Los hinchas de Boca gozan de un beneficio envidiado por el resto de los argentinos: tendrán una oportunidad más para salvar el año. El multiverso bostero convulsiona a la cultura futbolera con su propia dinámica, única en el planeta, logrando arrastrar la marca y marcar su agenda. Aunque, como le ocurre a todo fenómeno popular, también acumula detractores en masa. Un gran ordenador de sentido a través de los posicionamientos personales: estás a favor o estás en contra. Eso es Boca.

El club porteño intentará el sábado 4 de noviembre ganar su séptima Libertadores para igualar la marca que Independiente dejó en 1984, hace casi cuarenta años, cuando se convirtió en el Rey de Copas. Por entonces el Xeneixe tenía solo dos (1977 y 1978), incluso menos que las tres de Estudiantes. Todas fotos en blanco y negro. Hasta que, en la primera década del nuevo siglo, quedó a tiro con los títulos de 2000, 2001, 2003 y 2007.

► Destino final

Aquella saga alimentó otra mística copera, más millennial, ya no tan vieja escuela. Y viralizada, además, por la nueva era de producción, circulación y consumo de ese tipo de contenidos: partidos de fútbol en vivo y a color, algo menos frecuente que en las gloriosas Libertadores del Rojo, Racing, el Pincha, Argentinos, Vélez e incluso las dos primeras de River.

Aunque ningún otro equipo jugó tantas finales de Libertadores como Boca (doce con la inminente), será su primera bajo el sistema de partido único inaugurado en 2019 con el Flamengo-River en Lima, Perú. El escenario preestablecido como neutral será el Maracaná, aunque a la final termine llegando Fluminense, uno de los que lo usa habitualmente. Se supone que el aforo se dividirá en dos mitades exactas, aunque la rosca juega su partido y ya está trayendo cola.

El club de Río de Janeiro viene haciendo una apuesta fuerte por ganar su primera copa en la lucha de millones de dólares librada dentro de Brasil contra otros acaudalados, como su clásico carioca y último campeón, Flamengo, el Inter de Porto Alegre o el Palmeiras. Todos ya eliminados (el último, por el CABJ).

Para el Universo Boca, en cambio, se juega mucho más que un partido de noventa minutos, media hora de alargue y penales, si fuesen necesarios. Aquella final contra River en Madrid ya ni siquiera supone una carga que esté acomplejando la víspera de lo que será, en definitiva, la siguiente definición de Libertadores a la que Boca arribe desde aquella derrota de 2018.

En los estertores de Qatar 2022, en la resaca de los últimos acordes de Muchachos, Boca sobrepone su mística sobre un terreno desolador: el que ofrece cada fin de semana nuestro fútbol cotidiano con sus torneos de treinta o cuarenta equipos, descensos cancelados a mitad de competencia y hasta categorías prontamente eliminadas (como la D, que en 2024 se anexará a la C9). Y también, claro, el que se ve más allá del fulbito.

La tribuna, la memética o cierto sentido popular hacen presumir cierta idea de Boca o nada como forma de poner en tensión antagonismos. Y en una contemporaneidad donde nuestra cultura fútbol se acostumbró a narrarse a base de finales: tan solo en el último lustro jugaron Boca y River, luego River y Flamengo, pasó una pandemia, y al otro lado de la cortina apareció la Selección definiendo la Copa América, la Finalissima y un Mundial. Cinco finales en cinco años; incluso ocho si sumamos a Colón, Lanús y Defensa en la Sudamericana. Como sea, Boca suma una más metiéndose entre el granito de los brasileños en la Libertadores 2023.

Solo que, a diferencia de toda otra vez, acá sucede algo distinto. A falta de los goles de Palermo o la magia de Román, emergen los guantes de Chiquito para tallar épica. Y con una narrativa novedosa: querido por todos, Sergio Romero lleva su heroísmo a un nivel tan sideral y conmovedor que hasta hace sentir culpable al AntiBoca.

Foto: Cris Sille | Télam

► Campeón igual

Más allá de cómo termine el partido del 4 de noviembre en el Maracaná, Chiquito será el gran campeón de todo esto. Como una especie de spinoff en la gloria derramada por Qatar 2022. Un tipo que también se mereció haber levantado esa otra Copa en Brasil 2014. Finalmente, todos terminamos siendo Franco Mussis gritando "¡Vamos, Chiquito!" en cuero en Dinamarca.

En un estricto orden de prioridades, la redención de Romero logra imponerse incluso sobre el anodino nivel futbolístico de Boca, que transita el torneo local de manera irregular y se encomienda a las manos de su arquero en la empresa libertadora. Llega a la final continental con un récord extraño: es el primer equipo que lo logra sin haber ganado en el tiempo reglamentario de juego ninguno de sus últimos seis partidos.

De hecho, empató los seis. Es decir que tampoco perdió ninguno. Incluso, jamás estuvo debajo en el marcador. Por el contrario: llegó a superar en dos ocasiones al Nacional de Montevideo en cuartos, y una al Palmeiras en semis. Pero lo cierto es que, más allá de esos pasajes, no hubo mejor argumento a todo esto que Chiquito. Es la plusvalía que puso a Boca en la centralidad popular incluso por encima de su camiseta. Lo que le permite a Riquelme, hoy vice, y a dos meses de las elecciones en su club, fanfarronear con una certeza demoledora: "Somos la envidia de todos los demás equipos".

Romero lo logró con sus penales, por supuesto. Y también con su noche consagratoria en el Allianz Parque del Palmeiras, donde le dio sobrevida a un Boca agonizante hasta llevarlo a su propio terreno. ¿Cuántos próceres bosteros pueden jactarse de semejante medalla? Chiquito es cualquiera poniendo el cuerpo por algo que no te da nada. A su manera, Boca y su arquero también se regodean en la "épica del solitario contra todo", tan de moda en otros ámbitos que, a sus modos, también viven sus finales. Hay un dato claro: atajó 12 de los 23 penales que le patearon, algo así como "la mitad más uno".

Con todo esto, Romero abrió la puerta y se acomodó junto al Loco Gatti, Óscar Córdoba y el Pato Abbondanzieri en el Olimpo de arqueros coperos de Boca, actualizando una épica que parecía difuminarse en el pasado. Y lo hizo en San Pablo, la misma ciudad donde el 9 de julio de 2014 se había convertido en héroe de la Selección a pedido de Javier Mascherano, en las semis del Mundial de Brasil ante Holanda. El día que inventó esa ceremonia de recorrer dos veces la línea del arco mientras toca los palos. Una especie de haka que da inicio al ritual de Chiquito en los penales (acaso lo más deslumbrante que nos ofreció nuestro fútbol en el año). El mismo que ahora lo vuelve a llevar a una final en el Maracaná. Para sosiego de los hinchas de Boca y de quienes gusten compartir el sentimiento en este momento.


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