Mis abuelos del lado materno vivían en un pueblo diminuto llamado Oseja de Sajambre, cerca de León (España). En la década del 50, vinieron en barco a la Argentina, escapando del hambre y de la guerra. Al poco tiempo, consiguieron trabajo en el Gran Hotel Argentino, como empleados de limpieza. Años después, se mudaron a Mar del Plata por una oferta laboral mejor, para ser encargados del edificio Syba, frente a la plaza Colón. Ahí tenían que limpiar el hall de entrada, los pasillos, los ascensores y hacer tareas de mantenimiento general. Mi abuelo llegó a aprender cómo engrasar los cables de los ascensores. Se daba maña para todo. Siempre andaba con una navaja roja, marca Victorinox, igual a la de Mc-Gyver. Mi mamá y mi papá trabajaban jornada completa y me dejaban todas las mañanas en Colón, donde ayudaba a mis abuelos con las tareas de limpieza, como parte de un juego infantil.
Mi papá, en los noventa, puso un lavadero de ropa, un Laverap. Siempre me pareció una idea arbitraria, abrir un lavadero. Podría haber puesto cualquier otro tipo de comercio; yo podría haber empezado cualquier otro tipo de diario. En el Laverap, mi hermano Santi y yo jugábamos con unos canastos amarillos. Los apilábamos como fortalezas o nos metíamos adentro como si fueran naves. Jugábamos a que los canastos eran la base de los muñecos, el Salón de la Justicia, la Baticueva de Batman, la cripta de Munra, el inmortal. Recuerdo el olor a suavizante y la humedad de plancha a vapor que había en el aire. Era un lugar que tenía algo triste, melancólico, en el que mi papá debió haber pasado largas horas de soledad en las que pensaba mucho. En casa, papá lavaba rápido y secaba muy mal la vajilla. Con mi hermano solíamos revisar, antes de usarlos, los vasos. Siempre tenían restos de agua amarillenta estancada en el fondo.
Ya en la adolescencia, tengo muy presente una escena que me marcó. Fue entre los 14 y los 16 años. Mi mamá aprovechó que yo había salido de casa, para entrar y limpiar mi habitación. Después, cuando escuchó que ya había regresado, me esperó parada en la puerta de mi pieza, junto a una enorme bola de polvo, del tamaño de una pelota de básquet: “Con esto vivías”, me dijo, como si ese enorme balón de mugre hubiera salido del interior de mi espíritu.
MI PERRA POLLY
Hubo una época en la que, con una ex, tuvimos una perra de nombre Polly. Yo tenía que barrer la casa varias veces al día porque la perra perdía mucho pelo. Cuando no lo hacía, los pelos se acumulaban como plantas rodadoras del desierto y mi ex me acusaba de sucio. Después nos separamos y yo me quedé por un tiempo con la perra hasta que me mudé y tuve que darla en adopción. Antes de la mudanza, pasé un mes sin la perra en la casa. Lo extraño era que seguían apareciendo pelos de Polly, aunque la perra ya no estaba. Una vez, incluso, creí ver uno o dos pelos de ella en el piso del departamento al que me había mudado. ¿De dónde salieron? ¿Dónde pudieron esconderse, si yo siempre barría con esmero? Solo existe un lugar que pudo haber funcionado como escondite perfecto: el aire. La única explicación posible es que los pelos de la perra habían permanecido flotando en el espacio de la casa como finísimas partículas de polvo rubio que se elevaban hasta el techo y desde ahí caían lentamente, arrastrados por las corrientes internas de la casa. Al barrer tanto, yo mismo volvía a poner, sin saberlo, una y otra vez, sus pelos en órbita. O también pudieron haber quedado adheridos a alguna prenda, como esas flores que se pegan a la ropa –una de estas especies se llama “amor seco”, ¡qué metafórico!–.
EL BICHO MATÓ UN BICHO
Cuando me fui a vivir solo, mi papá siguió lavándome la ropa. La pasaba a buscar por el departamento y, al día siguiente, tocaba timbre para que yo bajara a recibir la bolsa de ropa planchadita con olor a suavizante. Ese era todo el contacto que teníamos; estábamos unidos por la mugre. Una tarde llegué a casa y encontré la bolsa de ropa limpia arriba de la mesa. Mi papá, como tenía un juego de llaves, había entrado sin avisar. Ese día me enojé mucho con él. Sentí ese inocente favor como una invasión violenta. Entonces decidí comprarme un lavarropas y un secarropas. Nuestra relación mejoró notablemente. Días atrás hablé de esto en terapia y le conté a mi analista del Diario de limpieza que estoy escribiendo. Él me recordó, oportunamente, que al comienzo de sus estudios, Freud formuló una especie de apodo para el psicoanálisis: “limpiar la chimenea”, le decía. “Barrer abajo de la alfombra” también es una imagen de la re- presión y del retorno de lo reprimido. En esta misma sesión, recordé que mi papá una vez mató una rata en el Laverap. En su momento, el Bichi –así le dice mi mamá a mi papá– solo se limitó a contar el hecho por arriba, sin incurrir en ningún tipo de detalles. Entonces ayer le pregunté. Le expliqué que estaba escribiendo un libro. “¿Y cómo se va a llamar el libro?”. “El Bichi mató un bicho”, le respondí. Mi papá es un pésimo narrador. No pude lograr que me enviara un audio y los pocos mensajes escritos que mandó eran confusos. Lo que entendí fue esto: un día estaba cagando en el Laverap y, por el desagüe del baño que no tenía rejilla, salió una rata. El Bichi, de inmediato, agarró el escurridor y, sencillamente, la mató a golpes. “¿Y cómo quedó la rata? ¿Quedó entera o rota?”. Me responde: “¡No! ¡Entera! Son muy duras las ratas”. Después me contó que con el mismo escurridor, sin tocarla, barrió el cadáver hasta el cordón de la vereda. “¿Y no la pusiste en una bolsa?”. “No jejé”. Terminó su relato con un comentario enigmático: “Después tuve que poner a lavar el pantalón y los calzones”. Entonces, pienso, la mató con los calzones bajos y el culo sucio.
Estos extractos forman parte de Diario de limpieza, que acaba de publicar la editorial Bosque Energético