Desde Barcelona
UNO De todas las posibles variantes de la mínima en letras pero inmensa en consecuencias partícula ex, la favorita de Rodríguez es la de Ex Libris. Y cómo le hubiese gustado a Rodríguez (ahora ya es demasiado tarde para empezar, piensa) haber tenido Ex Libris propio. Esa etiqueta o sello o grabado (pero en verdad más cerca de la estampita religiosa y ya utilizado por los faraones para reclamar sus papiros) pegada en las orillas de un libro. Ese parásito generoso pero demandante funcionando como casi subtítulo de propiedad personal e identificatorio y significando "de entre los libros" como si se tratase, también, de punto de origen o de destino, de verdadera patria. Esa marca propia a menudo acompañada por imagen privada o incluso escudo de armas que de tenerlo Rodríguez --y parafraseando a aquella frase de François Truffaut, se vale de la siempre dudosa autoridad de uno de esos algoritmos traductores on line-- sería "Eamus tantum lege quae nobis placent". Es decir, es escribir: "Leamos solamente las cosas que nos gustan". Lo que significa que para Rodríguez --obediente a sus propias reglas-- no hay libro que le parezca malo porque sólo lee los para él buenos.
Así es la vida, así es la felicidad.
DOS Lo que no impide que, de tanto en tanto, todo libro signifique un problema, una incomodidad. Un fantasma que vivió mientras se lo leía y que ahora, de tanto en tanto, agita sus cadenas de palabras en los estantes y hasta cae al suelo por sí sólo y se abre en una página en la que Rodríguez busca y casi siempre encuentra mensajes muchos más claros que en un hexagrama de I Ching o en un naipe de Tarot o en la palma de su mano. Pero ahora es el propio Rodríguez quien los hace caer. Y, sí, cuando hace calor --y hace mucho calor para esta época del año, hace veroño-- están los que bajan las persianas o suben el aire acondicionado, los que miran misiles y explosiones por tv. y se consuelan con un "peor están ahí", los que se hunden en bañera fría o se bañan con su propio sudor, los que se manifiestan a favor o en contra de algo, y los que no dejan de consultar el pronóstico meteorológico o nombran en vano a dioses protectores para que acaben con estas olas ardientes y los depositen en la orilla de playas frescas. Rodríguez, por su parte, no tiene mejor idea que la de ponerse a ordenar su biblioteca. Lo que --clara e inevitablemente-- equivale a proponerle un nuevo desorden. Pero ahora lo hace, además, no sólo asumiendo de entrada la imposibilidad de su empresa sino con ánimo funerario. Porque ha llegado el día de una de esas periódicas purgas, porque ya no queda espacio, porque las paredes crujen y los suelos se hunden, porque todo huele a eso a lo que una compañía llamada Smell of Books ya ofrece un spray con esencia bibliófila para rociar ebooks y tablets, ignorando que el verdadero olor de los libros es el de las personas que los leen: esas personas que son las verdaderas baterías que activan a esos libros no eléctricos pero sí electrizantes. En cualquier caso, muchos títulos y autores y protagonistas y géneros y estilos deberán salir de allí. Rodríguez va a donarlos a una ONG y el criterio será especialmente impiadoso: todo libro que sepa no volverá a abrir en su vida y que no tenga algún valor sentimental (más allá de los intocables favoritos, que son muchos, demasiados) deberá ser arrojado por la borda y borde de los estantes. Días después vienen de la ONG con cajas a llenar y las llenan y se van y esa noche oscura del alma Rodríguez no duerme y se pregunta sin respuesta cómo fue que pensó que ese o aquel libro no volvería a ser abierto no más sea yendo del living no a la cama sino al baño; cómo pudo pensar que esa novela de espías-de terror-de ciencia-ficción no había sido una de las cosas más importantes que le pasó en su vida.
TRES Y, sí, de tanto en tanto Rodríguez sueña despierto con un sistema de clasificación posible para las siempre pesadillescas bibliotecas domésticas. A saber: orden alfabético de autor, tema y género, editorial, fecha de publicación o, incluso, por el color de sus lomos, hasta componer tableau vivant tan contrario a naturaleza muerta.
Pronto, casi enseguida, se fracasa en el intento. Y, entonces, esa incomprensible clasificación secreta en la que los libro cambian de lugar cuando no se los ve y provocan desesperación plácida o felicidad terrible de --como en la vida fuera de los libros-- encontrar eso cuando estábamos buscando aquello. Magia. Ahora lo ves, ahora no sólo lo ves sino que puedes ver mucho más. Todo por aquí y todo por allá. Milagro. Y Rodríguez se pregunta si, tal vez, la clasificación más perfecta --y, por supuesto, imposible-- de las bibliotecas privadas y propias no sería la de que todos los libros de nuestras vidas, desde el primero que leímos al último que leeremos, pudiesen acomodarse por orden cronológico de lectura. Así, de ese modo --(siguiendo títulos y autores, altas y bajas, secuencias claras y desvíos intempestivos, qué hace Bukowski junto a Henry James junto a Calvino junto a Nabokov junto a King junto a Proust junto a Vonnegut junto a Cervantes junto a Bioy junto a Cheever junto a las siempre juntas Brontë) se podría leer la novela de nuestra existencia desde el Había una vez... hasta el Y murieron felices.
"Mis libros", decimos, aunque no seamos sus autores, aunque seamos nosotros quienes les pertenecemos a ellos.
CUATRO Y ahora, con más espacio en los estantes (pero aun así con nunca demasiado espacio) Rodríguez se autoimpone ley: por cada "nuevo" libro que entre deberán salir --desinvestidos y sin posible amnistía-- tres libros "viejos". Y el primero en entrar es el recién publicado Damas, caballeros y planetas de Laura Fernández. Hace dos años, Fernández (quien siempre estuvo ahí para los que supieran verla, lo único que no es original en ella es su apellido, aunque tal vez el llamarse Fernández sea un gesto de originalidad) de pronto estuvo en todas partes gracias a la publicación de ese inesperado best-seller de mega-calidad y receptor de numerosos premios que fue y sigue siendo La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Ahora tocan cuentos como perfecto cohete a Rethrick, capital de Laurafernándezlandia. A algo de alguien a quien Rodríguez calificaría de genial si ese término no estuviese tan manoseado y degradado. Aquí: una imaginación desatada de escritora que ata a su lector y, con nudos tan precisos como geniales, lo envuelve para regalo para celebrar esa fiesta que festeja la salida de un nuevo libro de Laura Fernández. A ver dónde lo pone Rodríguez.
CINCO Y, sí, de elegir ilustración para su Ex Libris, Rodríguez pondría la de esclavizado amo y señor de una biblioteca, de rodillas dolidas, espalda crujiente, poniendo desorden como él ahora. De espaldas a su televisor encendido a la espera de que en Estocolmo (para que tantos digan de nuevo "Esto es el colmo") se abra esa puerta como de reloj cucú y salga ese señor que todos los octubres trabaja de anunciar Nobel conocido o a conocer o a desconocer. Y a ver y a ya no leer cuáles van a ser los tres libros (de cruzarse alguna vez con Laura Fernández, Rodríguez le arrojará los tres títulos arrancados en su nombre, como se arranca una medalla) a arrancarles ese Ex Libris que no tienen pero que Rodríguez lleva grabado a fuego y tinta en su corazón.