La pregunta de si hay novedades en el campo electoral sonaría ridícula, porque la sucesión de escándalos y tembladerales convoca a medir su influencia quizá decisiva. Pero a poco de hurgar se advierte a esos episodios como otra suma de incógnitas, que sólo comenzarán a despejarse dentro de un par de domingos. El debate de ayer tampoco arrojó certezas en ese sentido.
Sigue sin estar claro que la pornografía de Martín Insaurralde; o la chocolatería de Julio Rigau, que alcanza a todo el entramado de la política bonaerense; o el aroma a servicios de inteligencia en la revelación de los affaires que se destapan sin cesar; o el dólar disparado; o el índice inflacionario de la ciudad de Buenos Aires que anticipa el número nacional; o las zancadillas de Mauricio Macri a la candidata cambiemita porque Macri no es un político, sino un dueño despechado; o las barrabasadas de Javier Milei; o los operativos en las citys contra cuevas de gran tamaño; o una brecha en el tipo de cambio que volvió a ensancharse, hasta límites de corrida muy amenazante; o las medidas proactivas de Sergio Massa; o el momento más difícil de Axel Kicillof, casi sin comerla ni beberla; o los radicales que permanecen absortos e ¿indecisos? frente a la candidatura de Patricia Bullrich; o los celulares radioactivos; o los hechos delictuales incesantes que son tanto certeza y sufrimiento como manija mediática ora patentizada, ora show, vayan a cambiar sustancialmente lo ya asentado.
Si es por sensaciones, daría la impresión de que hechos conmovedores no son sinónimo necesario de alteraciones significativas. Se verá el 22 de octubre, y más aún en el balotaje que prevé todo el mundillo politizado.
En un breve, sencillo y contundente artículo, publicado en La Tecl@Eñe, el escritor Martín Kohan reflexiona acerca del primer debate presidencial con una proyección que excede a éste, porque alcanza a una atmósfera global donde rige que prácticamente toda sacudida no produce efectos mayores (electorales, al menos). Y el segundo debate, anoche, lo ratificó.
Recuerda, en primer término, que la inclinación a decir cualquier cosa no es ninguna novedad. Existió siempre. Pero previene que sí podría ser un signo de época que no tenga consecuencia alguna.
“Quien dijera cualquier cosa, hasta hace un tiempo, podía luego verse refutado, desmentido; incluso, burlado. Lo más común era que tuviera que retractarse, o al menos reacomodar sus dichos, o eventualmente resignarse a ocupar ese lugar más bien desdoroso: el del que dice cualquier cosa”.
Como en efecto no pasa nada, y como agrega Kohan, quien asume esa postura y advierte que no tiene costo alguno pasa, entonces, a envalentonarse; puede tornarse mucho más tajante, más arbitrario, más agresivo y alcanzar, inclusive, el registro intemperante de una violencia de energúmeno. Aquí se puede agregar que tal violencia no requiere de gestualidad manifiesta al poder tratarse, tranquilamente, de terrorismo argumentativo. Porque, total, no pasa nada.
Así, se puede desconocer que crímenes de lesa humanidad sólo son los perpetrados por el aparato represivo estatal. ¡O endilgarle a una trotskista los crímenes del stalinismo! Y luego, como concluye el escritor, ante la palabra ajena, ante la réplica certera y la refutación, forzar una sobreactuada prescindencia, mirar a la cámara con fijeza y adoptar la mueca siniestra de los extraviados. La sonrisa tenebrosa de los idos.
Por supuesto, los detalles de debates muy prioritariamente preparados para brindar espectáculo, y no contenidos cuya formulación es improbable en segundos o en un par de minutos, se prestan a la subjetividad.
Sobre Massa y Bullrich pueden apuntarse aspectos que también harían o hacen al recurso de decir “cualquier cosa” sin fuertes consecuencias.
El uno, en orden general, porque es partícipe de una gestión a la que le cabe el sayo de estar gobernando, y nada menos que como ministro de Economía en medio de una inflación estremecedora.
La otra porque apenas si puede remitirse a sus eslóganes publicitarios, confunde las preguntas, se pierde en el intento de articular oraciones y no es que solamente no tiene la menor idea acerca de lo económico, sino que es incapaz de trazar una mínima propuesta siquiera memorizada. (Esto, anoche, se profundizó marcadamente).
La espontaneidad de Myriam Bregman, como única desacartonada del cruce, no pretende salir del consignismo asambleario. Y Juan Schiaretti se hizo memes con su encierro en la república cordobesa.
Nada indicaría que algo de eso se modificó, en forma resaltada, durante el segundo debate. Pero, al cabo, son cuestiones atinentes a un formato en el que, con sus virtudes y defectos a cuestas, cada quien se arregla como puede.
Por el contrario, cuando decir cualquier barbaridad involucra negar el genocidio de la dictadura al extremo de inventar una cifra exacta de desaparecidos sacada de no se sabe dónde, como si eso variara el grado de horror y como si, antes, no lo confirmara; cuando con impunidad absoluta se menta liquidar el Banco Central; cuando se delira dolarizar sin tener dólares, y cuando se reniega de educación y salud públicas y gratuitas, estamos hablando de otra cosa además de cualquier cosa.
Hablamos, efectivamente, de lo que parece ser un clima de cambio de época, mediante el cual no sólo no hay sanciones populares para todo tipo de enloquecimientos sino que, encima, puede avalárselos de manera entusiasta.
Es correcto, con seguridad, el diagnóstico acerca de que esta clase de frenesí embroncado, temerario, probablemente dispuesto a un salto al vacío (Jorge Alemán lo señala como un “carnaval de destrucción”), proviene de las graves deficiencias y corruptelas expuestas por la dirigencia política tradicional. Pero la distancia entre lo comprensible y lo justificable también es abismal.
Esto último va a cuenta de algo ya dicho por no tantos segmentos y personalidades alarmadas, relativo a la necesidad o conveniencia de no enojarse con los descreídos y decepcionados que votaron y votarán al loco de la motosierra.
Se entiende desde una táctica electoral de campaña. Uno mismo lo expresó, y lo ratifica.
Sin embargo, según cierta agenda o percepción instalada, parecería que el conjunto inmensamente mayoritario de votantes de Milei consiste en trabajadores de delivery, sectores extendidos de clase baja/medio-baja y media pauperizada. No es así, como lo demuestra la radiografía de lo ocurrido en las Primarias. El “libertario” —un horror de palabra, no hay que cansarse de repetirlo de acuerdo a su adjudicación— es un voto transversal a todas las clases sociales y estadios económicos.
Gente acomodada, sin urgencias dramáticas; profesionales; jóvenes completamente despreocupados por la suerte colectiva; consumidores propios de este país riquísimo en su vastedad cultural, también votan Milei.
¿Hasta dónde debe llegar la comprensión ésa, so pena de que el cuidado para no enojar(los) acabe por revelarse en resultados catastróficos?
Por las dudas: no está proponiéndose, ni de lejos, alguna reacción inversamente proporcional a la dinámica violenta del discurso terraplanista. Sí, tal vez, podría tratarse de acentuar con mejor énfasis, con mayor creatividad, con otros lemas, el peligro que asoma para un concepto (muy) devaluado: democracia.
Ojalá que no sea tarde. Y militemos por eso, así sea magullados.