Hay un lugar de desprotección que se instala en el lenguaje. La interlengua podría ser un ensayo aunque en su apariencia sea la de una novela. Mónica Zwaig encontró un modo de pensar la condición de extranjera, o más precisamente de aferrarse a ese estado para mirar el mundo siempre en una situación de extrañamiento. 

Su libro es un tratado de sociología solapada. Amanda es, al igual que la autora, una joven abogada francesa de padres argentinos exiliados. Este dato en Francia significa que nunca se está plenamente en condiciones de pertenecer a ese país. Su llegada a Buenos Aires tiene que ver con esa condición de ajenidad como si el hecho de ser hija de inmigrantes la llevara siempre a la periferia. 

Amanda ocupa el lugar de la protagonista porque es su voz la que guía el relato pero, en realidad, cuenta las situaciones como si fuera un ser que su ubica a un costado, que siempre se siente expulsada de los hechos, aun cuando es reclamada para cumplir una función, para traducir unas cartas eróticas un tanto brutales o para procurarse una pequeña aventura.

Amanda se sentía más argentina que francesa pero a los pocos años de estar en Buenos Aires, cuando todavía no dominaba plenamente el idioma o, al menos, no dejaba de sentirse descolocada frente a algunas expresiones, decide estudiar italiano, es decir, complicar aún más su relación con el lenguaje incorporando otra lengua que no deja de ser muy parecida al español y al francés.

La interlengua sucede y se estructura en torno a esas clases de italiano donde ocurren una serie de anomalías. Los profesores se pelean apasionadamente, Amanda se pone a llorar ante una pregunta inocente dentro de la conversación para ejercitar el idioma y su relación con Mario, su amor argentino, parece cada vez más frágil en el marco del entusiasmo por el mundial de fútbol de Qatar. 

Su condición de francesa la convierte en una exiliada social, abandonada en su propia casa por un novio que no hace otra cosa que ver los partidos con sus amigos de la infancia. Amanda deambula por una ciudad (con un breve episodio en el conurbano) que se asemeja demasiado a esa zona despoblada de afectos de sus primeros días en la Argentina. Pero más allá de la anécdota, La interlengua parece ser una novela donde la protagonista se fuerza a transitar por esas instancias que la llevan a profundizar su condición de extranjera. Aceptar desprenderse del idioma y adoptar una lengua nueva en la adultez, con todas las torpezas que eso implica, puede llevar a los sujetos a inventarse de nuevo. Las nacionalidades y lenguas que se cruzan en la vida de Amanda tienen ese destello introspectivo aunque la vida de la joven se desarrolle como la de cualquier otra persona que trabaja, tiene una pareja, amigos y realiza un curso de idiomas. El tono, la voz de esa primera persona que no deja de habitar la soledad, se sostiene en una ingenuidad desafiante. Amanda cuenta lo que sucede como si no lo entendiera y desde ese desconcierto que no es tal pero que en ella persiste y se convierte en un estilo, surge un humor que permite un cuestionamiento sutil de cada una de las acciones.

Su mirada de narradora tampoco quiere comprender ni desentrañar lo que pasa, no se preocupa por revelar o darle un desenlace a esas tramas de las personas con las que comparte su vida. La narradora de La interlengua no sabe, está despojada de toda certeza, se acerca a los hechos un poco perdida y otro poco ensayando una manera de armar y organizar la situaciones en relación a un deseo que se queda en el terreno de las palabras. Las acciones en La interlengua siempre quedan inacabadas, su manera de narrar se parece a la vida donde los hechos se presentan como fragmentos que, tal vez, se completen a lo largo de los meses o los años pero que no tienen que estar contenidos ni involucrados en el desarrollo de la ficción. Lo que importa es esa manera de pensar y de organizar los días, esa soledad que le recuerda su estado de extranjera como un rasgo que define su lugar de escritora.