João Guimarães Rosa, en Gran sertón. Veredas, un libro que no me canso de releer, subrayar, recomendar, dice “vivir es peligroso”, pero también “narrar es peligroso”. Vivir y narrar como pliegues de lo mismo, de un arrojo a la experiencia. “Narrar es la posibilidad de poner la historia en perspectiva, de construir sentidos a partir de las experiencias, de elaborarlas y politizarlas”, escribe Alejandra Rodríguez, en el cierre de un libro que compila narraciones y que se pregunta, especialmente, por la justicia. El libro es En poblado y en banda. Revancha a la justicia, editado por Tinta revuelta, el colectivo editorial de Yo no fui.
Esa revancha, que se enuncia en el subtítulo, es un modo de la justicia, de la posibilidad de hacer justicia, de arrebatar los hechos de su condena, de construir una subjetividad a distancia del mandato judicial. Por eso, el colectivo de escritorxs se apropia de ese título, que es una previsión del Código penal para nombrar ciertos delitos cometidos en grupo, y lo toma para nombrar el enmarañamiento de las existencias, la conjunción de esfuerzos, las alianzas, los segundeos. Estar en banda ya no como alusión al abandono (“lo que sí me hacía mal era saber que estaba sola”, escribe Gabriela Rodríguez), sino como conjunción con otrxs. Ser parte de una banda. Estar para otrxs, a disposición. O más bien, estar entre otres, tejidas las fragilidades como fuerza común.
El libro va de un puñado de relatos sobre “Politizar el cuerpo” al pensar “Desorientar la norma”, para cerrar en “Construir la lengua”. Cuerpo, norma y lengua. Materialidades, todas ellas. Inscripciones de la violencia, pero también fuerzas disruptivas. El cuerpo se politiza para que no sea considerado superficie pasiva: no alcanza con la enunciación del ser víctimas, hay que rasgar en la experiencia otra fuerza. Se politiza y al hacerlo, se hace estallar la normalidad, el mandato de lo que se debe hacer.
Liliana Cabrera encara una reflexión fundamental sobre el trato a las mujeres sentenciadas por infanticidio. Liliana escribe para pensar la crueldad, a distancia de cualquier enunciado moral, señalando la máquina y el modo en que aun las presas son engranajes de esa máquina de castigo: “son las verdugas que comen santos y cagan demonios, que sin pensarlo entran en acción para diseminar en horizontal la crueldad que la gorra viene bajando en vertical”. Diseminar o interrumpir la crueldad: vaivén, conflictos, intersticios entre una y otra acción. Eva Reinoso cuenta la interrupción de la crueldad y su sustitución por la amistad, con otra, una recién llegada, con la que debía pelear. Eva, en una escritura plena de imágenes, dice “la confianza, que era tan insólita como una sequía en medio del océano, entró un día sin preguntar al pabellón 23 de jóvenes adultas del Complejo Penitenciario Federal”. Entró la confianza al penal, un gesto, una fantasía común, una risa compartida, un mundo a cuadritos, “mojarritas en el agua entre medio de pirañas”. Interrumpir, de eso se trata. Decir no.
Construir una lengua es desaprender otras, sacudir también la normalización del decir, armar una hospitalidad para la palabra que no puede ser dicha. Ari Lutzker escribe “en YoNoFui aprendí a armar colectivamente espacios para hablar de los daños que provocamos y que nos han provocado, del goce o del espanto de haberlos provocado.” Desaprender, entonces, el lugar común de un yo individual que siempre es padeciente o culpable, para inaugurar ese otro -e inverso- lugar común, donde la comunidad es posible porque se sabe rota, estallada, conflictiva. Una comunidad hecha de migraciones -como cierta incesancia del migrar que narra Alaska-, de desobediencias, de aprendizajes a los golpes -“aprendí a defenderme sola y con mi rancho”, escribe Jimena Delgado-. Una comunidad de personas que han fugado. De tantas cosas. De los muchos modos de ser condenadas. De las rutinas de condenar.
María Medrano cuenta su descubrimiento de la cárcel y ciertas decisiones que están en el origen del colectivo que hace este libro. Narra la conmoción por una presa rusa, solitaria, a quien conoce mientras toma una declaración indagatoria. La conmueve esa soledad, que es también aislamiento idiomático, y comienza a visitarla. Deja de trabajar en Tribunales. Y construye una lengua, con otrxs: “entonces dejé de escribir poesía para narrarme en colectivo, para tejerme en palabras con otres. Hicimos del segundeo un colectivo y del colectivo un modo de estar en el mundo.” Síntesis cual diamante, facetada y luminosa. Construir una lengua es conformar un colectivo y, a la vez, una distancia con el idioma de la normalización y la (malnombrada) justicia.
El libro es una discusión sobre qué es justicia y la inadecuada identificación de ese término con el funcionamiento del Poder Judicial y con la punición. Trata de separar reparación de castigo, tarea difícil en una sociedad en la que priman la ensoñación de que el sufrimiento de quien es considerado responsable, atenúa o compensa el daño realizado. Escribir contra la punición, para poder pensar la reparación; mostrar el daño no para reclamar otros compensatorios, sino para insistir en el esfuerzo de vivir juntxs.
Narrar es peligroso, por eso en este libro se trata de construir una lengua para hacerlo. Crear una lengua en la que eso pueda ser dicho, una lengua en la que se pueda pensar lo que resiste a ser pensado, una lengua en la que se suspenda la tautología y en la cual los enunciados no sean consignas a respetar y reproducir, una lengua que no sea sólo el goce individual sino un resonar colectivo, crear una lengua de comunicación y de silencio, capaz de encontrar en los sueños atesorados, la fuerza redentora del presente. Un libro escrito desde las vidas dañadas, en una época en la que las apologías del daño abundan, una época asolada por los gritos de quienes piden más muerte, más cárcel, más castigos. El libro antecede el congreso abolicionista carcelario que YoNoFui prepara para noviembre, para tejer allí otras imágenes de justicia, de política y de comunidad. Como nunca, entonces, se trata de insistir. Aunque sea peligroso. Tanto como vivir.