El aturdidor y elocuente silencio del Estado de opinión que han configurado los medios del régimen frente a la fosa común sobre la cual se erige la democracia en Colombia, hoy vive uno de sus capítulos más develadores, ante la candela que quema el rabo de los genocidas de la patria y luchadores de la democracia patrimonial.

El orden político en Colombia es una democracia crematoria, que entre suplicios y hogueras asesina, desmiembra, desaparece y quema al opositor, a la otredad, a la diferencia política o simplemente a aquellos que cargan con la condena “natural” del régimen de poseer o habitar territorios de expansión para el capital.

Semanas atrás la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), develó el resultado de excavaciones realizadas en un antiguo trapiche situado en zona de frontera con Venezuela, donde se encontraron “hornos crematorios” usados por los paramilitares como arma de guerra para incinerar y desaparecer el rastro de sus víctimas, y así, por orden de los cuarteles militares, bajar las cifras de homicidios, índices de criminalidad y reducir la presencia de cuerpos y osamentas en calles y campos a merced de la carroña, o en el mejor de los casos atiborrados en anfiteatros.

En fallo proferido en agosto de 2020 por la magistrada Alexandra Valencia Molina, de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Bogotá, donde el excomandante paramilitar Mancuso aseguró que utilizaban hornos crematorios para evitar presiones de “estamentos del poder”, ya que las campañas de la muerte alrededor de Colombia aumentaban las estadísticas de personas desaparecidas y muertas, lo cual podría llamar la atención de la comunidad internacional.

Los hornos crematorios fueron usados por paramilitares en zonas de conflicto. Se tiene evidencia forense y testimonial de la existencia de estas hogueras de la muerte en Norte de Santander, Antioquia, Bogotá entre otras zonas donde el ejercito paramilitar replico una estrategia de guerra para “industrializar la muerte”, en casas de pique, fosas, ríos y en hornos crematorios como técnicas eficaces de acabar con el “enemigo”. Tal era la obsesión por borrar la barbarie, que incluso se implementó la práctica de desenterrar restos y osamentas de fosas comunes, para llevarlos a hornos y luego abandonarlos en una piscina de ácido sulfúrico para desaparecer cualquier rastro.

Colombia en sí misma es un horno crematorio. Ya no sólo sobrepasamos el numero de muertes de las dictaduras del cono sur, sino que en plena democracia, con la apariencia funcional del Estado de derecho, en algunas zonas del país entre los años 1999 y 2004 funcionaron hornos crematorios donde hicieron cenizas y desaparecieron los miles de muertos que iba acumulando el ejército paramilitar en sus rondas de la muerte y expropiación violenta de tierras.

Plausible el trabajo que viene haciendo la Jurisdicción Especial para la Paz -JEP- en los macrocasos que investigan el paramilitarismo, pues aún queda mucho por conocer ¿Quiénes financiaron? ¿Quiénes componían la junta nacional paramilitar? ¿Quiénes son los testaferros que tienen los bienes? ¿Quiénes ejecutaron la operación jurídico – notarial para legalizar los bienes usurpados al campesinado? ¿Qué compañías, familias y capitales multiplicaron sus bienes con las operaciones paramilitares?

¿Qué estarán haciendo los militares y estrategas que entrenaron y conformaron al ejercito paramilitar en Colombia? ¿No les genera un poco de zozobra? Sí, en alguna parte murmuraba Theodor Adorno, que “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie.” será posible que se reconcilie una sociedad que desconoce a su verdugo y todo aquello que sucedió.

*Doctor en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia.

Publicado originalmente en www.diaspora.com.co