Así como durante los tiempos de militancia por el aborto legal, seguro y gratuito nos disputamos la palabra vida, el sentido y alcance de esa palabra, estos son tiempos en los que nos estamos disputando la palabra libertad. Los derechos nunca estarán garantizados, nos advirtió Simone de Beauvoir, y por cierto que las palabras tampoco. Libertad: sustantivo. Libertario: adjetivo. (Vicente Huidobro, poeta chileno, supo darnos otra advertencia a les poetas, cuando señaló que el adjetivo, cuando no da vida, mata. Vaya que tenía razón). Por eso me quedo, puestos a escoger (como nos canta Serrat), con la palabra emancipación. Me quedo con el verbo, con los verbos que sepan dimensionar la decisividad de las acciones, de los actos, de lo que hacemos o hicimos o haremos o jamás habremos hecho. El verbo, como escribió maravillosamente Raquel Robles días atrás en estas mismas páginas, conjugado en particulares tiempos, en todas sus declinaciones, no únicamente en pasado simple. “El pasado, el presente y el futuro se conjugan de distinta manera y lo que se mueve, entonces, son los verbos. No son los objetos ni las descripciones de los objetos (ni los sustantivos ni los adjetivos) lo que se traslada, sino las acciones”.

Cada vez, y cada vez, conjugamos verbos, cada día lo hacemos, cada día nuestro cuerpo materializa, articula en su columna vertebral y en su potencia hecha de movimiento esa sintaxis. Emancipación puede sonar a palabra antigua, de tiempos remotos y remotas revoluciones. Nos hace falta recuperar esa palabra, recuperarnos en ella. De acuerdo al diccionario, emancipación significa “Liberación respecto de un poder, una autoridad, una tutela, o cualquier otro tipo de subordinación o dependencia”.

Esa batalla por la emancipación de las mujeres y cuerpos gestantes poquísimos años atrás, que llevó a multitudes de pibas adolescentes a pelear por el derecho al aborto en las calles y plazas de todas las ciudades del país, y los pañuelos verdes a los cuellos, mochilas, cabezas, manos, colgado como bandera y símbolo de la marea en clave de júbilo emancipatorio, mutó en calles desiertas y la multitud cibernética de tiktok, configurando procesos de subjetivación des-subjetivantes (leyendo a Luciano Rodriguez Costa en su último y reciente libro). Me refiero a las multitudes que reproducen y consumen la libertad en versión neoliberal: libertad como antítesis de lo común. La libertaria jaula que arrasa en adolescentes y jóvenes hartos de no tener esperanza alguna de nada. Sin paraíso perdido ni tierra prometida, ni horizonte posible, podemos quedar capturados por el ritmo tiktokero ideal para manos y cabezas que scrolean, no importa qué. No importa para qué.

Si hablamos de verbos, podemos hablar también del acto de negar. La negación, ese mecanismo psíquico que Freud supo definir como parte del funcionamiento defensivo de los sujetos ante los múltiples conflictos a los que se enfrentarán a lo largo de la vida, mientras haya vida. Ahora bien, la negación, sustantivo, en el espacio común pasa a ser un verbo cuando se lo ejerce, y posee una expresión paradigmática: negacionismo. El negacionismo es política, el mecanismo de defensa propio se erige en condena de los otros, pero también en la asunción sumisa de esa condena, interiorizándola, legitimándola, incorporándola en perpetua cárcel colonialista y pastoral, en el propio dominio intrapsíquico, aun poniendo en riesgo la propia vida.

Conjugamos verbos en cada encuentro, damos batalla en y con el lenguaje cada día, y cada vez que el terror nos da cita.

Las mujeres somos legendarias combatientes frente a los mandatos de silencio. Sabemos torcer destinos y reescribirlos.

Lila María Feldman es psicoanalista.