Se los ha dejado crecer enmarañados, como equivalentes, sin que lo sean, porque el marketing político es una modalidad o un componente ciertamente significativo de la comunicación política, pero no su totalidad. El marketing político anima procesos de la comunicación política desde una perspectiva de competitividad y de búsqueda de posicionamientos para alcanzar objetivos centrados en el cambio de conductas, y la comunicación política se refiere a las batallas simbólicas por el poder, asumiendo que no hay política sin comunicación y que toda comunicación es política.
Al amparo de este enredo, se genera otra confusión que es necesario resolver diferenciando el marketing político del marketing comercial. El embrollo radica en la innegable influencia que ejerce el marketing comercial en el diseño de estrategias que se estructuran siguiendo una lógica de promoción de productos amparada en la creencia de una fuerza difusiva-persuasiva sobrenatural de los medios y las redes, aplicando conceptos básicos de la mercadotecnia, así como técnicas que permiten segmentar públicos por perfiles psicográficos y, en base a ellos, rematar con campañas publicitarias para posicionar imágenes y promesas. Igual que con los bienes comerciales.
Pero como con la política en lugar de bienes se promocionan ideas y proyectos de sociedad, y porque no es posible un traslado mecánico de principios del mercadeo comercial a la política por su naturaleza, actores e institucionalidades distintas. Santesmases diferencia el marketing político del comercial, definiéndolo como “marketing no empresarial”, proveniente del marketing social, que incluye actividades para conseguir el apoyo a favor de una posición, programa o candidato. Pasa que la línea de diferenciación es tenue pero importante, porque el marketing político se realiza en el “mercado político”, que está hecho de búsquedas de legitimidad por la vía del proselitismo, participación e intercambios para realizar objetivos tanto de lucha por el poder, como de ejercicio de ese poder.
Profundizando esta diferenciación, Laura Reyero Simon y también Fernández Collado y Hernández Sampieri, cuestionan el determinismo que se le atribuye al marketing comercial en la política y reivindican el rol que le corresponde a la comunicación, entendiendo que el objetivo es crear y promover candidatos o gobernantes, fuerzas políticas, instituciones o ideas en un momento y/o sistema social determinados. Y aunque el propósito no es vender o comprar votos, la realidad fraudulenta muestra que muchas, pero muchas veces es así. En cualquier caso, el énfasis de las acciones comunicacionales del marketing político está puesto en el posicionamiento, es decir, en la fijación de un hecho o idea en la mente de los otros, remarcando la trascendencia que tiene la historicidad, o el sistema social, o el contexto en estos procesos.
Se preguntará el lector ¿y qué importancia tienen estos devaneos en la práctica de la comunicación política? Pues la verdad, mucha, al momento de diseñar estrategias políticas. Ciertamente, no es lo mismo buscar vender un producto que pretender generar complicidades. Lo primero implica básicamente emociones removidas por el manejo de imágenes mediante medios y redes, en tanto lo segundo supone activar el sentí-pienso, con relevancia de un discurso que parezca racional. Esto lleva a que Néstor García Canclini se pregunte: “¿dónde y quiénes pueden tomar decisiones cuando una campaña cuesta millones de dólares y la imagen de los candidatos no se basa en programas doctrinales sino en adaptaciones oportunistas sugeridas por los estudios del marketing político?”.
Menudo problema no sólo para las campañas electorales, sino también para las de gestión, especialmente de aquellas que creen que pueden ordenar el mundo con un spot o con un tiktok o con una conferencia de prensa. No hace falta descalificarlas porque no necesitan que otros lo hagan ya que se ningunean solitas, al punto que un meme que no cuesta un quinto las desmorona en un tris, por la vulnerabilidad que tienen contenida en su naturaleza impositiva y manipuladora desde realidades ficticias que no viven las ciudadanías.
En resumen, no se trata de lanzar un spot, o un jingle, o un hashtagg, o un podcast, o una gigantografía o un tiktok creyendo ingenuamente que pueden cambiar así por así mentalidades, actitudes y comportamientos. Los estrategas saben que hay tipologías de marketing político: el 1.0 que se desarrolla con medios masivos centrando su atención en la imagen y la promesa con una relación vertical emisor – receptores; el 2.0 que se realiza en la dinámica interactiva del internet y web destacando a los individuos y sus emociones; el 3.0 que ocurre en las convergencias prosumidoras de las redes sociodigitales; el 4.0 que es característico de la comunicación digital trabajando valores en un tiempo en el que la sociedad los invisibiliza; y el 5.0, que está en proceso de gestación, gira siguiendo el (algo)ritmo de la inteligencia artificial.
Se gasta mucho dinero en pócimas difusionistas y publicitarias que no encantan, en representaciones teatralizadas de superhéroes que no encandilan, en estrategias que no diferencian tipologías ni contextos sociohistóricos, y en discursos que no parten de los sentipensamientos ciudadanos. Definitivamente, para que rinda con efectividad, es necesario asumir que el marketing político no es un recetario comercial, tampoco una pócima mágica, sino un constructo social, comunicacional, cultural y político.
* Sociólogo y comunicólogo
boliviano