“El teatro argentino existe, señores” alertaba Copi desde París cuando se le preguntó qué pensaba del trabajo de Jorge Lavelli, un director que puso sus textos “sin tocarles ni una coma”. A pesar de ser apenas 7 años menor, el autor de Cachafaz lo consideraba su maestro: “aprendí mucho con él, yo sabía escribir pero él me enseñó a actuar”, aseguraba. Y explicaba que el entendimiento especial que había entre ellos, se debía a la experiencia de haber sido ambos formados en Buenos Aires, en el campo del teatro independiente.
Copi decía que Lavelli dirigía a los actores en estado de enamoramiento. Y el propio director describía el cuidado con el que intentaba proteger la libertad de expresión de cada intérprete, mientras esperaba el momento en el que comenzaba a intervenir el control racional del actor, “el mecanismo necesario” –decía-“ para que la sensibilidad y el instinto se pongan al servicio de una composición”. La suya, obviamente.
Otro agradecido fue Witold Gombrowicz: Lavelli no solamente dirigió sus obras El casamiento, Ivonne, princesa de Borgoña y Opereta, sino que lo hizo famoso en toda Europa, incluída claro, la Polonia natal del aporteñado autor, que siempre lo miró con desconfianza. En 1963, en ocasión del estreno parisino de la primera de las obras, escribía Gombrowicz: “Lavelli triunfa, hizo algo macabro, monstruoso, repugnante y enloquecedor... nadie comprende nada, pero todos dicen que es una liberación de gesto y de palabra”. Y agregaba que si la puesta lograba mantenerse en cartel un mes más, “el kerosene del esnobismo la mantendrá fácilmente un año entero”.
Lavelli tenía por entonces 31 años y con aquella puesta había ganado el prestigioso Gran Premio de Jóvenes Compañías. Sus audacias fueron celebradas por la crítica que apoyaba la experimentación escénica en tanto que otros medios menos entusiastas consideraron que el montaje del argentino tenía “una incoherencia demencial, hermética, desequilibrada, divagante”.
Ya fallecido el autor, Lavelli estrenó en 1972 en el Teatro San Martín su puesta de Ivonne... dentro de un espacio escénico de corte surrealista donde, al igual que la versión parisina, una serie de armarios de estilo y gran porte, dejaban abrir y cerrar sus puertas con espejos para permitir que los personajes entraran o salieran de escena. El crítico Emilio Stevanovitch señaló por entonces que la violencia del montaje encontraba un paralelismo en el humor agresivo y casi feroz de los textos. En la misma nota, Lavelli intentó explicar las razones de sus decisiones estéticas hasta que terminó declarando que su verdadero deseo hubiese sido realizar una sola función, terminando ésta, de haber podido, en forma radical, prendiéndole fuego a la escenografía.
“La razón de un trabajo dramático asentado en la violencia”, explicaba el por entonces joven director, “se debe a que el teatro sustentado en formas realistas, anecdóticas, demostrativas, constituye parte del bagaje polvoriento y decadente del teatro burgués. Por eso apliqué un mecanismo de destrucción de todo lo estereotipado, obsoleto, que caracteriza a estos divertimentos, esos tranquilizantes pasatiempos que han sido el consuelo de la burguesía, adueñada del teatro”.
Como suele suceder, con los años Lavelli fue atemperando su espíritu de ruptura. De todas formas, queda para el recuerdo su puesta de 2000 de Mein Kampf, farsa de George Tabori, un montaje en el que el joven Hitler fue interpretado por el inolvidable Alejandro Urdapilleta.