su vez es la hija de la presidenta del fan club de Sandro); por otro lado, es una persona que despierta pasiones en otros. Lectores que hacen fila por horas para tener su firma, o que le regalan objetos extraños, o que le indican los lugares embrujados de sus ciudades, como forma de decirle: yo te conozco. Ahora, por ejemplo, en un pequeño café de Almagro, mientras cuenta que está por irse a una gira de dos meses que la llevará por Europa y Estados Unidos para promocionar varias traducciones de varios de sus libros, sucede algo bastante llamativo para el mundo de la literatura: el dueño del lugar la reconoce, se acerca para saludarla, se presenta, se llama Pablo, le dice que la admira. ¿Le pasa todo el tiempo? Sí, todo el tiempo, contesta ella, que acaba de llegar de la conmemoración por los 50 años del Golpe de Estado en Chile organizado en el Palacio de Gobierno. “La cosa es que parece que Boric me lee”, cuenta un poco divertida, sin ínfulas. Pero no es el único que la lee: ídolos de ella, y de otros, como Alan Moore, Patti Smith o Mat Osman, el bajista de Suede, su mismísima banda favorita, han compartido y recomendado personalmente sus libros. No cualquiera puede transmutar el deseo y la admiración de esa manera, llevar una cosa a la otra, ser fan y ser estrella y reflexionar sobre ambos: también por esa grieta intensa se cuela la luz del libro. “Cuando le conté a Mat la idea de este libro dijo que le llamaba la atención por qué una banda que a él le parece super local tenía fans afuera. En qué se enganchan, qué pasa. Antes de escribirlo pensé: bueno, le voy a contestar. Porque no es solo lo que pasa con ellos, sino lo que pasa en esa traducción del fan. El fan se apropia, traduce, hace algo propio”, dice Enríquez.
El libro acaba de salir por la notable editorial Montacerdos, un joven sello chileno comandado por los editores, y también autores, Juan Manuel Silva, Diego Zúñiga y Luis López-Aliaga. Para Enriquez, la editorial tiene valor sentimental. En 2012 Montacerdos fue el primer sello en publicarla fuera de Argentina, con el libro Cuando hablábamos con los muertos, una recopilación de tres de sus cuentos. A su vez, de ella fue el primer libro publicado por la entonces ignota editorial. Fue un acto de fe y admiración de ambas partes. Por lo tanto, un libro que en definitiva va sobre la fe, parece lo más razonable para cerrar el círculo de sal. “Nosotros en esto éramos más bien aprendices y ella es una maestra en el trabajo editorial. Hemos descubierto muchas cosas que sabemos a través del trabajo y la amistad con ella”, cuenta Juan Manuel Silva, desde Chile. “Este libro es una exploración intelectual, estética, ideológica de un momento y también el quiebre de ese momento, que podríamos decir que es una modernidad arruinada del siglo XX y que era este Britpop, y cómo llegaba fotocopiado a Sudamérica”.
De alguna forma el periodista de rock, de cultura, también es fan y es recolector, ¿por qué no? Hay algo en la materia prima que lo conmueve y que lo excita, eso es innegable. Sino, elegiría otra cosa, otro oficio, mejor pago, mejor visto. Sobretodo, por estos días. En el libro de Enriquez hay también una reflexión sobre la forma de hacer periodismo de cultura, de escribir sobre objetos culturales con datos pero también con pasión. Es una idea que se contrapone a la máxima más bien establecida en el periodismo gráfico en general, una que indica que para que una crítica sea seria debe prescindir de emociones de alto de impacto, o que un crítico debe ir al concierto a escuchar desde la última fila, que ser crítico y ser admirador son experiencias necesariamente escindidas, que la crítica y el goce no se pueden tocar en los textos, que eso hace a los textos menos valiosos. “La crítica tiende a ir hacia lo técnico, el endecasílabo, el estadio, la guitarra de esta marca o la otra, cuántos temas tiene la edición extended. Esa critica le saca la totalidad del misterio, del sexo, de lo sentimental, de lo cursi, de lo frívolo y de lo narrativo. Si vos te distancias un poco y lees eso, después miras una gira de los Rolling Stones y son unos faunos pintados como puerta llenos de brillitos, y lo están haciendo porque eso les importa, porque son hombres como dioses. A eso le digo el periodismo fierrero, periodismo manual de uso. O sea, esta canción la tenés que leer de esta manera, porque fue grabada así. Yo se esas cosas, pero me interesa más que la guitarra es triste a cómo está tocado el arpegio. A mí de dónde sacó el pantalón me importa tanto como de dónde sacó la cuerda de la guitarra. Y la verdad es que a los músicos también”, explica Enriquez.
LOS SANTOS POPULARES
Como periodista de cultura, y editora de este mismo suplemento, además de escritora de ficción, Mariana Enriquez se ha pasado 20 años escribiendo piezas de arte, de cine y de rock. No desde una primera persona, o no siempre, pero sí de una forma muy personal. Ya es una obviedad decirlo pero, bueno, ¡aquí va!: como muchos, el ambiente del periodismo de rock fue innegablemente masculino, y ella empezó a ejercer cuando eran apenas un puñado de mujeres las que escribían sobre música. A ellas se les encomendaba exclusivamente ir, por ejemplo, a cubrir a los Backstreet Boys, a ellas se las aleccionaba con mayor firmeza sobre las formas permitidas de escritura. No era imposible, claro, pero seguro había que tener cierto tesón para emanciparse. Sobretodo si la emancipación en este caso requería la exaltación de la ternura, del sentimiento, e incluso, de la frivolidad, todas características indeseables en los textos y, claro, todas características asociadas a las mujeres. De esas experiencias en el periodismo de rock como derrotero a una escritura propia también va el libro. “No me gusta decir cosas tan simplistas pero esto era una cosa muy patriarcal, de la experiencia masculina en cuanto a lo escrito. La diferencia históricamente es: los hombres somos la razón, no somos el sentimentalismo. Vos lees una nota sobre Billie Eilish y te dicen: ‘No, pero mirá que es buena también, eh’. O esa frase: ‘La vida es muy corta para decir que no me gusta Taylor Swift’. ¿Esto le pasaría a un varón?”, dice Enríquez. De Viv Albertine, miembro de la banda The Slits, la autora retoma una cita sobre periodismo, música y género que bien podría completar la idea: “Los fans varones siempre fueron sobre ‘nosotros entendemos la música’. Sobre lo técnico. Son el status quo. Hicieron que eso fuese más importante que cómo te sentís sobre la música. No es sobre cuán rápido podés hacer un solo de guitarra o compases raros. Convirtieron a la música en una tabla de horarios de buses. Lo que las mujeres sienten por la música fue trivializado”.
Para ponerle el moño al asunto, hay un momento que marcó en la vida a Mariana Enríquez, que está en el libro, y que ha repetido en varias entrevistas. Ahora le parece entretenido comentarlo, para verdadera desgracia del implicado. Ella, profesional, periodista de rock, y una de sus mejores plumas, pero también fanática de The Cult, se sobresaltó cuando un colega le comentó que la banda venía a Latinoamérica. No era poca cosa: su primer libro Bajar es lo peor, que publicó a los 21 años, se lo dedicó al vocalista de la banda, Ian Astbury, y por supuesto, ante semejante noticia, dijo algo así como: ¡Lo amo!. “Y él, con una superioridad moral que hasta el día hoy me sigue provocando ganas de romperle la nariz de una patada voladora, me dijo: ‘No es solo una cara bonita, es un gran cantante’. Y me hizo callar. Yo me callé, como una tonta y él murmuró que era una histérica”, cuenta ella y asegura: no existe una sin la otra, no son experiencias contrapuestas. “Hay algo de esto, que siempre se hizo así porque así simplemente es como se hace. Estuve leyendo unos libros sobre Liszt, y el biógrafo más famoso se pasa cada capítulo tratando de explicar que él no era este tipo por el que se desmayaban las mujeres, que era otra cosa. Hay en ciertas biografías de Byron también una falta de entendimiento de lo que él significaba como figura peligrosa y sensual, de lo que significan estas figuras: había mujeres que leían su poesía y creían que era para ellas, le escribían mujeres casadas. Y no era como ahora, porque si esas cartas se conocían ellas quedaban desgraciadas del mundo, se quedaban en la calle, no era un riesgo menor. Pero ellas estaban totalmente dispuestas a eso”.
No hace mucho, Mariana Enriquez extrapoló la experiencia de la escritura a la experiencia del escenario. Su obra No traigan flores, un montaje que empezó a sala llena en el Teatro Coliseo y que viajó por Argentina, mezcló algunos de sus textos, música, y un inusual artista visual que hacía dibujos en la arena, espectáculo al que asistieron miles. Así también presentó Mis extrañas compañías, una conversación en vivo justamente sobre las influencias más cercanas a su corazón gótico. La verdad es que el año pasado anduvo en las rutas argentinas, plan gira rockera conociendo a su público y también algunas tradiciones locales. “Lo de los santos populares de hecho sensiblemente me parece de la misma especie del fandom. Cuando estuve en otras ciudades sentí que ellos se sentían interpelados, que tenían cosas para mostrarme”, cuenta ella, que se la pasó recibiendo recomendaciones de cementerios, templitos de santos populares, cuevas del diablo y lugares de apariciones para visitar, acaso otras formas de devoción, endémicas y milenarias, tan febriles como inexplicables. Cuestión de fe. “Quizás hay gente que está más preocupada por esa búsqueda mística trascendente en la vida real que otra. Una búsqueda de sentido. En esto encontrás un sentido, precario, critico, si querés, pero las teologías también dudan, lo que pasa es que tardan mucho en dudar. Hay algo en lo incondicional del fan que está más cercano a la fe que a otra cosa y quizás eso no lo tiene todo el mundo. Por eso lo puedo relacionar también por ejemplo a los santitos de la ruta, o a los santos populares. Ese pequeño momento donde sentís que estás tocando otro mundo hay mucha gente que no lo necesita, que está bien con esto que tenemos y ya. Y yo no soy religiosa en el sentido místico. Pero en esto sí”.