Para un par de las familias que vivían sobre la calle Montevideo, el hombre era originario de Lídice –hoy, República Checa–. Otra gente decía que era polaco, de Chelm. Para mí era alemán, porque eso pensaban los von Ifflinger, alemanes del sur, vecinos contiguos de la casa de mi abuela, que le habían adosado su apellido al entonces pueblo Corral de Bustos. Además, mi abuelo sentenció que era alemán, por lo que opinar distinto venía siendo una provocación.

Los lunes aparecía desde el sur, cruzando la plaza en diagonal. Tenía un yugo de madera sobre el cuello, cuyo balanceo corregía con dos manillares de cuero adosados a las puntas, uno en cada mano, y del que colgaban artículos de limpieza, que degradaban con el peso su espinazo, lo que le daba apariencia de oruga: palos, pelos, pajas, bloques de madera, hilos.

Siempre estaba vestido igual: un traje marrón ajado, una camisa celeste de algodón, y unos zapatones negros de mediacaña, unos “camanbuses” con suela y taco de goma. Entre el yugo y la tela del saco, introducía una gamuza amarillenta para proteger la prenda. El único cambio ocurría en verano: se sacaba el saco.

No era alto, tenía un rostro blanco –una capa de impresión–, sobre el cual las líneas de color de sus ojos, verdes azulados como el abeto y cambiantes, explicaban el estado de ánimo. El conjunto estaba rematado por un cráneo totalmente afeitado.

De lunes a viernes caminaba por el barrio voceando su pregón: “¡Vendedóggg, vendedóggg!, con la erre fricativa uvular sonora. Sólo a la mañana y desde temprano. Luego, estaban los sábados, ¡ah, los sábados! ¿Cómo contarlo? “Es el diablo, el diablo”, decía una de las muchachas que ayudaban en la casa y que era oriunda de las islas, con los ojos bajos y restregándose las manos.

Aparecía a la misma hora de siempre, aunque sin la impedimenta higiénica a la espalda. Y empezaba a hablar, a los gritos, mientras caminaba con el índice en alto, como reprendiendo a la humanidad, y seguía una y otra vez el mismo trayecto: Montevideo, Boulevard Oroño, Avenida Pellegrini, Balcarce, y otra vez Montevideo. Así hasta las doce en punto, hora que percibía sin mirar el reloj que no tenía. Entonces, cesaba la reprimenda y se hacía perdiz.

“Es alemán, es alemán, y peleó contra Rusia”, me repetían los von Iffliger, en particular Marineta, mi compinche. Yo era un niño descarado: curioso, como todos los niños, pero más; intruso, como todos los niños, pero no igual que todos los niños; indiscreto, en una medida insoportable. Tenía que saber, hacerme una idea de las cosas.

En Rosario, por aquellos años, el clima era tan inexorable como el paso del tiempo: julio tenía dos o tres días cálidos, puntuales, un temporario refugio en mitad del frío. El alemán “colibriyo” (loco, aporte de mi hermano) se quitaba el saco. Yo lo seguía, si era sábado, sin que me prestara la más mínima atención, para escuchar qué gritaba.

Hay palabras que quedaron enzarzadas a ese lugar y ese tiempo: “rohmaterialen”, que sonaba a material primitivo, cobre, lana, carbón; “Deutsche Infrastruktur”, carreteras, diques; “überlegene Rasse”, algo que se relacionaba con la raza y que yo, influido por Salgari, situaba entre bambúes y Nueva Guinea; “Rassenbiologie”, que era fácil: biología racial, aunque no supiera qué quería decir. Me acuerdo de las palabras y el paño irrepetible de aquel calor –humedad, suspensión, olor a humo– me abriga el corazón.

Algunas veces, mi abuela pedía: “¡Atájenlo, atájenlo!”. La muchacha que había nacido en las islas rezongaba y murmuraba rezos, y ella le decía: “… hace productos muy bien terminados, como todo alemán”. Entonces, el elenco se trasladaba hasta la puerta de calle, donde el hombre se desembarazaba del yugo y exhibía la mercadería.

Mi abuela valoraba la hermosa escoba de sorgo, cosida con puntadas, una franja roja, otra negra, otra blanca –luego supe que eran los colores de la bandera de la Alemania nazi–; el plumero con largas y lánguidas plumas de avestruz; el cepillo de cerda de cola de caballo. Cómo él no explicaba, yo le miraba los ojos: espejismos de papel de seda, un gran bosque de mástiles que se disolvía para transformarse en otra cosa. Eran ojos de alguien que había visto más muerte de la que pudo llorar.

Los sábados, cuando podía seguirlo, me le adelantaba y caminando de espaldas le miraba el rostro. En los momentos de “Deutsche Infrastruktur”, de “Rassenbiologíe”, a grito pelado, los mismos ojos forestales y frondosos formaban un collar de violentos diamantes por fuera del iris, emitían el opaco soplo de la rabia y de la indiferencia del mundo. Y detrás, el intimidante refugio de una conducta excesiva.

Un sábado no vino, y tampoco el lunes, en su encarnación de vendedor. A los pocos días, las vecinas que decían que era de Lídice informaron que lo habían encontrado muerto en la pieza en la que vivía, que había tomado matarratas, y que había dejado una hoja con un mensaje.

La isleña inmediatamente se opuso a esa versión. “El hombre sólo cambió de cuerpo, sigue por los ‘enrrededores’”. Se le dio por repetir que un plomero desfachatado era el cuerpo que había elegido el alemán para maquinar. “A ustedes los tiene comprados con palabras ‘anmables’, pero yo le escucho lo que piensa: los quiere matar a todos, y más de nada a la señora”. Mi abuela era brava con la plata.

Casualidad o no, un par de años más tarde el plomero masacró, “en ocasión de robo”, a una familia que vivía por Boulevard Oroño, a la vuelta de la casa de mi abuela. Primero a la mujer, luego al esposo, y finalmente a su única hija. Fue detenido casi de inmediato. Lo despacharon para el otro mundo durante una pelea de presos, en el penal de Zeballos y Suipacha.