"Habrá que creer, habrá que creer, en algo o en alguien tal vez". Pedro Guerra

En la imposibilidad de sostener los dos laburos al día, me angustia tener que faltar porque el cuerpo es una explosión de enfermedades una tras otra, me preocupa perder el trabajo. A pesar de... pongo la pava y me dispongo a disfrutar de mi comedor de mañana -habitualmente no veo el sol desde casa- y sin querer me pregunto: ¿cómo voy a cuidar a Pedro en un lugar donde nadie está a salvo?

Desempolvando el sentido de alerta y amenaza, me enoja mi ciega esperanza. El fanatismo por la esperanza y la humanidad, al pie de la letra de la canción que me inspira estas líneas me ofusca mi terca confianza en los nunca mases, y la desatención a los presagios apocalípticos y las nubes de tormenta.

Me he descubierto reescribiendo muchas veces las mismas ideas por la dificultad que tengo en poner un yo en lugar de un nosotros. Parece que me habitara más de una Micaela. Y sí, a decir verdad pocas veces se vuelve una sola la hija, la mujer, la madre, la trabajadora, la estudiante y la maestra. Hoy. Por ejemplo. Me atrevo a sentirme varias, unas: hijas, madres, jóvenes, militantes, deseosas, rebeldes, cansadas, argentinas.

Durante mucho tiempo he evitado poner en palabras el terror heredado, de alguna manera se siente uno vencido en ese acto ‑y a partir de aquí expongo que creo que lo he evitado, pero hemos sido muchos‑. Hay legados, y legados: El lugar más seguro para sentarse en un bar; el caminar por el lado correcto de la calle: a contramano y sin paredes encerrándote; y las preguntas existenciales sobre la vida y la muerte. ¿qué mayor subversión que la de engendrar y parir en medio del infierno? Se me hiela la sangre, se me seca la boca de pensarlo.

Siempre supe esos detalles, no hubo tabúes ni reparos con el dolor en mi infancia y adolescencia. No los pudo haber. Los monstruos, los verdugos del infierno, la quemazón... siempre convivieron con la vida y la esperanza de mi casa.

Sepan, el resto de los obcecados, que he hecho mucho esfuerzo, (me sigue costando el "he", pero tendría que pedir permiso para poner un "hemos"). Acallamos los miedos, los padres por los hijos y los hijos por los padres. Por eso decir la palabra conceptualmente no es una pavada, subjetivamente es más grave diría: poner en palabras da existencia, subvierte, revive. Así que lo he evitado lo que más pude. En esa lucha por la memoria que nos obliga a sostener esos recuerdos y a borrarlos para sobrevivir (Imposible no hacer mención de lo colectivo en la memoria).

Y hoy, en una especie de destape violento, salen a empujones los gritos y las "desesperaciones" y las desesperanzas a las que el alma nunca pudo resistir, pero supo muchas veces encerrar.

Los temores heredados se renuevan relucientes, novedosos. (Las nuevas generaciones siempre nos superan).

En aluvión llueven los párrafos más terribles que haya leído, los dramáticos, los paradisíacos. Los que de pronto son desaliento y hoy los vuelvo horizonte. No los voy a citar, porque me opacarían el dolor y la insubordinación.

Corre el mediodía y ante la mirada de mi querida Lauri, me sorprendo de mis drasticidades y el pesimismo -también genético- y recuerdo que nada es definitivo, que todo puede ser de otra forma. Así que abro otro final para este diario de hoy.

El texto arrancaba originalmente con un "El poder no para de crear enemigos -y de renovarlos‑: nosotros" Quizá la mayor resistencia que opongamos sea no caer en el silencio. Quizá la resistencia sea la única forma de vivir desde los orígenes de la humanidad. Quizá nos equivocamos cuando olvidamos parar a disfrutar de lo maravilloso que es vivir contra la corriente, al filo, en la cornisa -pudo advertir algún psiquiatra en tiempos terribles- tomando mates en la mañana en un mundo que siempre está por explotar.

 

* Hija de un detenido político durante la última dictadura cívico-militar-eclesiástica