Charles King, autor de Escuela de rebeldes (Foto: Mary Fecteau)

El último día de agosto de 1925, un barco de vapor de tres puen­tes llamado Sonoma, que se hallaba a medio camino en su trayecto habitual entre San Francisco y Sídney, llegó a un puerto formado por un volcán extinto. La isla de Tutuila había sido arrasada por la sequía, pero en las laderas de las colinas seguía creciendo una exu­berante maraña de aguacates y jengibre en flor. Unos negros pe­ñascos se cernían sobre la playa de arena blanca. Tras una línea de esbeltas palmeras se veía un grupo de casas sin paredes con techos de paja, en el estilo arquitectónico característico de las islas del Pacífico conocidas como la Samoa Americana.

A bordo del Sonoma viajaba una joven de veintitrés años pro­cedente de Pensilvania, delgada pero musculosa, que no sabía na­dar, propensa a padecer conjuntivitis, con un tobillo roto y una dolencia crónica que a veces le impedía utilizar el brazo derecho. Dejaba atrás a un marido en Nueva York y a un novio en Chicago, y se había pasado todo el viaje transcontinental en tren en brazos de una mujer. En su viejo baúl llevaba unos cuadernos como los que empleaban los reporteros, una máquina de escribir, vestidos de noche y una fotografía de un hombre mayor y despeinado al que ella llamaba “papá Franz”, y que tenía el rostro marcado por unos cortes de sable y macilento a causa de los daños que una chapuce­ra operación quirúrgica había producido en los nervios de la zona. Él era el motivo por el cual Margaret Mead había emprendido su viaje.

Mead había escrito hacía poco su tesis doctoral bajo su direc­ción. Era una de las primeras alumnas mujeres que habían termi­nado los exigentes cursos que se impartían en el Departamento de Antropología de la Universidad de Columbia. Hasta entonces, sus análisis se habían basado más en materiales que encontraba en la biblioteca que en la vida real. Pero papá Franz –como era cono­cido el profesor Franz Boas entre sus estudiantes– la había ins­tado a hacer trabajo de campo, a encontrar algún lugar en el que pudiera dejar huella como antropóloga. Con la planificación ade­cuada y algo de suerte, sus investigaciones podrían convertirse en “el primer intento serio de comprender la actitud mental de un grupo en una sociedad primitiva”, le escribiría él unos meses más tarde. “Creo que su éxito supondrá el comienzo de una nueva era en lo que respecta a la investigación metodológica de las tribus nativas”.

Ahora, mirando por encima de la barandilla del barco, se le cayó el alma a los pies.

El puerto estaba lleno de cruceros grisáceos, destructores y bu­ques auxiliares. El petróleo pintaba un arco iris en la superficie del agua. La Samoa Americana y su puerto de Tutuila –Pago Pago– se hallaban bajo el control de Estados Unidos desde la década de 1890. Solo tres años antes de la llegada de Mead, la Marina había desplazado la mayoría de sus navíos del Atlántico al Pacífi­co, una reorientación estratégica que daba cuenta de los crecientes intereses norteamericanos en Asia. Las islas pronto se convirtieron en una estación de carbón y un taller de reparaciones para la reor­ganizada flota, que, casualmente, llegaba a Pago Pago justo el mis­mo día que Mead. Era el mayor despliegue naval que había tenido lugar desde que Theodore Roosevelt había enviado la Gran Flota Blanca a dar la vuelta al mundo como muestra del poderío naval estadounidense.

Los aviones tronaban en el cielo. Debajo, una docena de Fords echaban chispas en una estrecha calle de cemento. En el malae, la plaza pública situada en el centro de Pago Pago, los samoanos habían montado un improvisado mercadillo de cuencos de made­ra, collares de cuentas, cestos, faldas de hierba y canoas de juguete. Las familias se diseminaban por el parque, disfrutando de un al­muerzo temprano. “Siempre hay una banda de un barco tocando ragtime”, se quejó Mead. Así no había manera de estudiar a las tribus primitivas. Prometió marcharse lo más lejos posible de Pago Pago.

El tema de su investigación era una propuesta de papá Franz. ¿Era la transición de la infancia a la adultez, en la que cualquier joven se rebelaba contra sus aburridos padres, producto de un cambio puramente biológico, el comienzo de la pubertad? ¿O la ado­lescencia existía simplemente porque una sociedad particular había decidido considerarla así? Para descubrirlo, Mead se pasó los me­ses siguientes cruzando montañas a pie, recorriendo aldeas re­motas, recogiendo historias de los niños y adolescentes locales e interrogando a los adultos sobre sus experiencias más íntimas rela­cionadas con el amor y el sexo.

No tardó demasiado tiempo en llegar a la conclusión de que en Samoa había pocos adolescentes rebeldes. Y eso se debía en gran medida a que había pocas cosas contra las que rebelarse. Las nor­mas en relación con el sexo no eran nada rígidas. La virginidad se celebraba en un nivel teórico, pero en la práctica no tenía dema­siado valor. La fidelidad en las relaciones de pareja era algo desco­nocido. La forma de relacionarse de los samoanos, informó Mead, no era primitiva y retrógrada, sino más bien intensamente moderna. Los samoanos ya se sentían cómodos con muchos de los valores de la generación de la antropóloga: la juventud estadounidense de los años veinte que iba a fiestas y se enrollaba, que bebía ginebra de contrabando y bailaba el charlestón. El objetivo de Mead se convirtió en averiguar cómo hacían los samoanos para evitar los portazos, la delincuencia juvenil y el miedo al hundimiento de la civilización que obsesionaba a los medios de comunicación en su país. ¿Cómo podía haber adolescentes que carecieran de la típica angustia norteamericana?

¿O no era así? “Y, ay, no sabes lo harta que estoy de hablar de sexo, sexo, sexo”, le escribió a su mejor amiga, Ruth Benedict, cuando llevaba unos meses en Samoa. Había llenado cuadernos enteros, había escrito abundantes fichas y había mecanografiado toneladas de informes de campo, que después enviaba en una canoa que atravesaba las olas rompientes e iba hasta más allá del arrecife, donde estaba el barco del correo. Mead se quedaba contemplando con un nudo en el estómago, temerosa de que aquella frágil em­barcación volcara y se destruyera la única razón que tenía para estar al otro lado del mundo o, ya puestos, el único indicio que tenía de algo que vagamente podría llamarse “una carrera”. “Tengo un montón de datos bonitos y reveladores”, escribió, con un sar­casmo que flotaba en la página, pero en realidad dudaba de que toda esa información supusiera algo significativo. “Me siento una absoluta desequilibrada cuando me doy cuenta de a qué dedico el tiempo y las cosas que pienso. Cuando vuelva a casa, voy a trabajar de taquillera en el metro”.

Ella no podía saberlo en ese momento, pero allí, entre los ban­quetes de bienvenida y la pesca en los arrecifes, en las tardes húme­das y frente a los vientos huracanados de una tormenta tropical, Mead estaba en el centro de una revolución. Había comenzado con un conjunto de preguntas complejas e irritantes surgidas en el seno de la filosofía, la religión y las ciencias sociales: ¿Cuáles son las di­visiones naturales de la sociedad humana? ¿Es universal la moralidad? ¿Cómo deberíamos tratar a la gente cuyas creencias y costumbres son distintas de las nuestras? Terminaría con una reconsideración radical de lo que implica ser animales sociales y con la renuncia a la cómoda confianza en la superioridad de nuestra civilización. Lo que estaba en juego eran las consecuencias de un descubrimiento asom­broso: que nuestros antepasados remotos, en algún momento de su evolución, inventaron una cosa que llamamos “cultura”.

CIENCIA Y CIENTÍFICOS

Este libro trata de mujeres y hombres que se hallaron en la prime­ra línea de la batalla moral más importante de nuestro tiempo: la lucha por demostrar que, pese a las diferencias de color de piel, de género, de capacidades o de costumbres, la humanidad es una úni­ca cosa indivisible. Cuenta la historia de unos globalistas en una época de nacionalismo y división social, y los orígenes de un en­foque que en la actualidad consideramos moderno y abierto de miras. Es una prehistoria de los trascendentales cambios que han tenido lugar en la sociedad durante los últimos cien años, desde el sufragio femenino y el movimiento por los derechos civiles hasta la revolución sexual y el matrimonio homosexual, así como de las fuerzas que empujan en la dirección contraria, hacia el chovinismo y la intolerancia.

Pero este no es libro sobre política, ética o teología. No es una lección de tolerancia. Es una historia centrada en la ciencia y los científicos.

Hace poco más de un siglo, cualquier persona instruida sabía que el mundo funcionaba de un modo bastante evidente. Los seres humanos eran individuos, pero cada uno era también representa­tivo de una tipología específica, que a su vez era un resumen de un conjunto de características raciales, nacionales y sexuales. Cada tipo estaba predestinado a ser más o menos inteligente, vago, obedien­te o beligerante. Era una época de grandes mejoras, una época que había dejado de justificar la esclavitud, que había comenzado a deshacerse de las restricciones de clase y que, con el tiempo, acabaría con los imperios. Pero a quienes evocaban los defectos de la humanidad –individuos calificados como ciegos, sordos y mudos, lisiados, idiotas, imbéciles, locos y mongoloides– era mejor confinarlos detrás de un muro para que vivieran allí una vida tranquila. Según la concepción habitual de la sociedad humana, las dife­rencias de creencias y costumbres tenían que ver con el nivel de desarrollo y con la desviación de lo normal. Había una línea más o menos recta que iba desde las sociedades primitivas hasta las avanzadas.

La idea de que existía una jerarquía natural de los tipos huma­nos lo empapaba todo: los currículos escolares y universitarios, las sentencias judiciales y las estrategias de vigilancia policial, las po­líticas sanitarias y la cultura popular, el trabajo de la Oficina de Asuntos Indígenas y los administradores coloniales estadouniden­ses en las Filipinas, al igual que el de sus homólogos británicos, franceses, alemanes y procedentes de muchos otros imperios, países y territorios. Los pobres eran pobres a causa de su propia incom­petencia. La naturaleza prefería al robusto colonizador antes que al ignorante nativo. Las diferencias relativas al aspecto físico, las costumbres y el idioma eran reflejos de una alteridad innata y mucho más profunda. También los progresistas aceptaban estas ideas, añadiendo solo que era posible, si se contaba con suficientes misioneros, profesores y médicos, erradicar ciertas prácticas primi­tivas y antinaturales y reemplazarlas por otras más ilustradas.

Con respecto a todas estas cosas, sin embargo, comenzamos a cambiar de idea en ese momento.

Conceptos como los de raza, identidad étnica, nacionalidad, género, sexualidad y discapacidad siguen siendo algunas de las categorías más básicas que empleamos para comprender el mundo social. Preguntamos sobre algunos de ellos en las solicitudes de empleo. Cuantificamos otros por medio de los cuestionarios del censo. Hablamos sobre todos ellos –de un modo incesante, en Estados Unidos en el siglo XXI– en las carreras de humanidades y en las redes sociales. Pero lo que estos conceptos designan no es lo mismo que designaban en el pasado.

En el censo del año 2000, los estadounidenses por primera vez pudieron dar respuestas múltiples a preguntas relacionadas con su identidad racial o étnica. La Solicitud Común, el formulario empleado por los estudiantes para solicitar su ingreso a más de seis­ cientas universidades norteamericanas, exigía que el sexo de los aspirantes coincidiera con la descripción legal que figuraba en su partida de nacimiento, pero ahora permite explicar cómo se siente cada cual o cómo representa ese dato. En 2015, los jueces del Tri­bunal Supremo de Estados Unidos dictaminaron por mayoría que la protección federal de la institución del matrimonio no requería que una pareja consistiera en dos personas con cromosomas mascu­linos y femeninos. En las escuelas, los edificios públicos, las uni­versidades y los entornos laborales, algunas cosas que hasta hace no mucho se consideraban defectos –desde la sordera hasta el uso de una silla de ruedas o tener un estilo particular de aprender– se tratan ahora como diferencias que deberían admitirse, ante todo para asegurarnos de que no haya ninguna idea, capacidad o talento que pase inadvertido por culpa de una mera onda sonora o de una escalera.

Por lo general, relatamos estos cambios considerándolos una expansión o una contracción de nuestro universo moral. En Estados Unidos, la izquierda tiende a trazar una línea larga y necesaria que parte del desmantelamiento del autoritarismo racial en la épo­ca de las llamadas “leyes Jim Crow” (segregacionistas), pasa por los disturbios de Stonewall y por la Ley para Estadounidenses con Discapacidades y llega hasta la primera gran candidata mujer a la presidencia del país. Se trata de un relato de progreso, en el que se da cuenta de la ampliación de los derechos que aparecían recogidos en los documentos fundacionales de la nación. Según la derecha, algunos de estos cambios constriñen la capacidad de las comuni­dades para decidir sobre sus propias costumbres sociales. Una nue­va forma de intolerancia sancionada por el Estado, protegida en espacios seguros y vigilada por una policía del lenguaje que opera en todas partes, desde las escuelas públicas hasta los entornos la­borales, insiste en que todos deberíamos estar de acuerdo con res­pecto a lo que constituyen el matrimonio, una buena broma o una sociedad próspera. Este otro relato habla de extralimitaciones y conductas poco razonables, de un Estado arrogante que invade el espacio del discurso, el pensamiento y los valores individuales. En otros países se está produciendo un combate similar: entre la ce­lebración de ciertas diferencias y la preservación de los valores tradicionales y venerables de las generaciones pasadas.

Sin embargo, hubo un cambio mucho más importante que se produjo antes de que surgieran estos debates. Fue resultado de una serie de descubrimientos hechos por una reducida pandilla de in­vestigadores contestatarios a los que Franz Boas llamaba modes­tamente “nuestro pequeño grupo”. El análisis real, basado en pruebas empíricas, creían, acabaría con uno de los principios más profundamente arraigados en la modernidad: que la ciencia puede decirnos qué individuos y grupos son, por naturaleza, más inteli­gentes, capaces, honrados y adecuados para gobernar. Su respuesta fue que la ciencia señalaba en la dirección exactamente opuesta, hacia una teoría de la humanidad que abarca las muy diversas ma­ neras de vivir que hemos ideado los seres humanos. Las categorías sociales en las que solemos dividirnos, incluyendo etiquetas como las de la raza y el género, son esencialmente artificiales; son pro­ducto del artificio humano, y solo existen en los marcos concep­tuales y los hábitos inconscientes de una sociedad dada. Somos animales culturales, sostenían, y estamos limitados por reglas crea­das por nosotros mismos, aunque estas reglas sean con frecuencia invisibles o se den por sentadas en las sociedades que las elaboran.

Si merece la pena conocer la historia del círculo de Boas no es porque sus miembros fueran los únicos que alguna vez cuestiona­ron antiguos malentendidos. La unidad de la especie humana es una idea que aparece en las religiones, los sistemas de valores, el arte y la literatura de todo el mundo. Pero si Boas y sus alumnos fueron especialmente hábiles para captar la distancia que existe entre lo que es real y lo que decimos que es real, es porque estaban viviendo y metidos en un caso práctico. Los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX proclamaban que su origen era una serie de va­lores ilustrados, pero había perfeccionado un enorme sistema de privación de derechos por motivos raciales. Sus habitantes se con­sideraban especialmente dotados como nación, pero insistían en la validez universal de su idea de lo que es una buena sociedad. Sus gobiernos se esforzaban por mantener al margen a ciertos tipos de extranjeros mientras destinaban una riqueza y una potencia militar sin precedentes a modificar los países de donde estos procedían. La perspectiva científica del círculo de Boas nació en un momento y en un lugar que parecían necesitarla con urgencia.

Franz Boas

LA CONSTRUCCION DE LA VERDAD

Se llamaban a sí mismos “antropólogos culturales” –un tér­mino inventado por ellos– y bautizaron su vivificante teoría con el nombre de “relatividad cultural”, aunque ahora suele llamarse “relativismo cultural”. Durante casi un siglo, sus oponentes los han acusado de todo tipo de cosas, desde justificar la inmoralidad has­ta socavar los fundamentos de la civilización. En la actualidad, el relativismo cultural suele contarse entre los enemigos de la tradi­ción y la buena conducta, junto con otros términos como “posmo­dernidad” y “multiculturalismo”. La obra del círculo de Boas apa­rece como una cosa horrible o un objeto de mofa en los medios de comunicación conservadores y en las páginas web de la extrema derecha, además de en listas del estilo de “Diez libros que jodieron el mundo”. ¿Cómo podemos distinguir el bien y el mal, se preguntan sus detractores, si todo es relativo según el momento, el lugar y el contexto en el que tratamos de juzgarlos?

La creencia de que nuestras costumbres son las únicas morales y de sentido común tiene un atractivo muy poderoso, especialmen­te cuando se expresa por medio del lenguaje de la ciencia, la racio­nalidad, la religión o la tradición. Todas las sociedades están pre­dispuestas a ver las características propias como logros y las ajenas como defectos. Pero el mensaje básico del círculo de Boas fue que, para vivir en el mundo de una manera inteligente, deberíamos contemplar las vidas de los demás a través de una lente empática. Tendríamos que suspender nuestro juicio sobre otras maneras de considerar la realidad social hasta que realmente las entendiéramos, y al mismo tiempo deberíamos contemplar nuestra propia sociedad con el mismo desapasionamiento y el mismo escepticismo con que estudiamos las sociedades remotas.

La cultura, tal como la entendían Boas y sus discípulos, es la principal fuente de lo que pensamos que constituye el sentido co­ mún. Define lo que es evidente o está más allá de toda duda. Nos dice cómo criar a los hijos, cómo escoger un líder, cómo encontrar cosas buenas para comer, cómo casarnos adecuadamente. A lo lar­ go del tiempo, estas cosas cambian, a veces despacio, a veces con rapidez. En cualquier caso, en el ámbito de lo social, la realidad es, ante todo, una creación en cierta medida humana.

Las consecuencias de la idea de que lo que consideramos la verdad es algo construido y acordado por nosotros mismos fueron muy profundas. Socavó la creencia en que el desarrollo social es lineal y va desde las sociedades supuestamente primitivas hasta las consideradas civilizadas. Cuestionó algunas de las piedras angu­lares del orden político y social, desde la creencia en la obvia exis­tencia de las razas hasta la convicción de que el género y el sexo sencillamente son la misma cosa. El concepto de raza, según Boas, debería considerarse una realidad social, no una realidad biológica; no se trata de algo distinto de otras líneas divisorias profundamen­te arraigadas pero creadas por los seres humanos, como las que marcan la pertenencia a castas, tribus y sectas, que encontramos en sociedades de todo el mundo. También en el ámbito del sexo las vidas de las mujeres y los hombres están determinadas por ideas flexibles relacionadas con el género, la atracción y el erotismo que varían de un lugar a otro, y no por una sexualidad fija y excluyen­te. La valoración de la pureza –una raza inmaculada, un cuerpo casto, una nación que surgió completamente formada en una tierra ancestral– debería sustituirse por el punto de vista, corroborado por medio de la observación, de que lo natural es la mezcla.

Con el tiempo, estos cambios conformarían la manera en que los sociólogos entienden la integración o la exclusión de los inmi­grantes; en que los responsables de la sanidad pública piensan sobre las enfermedades endémicas, de la diabetes a la drogadicción; en que la policía y los criminólogos buscan las causas profundas de los delitos; y cómo los economistas explican los actos aparen­temente irracionales de los consumidores y los vendedores. La creencia en la normalidad de las identidades raciales mixtas, en que el género no es una categoría binaria, en la absoluta variedad de la sexualidad humana, en el hecho de que las normas sociales tiñen nuestra percepción de qué está bien y qué está mal... todo esto tuvo que imaginarse y, en cierto modo, demostrarse antes de que empezara a incorporarse a las leyes, al gobierno y a las políticas públicas. Cuando entramos en un museo o rellenamos un formu­lario del censo, o cuando nuestros hijos reciben clases de educación sexual o sobre los problemas derivados del consumo de drogas, los efectos de esta revolución intelectual están sobre la mesa. Si en la actualidad no tiene nada de especial que una pareja de homosexua­les se despida con un beso en una estación de tren, que un es­tudiante universitario lea el Bhagavad Gita en una asignatura dedicada a las obras maestras de la literatura, que el racismo se rechace por ser algo moralmente corrupto y evidentemente estú­pido y que cualquiera, sea cual sea su identidad de género, pueda aspirar a cualquier puesto de trabajo; si todas estas cosas no son innovaciones ni aspiraciones, sino la manera común y corriente de organizar nuestra sociedad, debemos agradecérselo a las ideas que defendía el círculo de Boas.