Un contrato (del latín contractus) es un acuerdo entre personas que regula las relaciones a una determinada finalidad, generando derechos y obligaciones.
Engels, en su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), desarrolló ampliamente la temática del contrato matrimonial. Afirmó allí que la familia patriarcal, la esclavitud femenina y el control de las mujeres se basaron en la aparición de la propiedad privada y el excedente económico.
Los hombres, propietarios de las mujeres, firmaban con ellas el contrato matrimonial por el cual las esposas se sometían al encierro doméstico, la maternidad y la monogamia, nacida esta por el deseo del hombre de transmitir la herencia patrilineal a los hijos. El contrato matrimonial reprodujo las relaciones de explotación entre el hombre burgués y la mujer proletaria, y esa, planteó Engels, fue la gran derrota histórica del sexo femenino. Como una de sus conclusiones, Engels afirmó que el amor sólo puede existir entre los pobres porque no poseen riqueza.
De manera homóloga, años después y desde otro marco teórico, Lacan sostuvo que el amor es dar lo que no se tiene, es decir, se trata de una categoría que no entra en el intercambio mercantilista y nada tiene que ver con un acuerdo o contrato.
El feminismo vino a interrumpir el orden patriarcal, intentando subvertir el lugar de sometimiento y explotación asignado a las mujeres en la cultura machista. La incesante lucha feminista permitió que ellas salgan del encierro doméstico, se integren a la vida laboral y política, abandonando la obligación de ser madres o cuidadoras --sabemos que aún falta mucho en el sentido de los derechos y en la deconstrucción hegemónica patriarcal.
La lucha feminista nos trajo a este tiempo en el que estallaron estereotipos e imperativos y se está tratando de evitar abusos o desbalances para la mujer; podríamos afirmar que habitamos una época más libre en el sentido sexual.
Por ejemplo, ya no se contrata el amor bajo el modo del matrimonio en los términos patriarcales, pero, como narrativa actual, se protocolizan las relaciones supuestamente libres. Muchxs establecen un contrato o pacto con la pretensión de erradicar el conflicto y que emerja una sexualidad políticamente correcta sin violencia ni dominación. En algunos casos se llegan a firmar condiciones y limitaciones de las relaciones carnales, como el uso del preservativo, el lenguaje obsceno, el derecho de interrumpir el acto en cualquier momento, la obligación de informar sobre la salud, etc. Se pacta el rechazo del romanticismo, la monogamia, acordando una relación abierta, poliamor o amor libre. ¿Libre de qué?
La ilusión del contrato supone un yo que se cree amo de sus decisiones --muy propio de esta época--, capaz de dominar al deseo y la pulsión por el acuerdo entre voluntades. Recordemos que el yo es una instancia psíquica avasallada y condicionada por las pulsiones, la realidad y el superyó, lo que significa que carece de libertad. Por lo tanto, la libertad y la sexualidad contratadas se niegan a sí mismas y, más que libertad sexual, es una burocracia.
Ningún contrato recubre el secreto de la sexualidad ni logra pactar el goce, por lo que en realidad dicho pacto deviene en un código de comportamientos negociados, una nueva moral y otra forma más de administrar y reglamentar la sexualidad o el amor.
Los contratos sexuales son tecnologías relacionales aparentemente modernas, pero no tienen que ver con el amor o la sexualidad. El deseo es imprevisible, indeterminado; no consiste en un tecnicismo frío calculable o en un pragmatismo acordado. El contrato implica un rechazo del inconsciente y dejar afuera el cuerpo.
En este mismo sentido, contratar o protocolizar el lazo analítico que incluye el amor y la sexualidad es más bien una burocracia, una intromisión educativa o administrativa que atenta contra el discurso analítico.
Lo inconsciente es el tropiezo de cualquier cálculo o programa, la sexualidad no es educable ni gobernable, en consecuencia, todo contrato en este campo está condenado al fracaso, resultando mortificante del cuerpo singular.
El encuentro siempre fallido con el Otro requiere de la invención singular, por lo que el cuerpo hablante debe encontrar su modo de arreglarse con la cultura. Solo la propia apuesta singular, que no puede ser acogida de común acuerdo, puede indicarnos las coordenadas para hacer algo que nos implique con aquello que nos acontece.