Como en Buenos muchachos, como en Casino, en Los asesinos de la luna cierta organización delictiva que parece funcionar como un aceitado mecanismo comienza a fallar y, a partir de esa instancia, todo se va al diablo. Es un tema recurrente en una porción de la filmografía de Martin Scorsese, como lo es también el tema de la traición, con Judas en La última tentación de Cristo como figura modélica. Pero en su última, extraordinaria película, el realizador neoyorquino, que está a punto de cumplir los 81 años, no conjura las alianzas de una familia de mafiosos italoamericanos o los conflictos de una pandilla de gánsteres de origen irlandés. Killers of the Flower Moon, inspirada en el libro de David Grann que, a su vez, escarba en hechos reales ocurridos en los años 20 en Osage County, Oklahoma, Marty recrea la organización de un reducido grupo de hombres blancos dispuestos a quedarse con las tierras y el dinero proveniente de la explotación petrolera que le pertenece legalmente a los habitantes originarios de la región. Es un relato extenso, de tres horas y media de duración, complejo en términos históricos y humanos, al mismo tiempo épico e íntimo, que descree del frenetismo presente en muchos de los films del director de El lobo de Wolf Street. A cambio, despliega sin apuros pero con firmeza varias líneas narrativas paralelas que se entrecruzan y chocan para, finalmente, convertirse en un único torrente enfurecido en los tramos finales.
Robert De Niro le da vida a William Hale, un patriarca que es todo sonrisas y confraternidad pero esconde varias hileras de afilados dientes criminales, ejemplar extremo del capitalismo a cualquier costo. Leonardo DiCaprio, el protagonista y quien aporta el principal punto de vista de la historia, es Ernest Burkhart, un hombre que acaba de regresar de la Gran Guerra y se afinca en las tierras regenteadas por su tío William. Un personaje crecientemente frágil y manipulable, un simple peón digitado por fuerzas a las cuales se somete sin fisuras. Lily Gladstone es Mollie Burkhart, una entre varias hermanas de una familia perteneciente al antiguo pueblo Osage, que se transforma en la esposa de Ernest y comienza a ver cómo su clan se extingue lenta pero inexorablemente. La última película de Scorsese llega a las salas de cine este jueves 19, indispensable paso por la pantalla grande antes del desembarco en la plataforma Apple TV+, principal compañía productora del proyecto.
En las notas de producción que acompañan la promoción de Los asesinos de la luna, Martin Scorsese afirma que le intrigó el nombre del libro de Grann, que es acompañado por el siguiente subtítulo: Los asesinatos de los Osage y el nacimiento del FBI. Cinéfilo consuetudinario y protector del acervo filmográfico universal, en esas líneas también declara su amor incondicional por el género cinematográfico estadounidense por excelencia. “Siempre quise hacer un western, pero nunca lo hice. Amaba muchos de los westerns que veía cuando era chico y aún los amo. Eso incluye los films de Roy Rogers, que eran hechos esencialmente para un público infantil, y los más complejos que surgieron en los años 40 y 50. Solían resonar más en mí aquellos westerns construidos alrededor de la mitología del Salvaje Oeste, los mitos culturales, que los psicológicos. Pero lo importante a la hora de conocer la historia del cine no es perpetuar o repetir, sino inspirarse y evolucionar”. Los asesinos de la luna no es un western, pero varios elementos de la historia y más de un componente iconográfico remiten a ese universo. La trama fue escrita junto al prestigioso guionista Eric Roth y, respecto de ese trabajo de reelaboración del texto de investigación de Grann, Scorsese recuerda que “queríamos bucear, explorar, y ver qué tipo de película podíamos hacer. Desde 2017 a 2020, mientras filmábamos El irlandés, analizamos cada aspecto de la historia desde el punto de vista del FBI, del agente Tom White, que fue quien resolvió el caso en la vida real”. Los primeros esbozos del guion tenían como protagonista precisamente al agente federal. Pero en el film, White, encarnado por ese gran actor secundario llamado Jesse Plemons, recién aparece en pantalla durante el último tercio. El riesgo en una primera instancia, dice Marty, era terminar con un típico relato de investigación, por lo que el centro de atención viró hacia la tribu Osage a través de la mirada de sus verdugos, una intromisión y aporte feliz de DiCaprio en el proceso creativo. Decisión saludable que le acerca al relato un componente dramáticamente feroz, que provoca en el espectador cierta ambivalencia a la hora de seguir en detalle la progresión de las fechorías y los crímenes desde su gestación.
Ernest Burkhart llega al bullicioso pueblo, instalado entre bombas de extracción de petróleo y en cuyas calles de tierra aún conviven los caballos con los automóviles. Ernest estuvo en la guerra pero, como le confiesa sin ponerse colorado a su tío William, su rol esencial estuvo entre las ollas y las sartenes. “Alguien tiene que darles de comer a los soldados”, le suelta el hombre mayor con algo de condescendencia. Su trabajo en el pueblo será el de chofer, al menos por el momento. Es lo único que puede ofrecerle dada su delicada situación estomacal, arruinada por alguna bacteria durante los meses en el frente. En el fondo es muy probable que el mandamás del lugar, un ganadero a quien le gusta ser llamado Rey, no crea que su sobrino puede arreglárselas bien ante faenas más complejas. Pero eso cambia rápidamente cuando Ernest conoce a Mollie, la heredera soltera de varios terrenos y mucho dinero perteneciente a los Osange. ¿Tal vez Ernest pueda casarse con ella y, de esa manera, ser el eventual titular de esos derechos? Así comienza la manipulación, la maniobra encubierta, y Ernest se deja conducir sin chistar, como un títere. Los primeros minutos de Los asesinos de la luna describen un microcosmos que parece haber superado la instancia del racismo, una sociedad en la cual los matrimonios mixtos son moneda corriente y los habitantes originarios, los “pieles rojas”, pueden disfrutar de las mieles del dinero, a imagen y semejanza de sus pares blancos. Scorsese construye incluso un falso documental al estilo del período mudo en el cual, con evidente ironía, los nuevos ricos disfrutan de las bondades materiales y tecnológicas de la civilización blanca.
Por otro lado, una secuencia de montaje veloz grafica la interminable seguidilla de muertes de aborígenes (indios en la terminología de la época, sin el filtro de la corrección política) que vienen teniendo lugar desde hace tiempo: quien no fallece joven por alguna enfermedad no diagnosticada, la “muerte por agotamiento”, aparece asesinado o “suicidado” de un tiro en la cabeza. Las muertes son, sin duda alguna, sospechosas, pero nadie hace nada por dilucidar su origen. El tiempo pasa y todo se olvida, hasta el siguiente deceso. La bella e inteligente Mollie sí sufre de una condición que los médicos no dudan en poner en palabras: diabetes. Pero gracias a los esfuerzos de William, el Rey, todas las semanas un tren acerca las cualidades milagrosas de un nuevo remedio, la insulina, que los médicos aplican rigurosamente y sin intermediarios en el cuerpo de la joven. A pesar de eso, su estado general parece empeorar día tras día. A esa altura sus hermanas, como tantos otros familiares cercanos y lejanos, han fallecido por circunstancias diversas, algunas de ellas muy violentas.
“La clave de todo fueron Ernest y Mollie”. Las palabras de Scorsese a la hora de definir el punto de anclaje de la historia son claras y concisas. “Todo está basado en la confianza y el amor, y en ver cómo eso se ve comprometido y traicionado. ¿Y cuál es el factor que lo motiva? Siempre querer más: más tierra, más dinero. Es un tema que me atrae por las razones que fueren. Puede que tenga que ver con las raíces de mi cultura, de donde provengo”. Al fin y al cabo, la de Los asesinos de la luna, cuyo título tiene parte de su origen en las inflexibles reglas de los ciclos naturales, no es otra cosa que una historia de codicia irrefrenable. Una epopeya sobre la construcción del poder y la acumulación de capital a través del crimen más o menos organizado. Scorsese se apoya en un notable diseño de producción –la reconstrucción de época recuerda a la de Pandillas de Nueva York– y en las fértiles actuaciones de De Niro y DiCaprio, que al menos hasta el último tercio de película, cuando las papas queman y todos comienzan a soltarlas antes de lastimarse, están sostenidas en un histrionismo controlado. Pero más allá de la gesta criminal, del esfuerzo del recientemente creado FBI para descubrir lo que resulta más que evidente (el problema es que nadie había puesto los ojos allí previamente), como afirma Scorsese es en la compleja y problemática relación entre Ernest y Mollie donde la película adquiere tonalidades angustiantes y trágicas. Es en el frasquito de insulina adulterada que Ernest manipula donde late la primera gran traición, como si fuera una inversión del vaso de leche iluminado en La sospecha de Hitchcock. El personaje de DiCaprio es débil pero ambicioso (“lo que más me gusta es el dinero y las mujeres”, dice en cierto momento), y es por todo eso y algunas cosas más que es capaz de hacer lo que hace, de mentir descaradamente (¿incluso a sí mismo?) sin por ello dejar de amar a su esposa. Finalmente, es el rostro beatífico y sagaz, pero no por ello menos ingenuo, de Mollie donde Scorsese encuentra el ancla moral del relato. Esos rasgos que, hasta último momento, cuando ya es demasiado tarde para muchas cosas, nunca se alteran y continúan observando a su marido con afecto.
Los asesinos de la luna es también un microrrelato simbólico, un pequeño fragmento de un gran fresco imaginario destinado a describir la totalidad de la matanza indiscriminada de los habitantes originarios del continente americano. Ya no se puede conquistar como medio siglo antes – a la vista de todo el mundo, con las manos llenas de sangre y la conciencia limpia–, pero en el siglo XX aún es posible tomar por la fuerza aquello que se desea. Es lo que entiende finalmente Ernest cuando se halla frente al juez y al jurado. Y así, el tonto codicioso se enfrenta a sus pecados luego de reconocerlos (antes de eso, las dudas, las idas y venidas judiciales, se acercan al terreno de la comedia de situaciones). En el epílogo, el propio Martin Scorsese aparece en pantalla como un relator radial de los años 50, comentando al aire el destino real de los personajes. Una variación de las clásicas placas de cierre de los relatos cinematográficos “basados en hechos reales” y un valor agregado de su plena confianza en el poder del cuento que acaba de contar.