--Cuando en 2011 las cenizas del volcán Puyehue dejaron a todo Bariloche cubierto de gris, una pareja de esa ciudad llegó a mi campo de tulipanes muy deprimida, porque habían perdido los colores. Allá todo era gris y eso los afectó. Vinieron a sentarse bajo los pinos a tomar mate y mirar mis flores. Querían recuperar los colores. Ahí fue que empecé a valorar de otra forma a este paisaje, que a mí no me producía nada muy especial; lo veo todos los días; hace 28 años que planto y para mí, era solo una actividad económica. Ahora soy consciente de que esto también tiene una poética –dice Juan Ledesma, dueño de Tulipanes Patagonia cerca de Trevelin, a quien le pasó lo que a los chinos: habían dejado de ver a su Gran Muralla luego de haberla naturalizado durante 2000 años, hasta que llegaron los europeos y quedaron pasmados, lo cual a su vez pasmó a los chinos quienes se preguntaban, “qué le vieron”.
A 12 kilómetros de Trevelin por la RN 259 en Chubut, el paisaje muta y uno cree haber llegado a Holanda: se abre un rectángulo de tres hectáreas alfombrado de tulipanes de 27 colores. Son los 3,1 millones de bulbos plantados por Ledesma --un pelirrojo descendiente de galeses-- y sus dos hijos. Plantan para vender los bulbos que otros volverán a plantar --las flores se cosechan en su máximo esplendor y se tiran-- y al mismo tiempo crean cada año, un fugaz jardín: el más hermoso del país, un “lujo” que se dan en el fondo de su casa y que es su único sustento.
Desde la ruta, esa cinta con franjas multicolores al pie de una montaña nevada obliga a pisar el freno y detenerse en la banquina a contemplar la cromática belleza de esos tallos terminados en flor acebollada, que se cierran con la luna y abren con el sol. La calma inicial de la mirada en perspectiva, deviene en desesperación por ir a mirar en primer plano. Al entrar al campo, los Ledesma cobran una entrada e invitan a pasar a un centro de interpretación donde un video explica el proceso. Cuando venían 200 visitantes cada octubre, los anfitriones recibían a cada uno, pero el año pasado ya se acercaron 15.000 personas en cinco semanas.
“Nunca imaginamos que nuestros tulipanes derivarían en un emprendimiento turístico masivo”, dice Juan Ledesma a Página/12, cuyos bulbos decorativos se transportan incluso hasta la Quiaca. Hoy este campo recibe contingentes que llegan en micro, por ejemplo, desde Paraguay a ver tulipanes. Toda la hotelería de Esquel y Trevelin y los vuelos se saturan, porque llega octubre con su floración. Unas 100.000 personas de todo el mundo han visitado este campo.
Locos por los tulipanes
Nada de lo anterior debería sorprender: a lo largo de la historia, los tulipanes han llevado gente a la locura. Originarios de Turquía, llegaron a los Países Bajos por el Imperio Otomano en 1559 adornando trajes de sultanes. Desde allí, navegantes los desperdigaron por el planeta. Hacia 1620 los holandeses vivieron un idilio con esa flor, un fanatismo de coleccionista por sus variedades, haciendo subir el precio de los bulbos de manera astronómica. Un virus había mutado en ciertas plantas, generándose tulipanes multicolores inéditos que todos quisieron tener, como quien compra un cuadro de vanguardia. Así se empezó a ahorrar en tulipanes. En 1635, un bulbo de esas rarezas bicolores de la variedad Semper Augustus se llegó a trocar por una mansión en Ámsterdam. Y otro más común se vendía por 1000 florines (un sueldo promedio era de 150 florines). Esa tulipomanía generó notas de crédito en un mercado de futuros de bulbos sin florecer: así una de las primeras burbujas económicas de la historia comenzaba a inflarse.
Cierto día, alguien dijo: “yo no pago tanto por un tulipán”. Y rechazó una oferta. Algún otro pensó “yo tampoco”. La pompa especulativa explotó y los precios se desplomaron generando la histeria opuesta: ya nadie quiso comprar y todos vender. Se generaron bancarrotas en serie –algunos lo perdieron casi todo-- y hubo quien se suicidó por los tulipanes. El episodio se estudia en manuales de economía.
A esta clase de locura se expone quien se dé una vuelta por los tulipanes de Trevelin y suba las escaleras de la casa de té panorámica, donde los Ledesma siguen la tradición galesa de preparar scones, pan, dulces y manteca caseros, y siete variedades de torta. Allí, ante un panorama tulipánico –un cuadro de Van Gogh en movimiento tras la ventana-- Juan le cuenta a Página/12 que su bisabuelo Cadfan Huges llegó desde Gales en el legendario velero Mimosa y se tiró directo al agua --pleno julio--, siendo el primero en tocar suelo argentino.
Los galeses no vinieron a Argentina en son de colonizadores sino de colonizados, exiliados buscando librarse del yugo de los ingleses, quienes los habían invadido en 1282 decapitando a su príncipe Llywelyn, de quien quedó viva su esposa embarazada que murió al dar a luz una niña. Esa hija fue encerrada en un convento a perpetuidad para asegurarse que no hubiese descendencia real. Luego, a la reina de Inglaterra la llevaron a parir a Gales: de allí el título de su hijo como “príncipe de Gales”, quien en verdad era inglés y según la tradición, para regir a los galeses debía haber nacido en Gales (por eso la trampita de la mudanza de apuro).
En la Revolución Industrial los galeses fueron muy explotados: a los ocho años de edad los hacían entrar a minas de carbón y morían en accidentes o de problemas respiratorios. Su idioma fue prohibido en la escuela y al no ser anglicanos sino católicos, sufrían persecución. En ese contexto, dos comunidades de galeses emigraron a la Patagonia en el siglo XIX y se encontraron aquí con tehuelches y mapuches: nunca se les ocurrió hacerle a los originarios, lo que los ingleses le hacían a ellos. Se llevaron muy bien, conviviendo y cooperando. Cuando Lady Di –esposa del “príncipe de Gales”-- visitó la zona, fue ignorada por la población: debió ir a tomar “té galés” en casa de una familia española y hasta el día de hoy, Maradona es ídolo en Gales.
Juan Ledesma tiene descendencia galesa por padre y madre con cierta cruza, como denota su apellido. Hoy planta un terreno que compró su tatarabuelo Hughes, el mismo donde trabajó su abuela hasta sus 75 años. Su madre era de apellido Berwyn. Hoy canta en un coro en galés y cuenta que su bisabuelo tenía lista en todo momento para los mapuches, una habitacióin con fogón, cocina y cama: “siempre se llevaron muy bien con ellos e hicieron intercambios. Los galeses sabían lo que era ser discriminado… Yo me siento antimonárquico y antibritánico; en el coro tengo un amigo –Milton Ritz— excombatiente de Malvinas”.
El ciclo de la producción
Ledesma sirve un poco más de té, prueba un bocado de torta negra galesa y cuenta que, para aprender su oficio, se empleó como agricultor en Holanda varios meses. Y todos los años viene un holandés a supervisar su plantación: “trabajamos todo el año; antes del invierno se planta; brotan en agosto, florecen a comienzos de octubre y en la primera semana de noviembre, cortamos la flor con una máquina para que se forme el bulbo, cosechándolo luego a mano con doce empleados. En febrero limpiamos el campo, en marzo colocamos los bulbos en cámaras temperadas y mandamos las plantas a productores de flores y plantineros de todo el país.
Desde la ventana de la confitería se ve a los visitantes caminar por el perímetro del rectángulo de flores. Algunos se sientan en el suelo en actitud contemplativa. Ledesma hace memoria y cuenta: “Una vez vino una señora que pasaba horas acariciando las flores, hilera por hilera, como si fuesen gatitos. Otra pidió permiso para ´ser angelito entre las flores´: su sueño era dejarse caer de espaldas como en la nieve y revolcarse entre los tulipanes en éxtasis. Le dijimos que no, porque los iba a romper. Vino cinco veces a intentar convencerme… Y hay quien llega y ante la explosión de colores, rompe en llanto. Algunos entran a la mañana y se quedan hasta la noche haciendo fotos. Quieren ver el campo a la luz de la luna. Hasta ahora, nunca encontré a nadie hablándole a los tulipanes”.
En globo sobre tulipanes
Si contemplar tulipanes desde tierra puede llevar a la locura, hacerlo desde un globo aerostático es un viaje directo al paroxismo. Entre tantos “locos” que llegaron aquí magnetizados por la tulipomanía, está el matrimonio de jubilados compuesto por Leticia Marqués y Carlos Niebuhr, quienes andan recorriendo Sudamérica en una globotravesía con una camioneta que arrastra una casa rodante y al globo. Estos viajeros ya hicieron temporada de tulipanes el año pasado y llegaron este sábado al jardín de los Ledesma: van a elevar turistas sobre la plantación durante las cinco semanas mágicas de la floración.
--La diferencia entre un chico y un adulto es el precio de sus juguetes –le dice Niebuhr a Página/12. De hecho, el globo aerostático siempre cumplió mejor funciones lúdicas, que de medio de transporte: nunca fue una tecnología de viaje continuo porque hace trayectos cortos y una vez que remonta vuelo, nadie sabe bien a dónde irá: “es un globo de cumpleaños más grande”, grafica Niebuhr. El piloto elige el punto de partida pero el de llegada, es aproximado. El pronóstico ofrece una idea somera de la dirección del viento, la única posible para el globo: nunca hay dos vuelos iguales. Los comandos permiten solo subir y bajar. El resto es una incierta deriva, como una metáfora de la vida: el viento siempre puede cambiar.
La cita para volar es 5 a.m. casi de noche: solo en la mañana es posible; hay menos viento. Durante los preparativos Niebuhr dice: “El hombre camina desde hace 1.600.000 de años y navega hace pocos miles, pero vuela hace 240 años”. Cree que nuestro miedo atávico a volar explica la fascinación que despierta la idea de elevarse en una canasta de mimbre bajo una pera invertida del tamaño de un edificio de seis pisos. “La naturaleza del hombre no incluye despegar los pies de la tierra más que unos centímetros; por eso el miedo se convierte en un sueño inquietante con el halo romántico que rodea a la primera tecnología de la historia que nos permitió volar”, fundamenta Niebuhr.
Con los primeros rayos del alba, el matrimonio de pilotos –casados en el globo mismo-- extrae su nave de un bolso y la desenrolla en el pasto. La inflan con un ventilador que sopla hacia adentro de la vela, alargando los fogonazos de dos tanques de propano líquido. El globo se infla acostado, se pone oblicuo, se levanta y comenzando a tironear la barquilla con impaciencia a centímetros del suelo. Para que no se vaya, lo anclan.
A volar
En la barquilla van dos personas y el piloto. Los pasajeros suben por un escalón y Leticia suelta el ancla y se queda en tierra. Niebuhr produce un fogonazo que eleva al globo, justo cuando termina de amanecer. Los tulipanes se encienden como velas de colores cuando los atraviesa la luz solar oblicua. El paisaje a observar está cerca y por eso al principio, el piloto eleva el globo pocos metros. Se mueve lento, permitiendo concentrar la atención en el rectángulo de flores. Cuando es posible, la barquilla pasa a vuelo rasante sobre los tulipanes. Pero nunca hay un plan de vuelo exacto.
Niebuhr da fogonazos regulares para mantener la altura y cuenta la historia de los hermanos Jacques y Joseph Montgolfier, inventores del aeróstato en 1783. Tenían una fábrica de papel y observaron que el humo se elevaba llevando consigo cosas muy livianas. Dedujeron que el aire caliente tendía a subir. El primer vuelo en globo tripulado lo organizaron ellos en el Palacio de Versalles el 19 de septiembre de 1783 frente a Luis XVI y María Antonieta. Al tronar un cañonazo, un globo de papel y algodón con ramas ardiendo se elevó ante 130.000 personas eufóricas, transportando un gallo, una oca y una oveja por 8 minutos. Sus tripulantes sobrevivieron.
Este vuelo patagónico continúa apacible, sin sobresaltos. Los tulipanes quedan atrás y el capitán eleva su nave hasta los 30 metros de altura (al menos hoy, las condiciones lo permitieron). Niebuhr reflexiona que la sensación de viajar en globo se parece más a la de flotar, que a la de volar. Jorge Luis Borges cronicó esto: “El avión no nos ofrece nada que se parezca al vuelo. El hecho de sentirse encerrado en un ordenado recinto de cristal y de hierro no se asemeja al vuelo de los pájaros ni al vuelo de los ángeles. Los vaticinios terroríficos del personal de a bordo, con su ominosa enumeración de máscaras de oxígeno, de cinturones de seguridad, de puertas laterales de salida y de imposibles acrobacias aéreas no son, ni pueden ser, auspiciosos. Las nubes tapan y escamotean los continentes y los mares. Los trayectos lindan con el tedio. El globo, en cambio, nos depara la convicción del vuelo, la agitación del viento amistoso, la cercanía de los pájaros”.
Luego de 15 minutos de travesía, Niebuhr busca un lugar para el descenso, que a veces es un poco aparatoso. La barquilla se arrastra unos metros sobre la tierra y se voltea: todos quedan horizontales, bien sujetos a las sogas. Leticia y ayudantes se acercan con el vehículo de apoyo y comienza la tarea de desinflar y doblar la nave.
A los aventureros de Julio Verne en la novela Cinco semanas en globo, los aborígenes africanos los confundían con dioses caídos del cielo. Algunos reaccionaban con devoción, otros con violencia. A Niebuhr casi siempre lo reciben bien al aterrizar en algún lugar, allí donde decide el viento. Una vez, en una finca indígena en Ecuador, salió a recibirlo una anciana que lo abrazaba con el asombro con que, supone él, ella miraría a una deidad de los cielos. Esta pareja de pilotos ha volado en ocho países. Recorrieron los Andes y la costa colombianos, casi todo Paraguay, gran parte de Argentina y parte de Chile, Uruguay, Brasil y el Salar de Uyuni. En 2020 Leticia se convirtió en la primera persona del mundo en volar en un globo solar que flota sin combustible: sube por el calor del sol en el nylon de la vela y aterriza al someterla a un proceso de enfriamiento: subió 320 metros en Salinas Grandes de Jujuy colgada de un globo sin barquilla, como en un parapente.
Esta pareja aventurera recorre Sudamérica sin rumbo, como cuando vuela en globo. Cada tanto vuelven a Buenos Aires y elevan turistas en Los Cardales. Allí donde las condiciones lo permitan, son barriletes del viento. En sus giras hacen tramos de 5 kilómetros y bajan. Como no tienen un equipo humano de apoyo, nadie los va a buscar en camioneta. La solución es llevar colgada una bicicleta. Cuando aterrizan, Leticia --10 años más joven que él-- pedalea y parte en busca de la camioneta.
Carlos y Leticia se pagan sus juguetes trabajando con el juguete mismo (el costo es muy alto y el precio para los turistas también). Con el sobrante, financian su globotravesía. En un tiempo de nómades digitales, ellos son nómades analógicos que vuelan por sus propios medios. Tienen una relación lúdica con la tecnología de vuelo más antigua, generando a su paso casi el mismo asombro de aquellos parisinos en los jardines de Versalles que veían por primera vez a un objeto volar. Lo que cambia aquí es el contexto: un jardín con plantas que hace siglos fueron silvestres en Turquía, cuyo cultivo los holandeses sistematizaron para que un descendiente de galeses experimentara plantando en la Patagonia, y terminara creando, sin querer, el paisaje intervenido más hermoso de la Argentina.