“La naturaleza de la memoria es doble, está suspendida en nuestra conciencia pero también se mueve a través del tiempo”, declaró alguna vez el extraordinario cineasta británico Terence Davies, fallecido este sábado en Londres, a los 77 años. Cineasta magistral pero escasamente reconocido fuera de los círculos cinéfilos (en la Argentina su cine se dio a conocer en los años ’90 en la Sala Leopoldo Lugones y luego en el desaparecido British Arts Centre), Davis logró hacer de sus recuerdos de infancia y juventud un cuerpo de obra capaz de atravesar la esfera personal para convertirse en la memoria emotiva de un país.

El “Marcel Proust del cine”, como llegó a definirlo la crítica británica, surgió a la consideración pública hacia 1983, con una trilogía integrada por tres films de corto y mediometraje producidos durante sus estudios en la National Television and Film School de Londres. Los títulos de esas tres películas iniciales –Children, Madonna and Child, Death and Transfiguration- ya dan cuenta de las obsesiones del director, nacido en 1945 en el seno de una familia de clase trabajadora de Liverpool: la infancia como territorio sagrado, el peso agobiante de la religión y la trágica fugacidad del tiempo en este mundo. Como alguna vez señaló su colega Derek Jarman, “Davies se aproxima a sus temas –la represión familiar y religiosa, la violencia institucional, el sadomasoquismo– con una delicada melancolía y momentos de humor perverso”.

Concebida a partir sus propios recuerdos familiares, Distant Voices, Still Lives -Premio de la Crítica Internacional en el Festival de Cannes 1988- exploró los lazos de unión dentro de una familia humilde de Liverpool durante los años ’40 y ’50, dos hermanas y un hermano menor para quienes el enemigo común era la tiránica figura paterna, de la cual solamente era posible escapar –con la complicidad de la madre- a través de la oscuridad de una sala de cine y del bullicio de los salones de baile.

Esa película tuvo su continuación en El mejor de los recuerdos (The Long Day Closes, 1992), otra incursión de Davies por su propio pasado, una ficcionalización de su memoria emocional, como si el cineasta se hubiera propuesto una suerte de museo personal imaginario, nutrido tanto por sus experiencias traumáticas como por la felicidad que al niño protagonista le prodigan el cine de Hollywood y el cancionero popular de los años ’50.

Sus temas recurrentes reaparecieron –transfigurados- en La biblia de neón (1995), adaptación de la novela homónima de John Kennedy Toole, ambientada en el Deep South estadounidense de los años ’40, en la que Davies encontró la figura de un adolescente sensible y conflictuado que solamente encuentra refugio de su padre brutal bajo el ala protectora de una tía extravagante, magnífica composición de Gena Rowlands.

Recién cinco años después, Davies reapareció con La casa de la alegría (The House of Mirth, 2000), un retrato de la alta sociedad neoyorkina de principios del siglo XX basado en la novela de Edith Warton, que le sirvió al director para empatizar con la protagonista, una joven de buena posición que desafía las rígidas convenciones de su época al punto de que termina expulsada de su círculo social.

Uno de los puntos más altos de su obra, sin embargo, fue un film documental, organizado casi totalmente a partir de un maravilloso material de archivo y con su voz en off como protagonista: Del tiempo y la ciudad (2008). El peso de la memoria, la ineludible subjetividad de los recuerdos, la reflexión sobre un pasado que ya nunca volverá: ésos son los materiales que siempre hicieron al mejor cine de Davies y que en Of Time and the City forman el núcleo duro del film, una obra ambiciosa, que avanza hacia un terreno que en otros campos se consideraría “ensayo”, “autorretrato” e incluso, en ciertos pasajes, sencillamente “poesía”.

Del tiempo y la ciudad tiene efectivamente una sustancia lírica y un carácter elegíaco, en la medida en que se lamenta por aquello que alguna vez fue y ya nunca será. Pero no hay nada de banalidad ni de nostalgia barata en la revisión que el director hace de Liverpool en los años ’40 y ’50. Lo suyo es una suerte de melancolía lúcida, de evocación crítica, tanto de su pasado personal como de su lugar de pertenencia.

Si no fuera porque siempre fue tan ferozmente anticlerical y tan fervientemente antimonárquico, se podría pensar que Davies era un reaccionario. Para él –y Del tiempo y la ciudad lo deja muy claro– Los Beatles, el producto de exportación más famoso y perdurable que tuvo Liverpool, son el principio del fin, la invasión de la cultura pop que acabará con la personalidad históricamente obrera de la ciudad. Ese estallido Davies lo asocia también con la piqueta del progreso que termina con las típicas hileras de calles proletarias, con casas gemelas y chimeneas humeantes, que pasan a ser reemplazadas por horribles torres de hormigón. El retrato que Davies termina pintando de sí mismo es, valga la paradoja, el de un aristócrata de la clase trabajadora, alguien capaz de poner en valor los rostros anónimos de hombres y mujeres, de dar cuenta del mundo del trabajo, cuando ese mundo aún no había sido pervertido por la fiebre del consumo y la ilusión del ascenso social.

El cineasta volvió a la ficción con El profundo mar azul (The Deep Blue Sea, 2011), un melodrama canónico protagonizada por Rachel Weisz a partir de una obra del reconocido dramaturgo británico Terence Rattigan. “Que The Deep Blue Sea transcurra en tiempos de su infancia, permite a Davies apropiarse a fondo de esta obra ajena. Hasta el punto de que si no se conociera su origen cualquiera juraría que no puede no tratarse de un guion propio”, escribió el crítico Horacio Bernades en estas mismas páginas.

Quizás el único paso en falso de su obra sea Sunset Song (2015), adaptación de la novela de Lewis Grassic Gibbon que narra la historia de una joven escocesa hija de campesinos, a lo largo de varios años a comienzos del siglo XX. Como señaló Diego Brodersen desde el festival de San Sebastián (la película no llegó a estrenarse en Argentina) había algo ilustrativo en el film, que sin embargo era, según sus palabras, “una elegía sobre un estilo de vida, sobre aquellos que ya no están presentes para caminar sobre esos campos y colinas labrados con esfuerzo y esperanza”.

Casi inmediatamente después, le siguió Una serena pasión (2016), extraordinario retrato de la gran poeta estadounidense Emily Dickinson (1830-1886), un film de una simplicidad engañosa, porque debajo de su superficie límpida y transparente hay una construcción tan fina como elaborada, que le hace honor a la complejidad de la poesía y la personalidad de Dickinson, autora de unos versos de una sensualidad arrolladora.

La obra de Davies tuvo su colofón con Benediction (2021), inspirada en otro poeta, el inglés Siegfried Sassoon, un militar que se atrevió a denunciar en sus versos los horrores de la Primera Guerra Mundial y fue perseguido por su homosexualidad. Se diría que si hay un tema que recorre, como un río subterráneo, la construcción de esa película (como la de todo su cine) es el de la inocencia perdida, la esperanza que acabará en desilusión, pero que aun así sigue alimentando como una llama la dura vida cotidiana.