Desde Quito
A tres mil metros de altura sobre el nivel del mar, esta capital parece una típica postal andina. Pequeñas casitas abigarradas sobre las faldas de las montañas, decoran el paisaje. El Panecillo es una elevación privilegiada. El punto de atracción inevitable para observar la hoya del río Guayllabamba. Bien abajo, se puede tomarle el pulso a esta ciudad tan atractiva por su pasado inca como por su patrimonio colonial. Las marcas de la posmodernidad, de la desigualdad que campea por Latinoamérica, del sálvese quién pueda, dominan otro escenario menos amigable. Mucho más violento y desintegrado en múltiples partes del conflicto social. La historia de la virgen de Quito es como una metáfora de esa fragmentación que vive hoy Ecuador. Arrinconado por un espiral de violencia que succiona cualquier intento de convivencia apacible.
Aquella virgen, conocida también como la Virgen del Panecillo – por la forma del cerro donde se levanta - o del Apocalipsis, es una obra de 41 metros de altura a la que se puede ingresar por un dólar. Adentro funciona un museo de símbolos religiosos, de vitrales coloridos y rosarios o relicarios vendidos en la divisa estadounidense. La construcción fue realizada en España y trasladada por barco. Se recubrió con 7.400 piezas de aluminio, una al lado de la otra. Un rompecabezas semejante como el que deberá armar la clase dirigente del país, corresponsable del caos en que se hundió desde el gobierno de Lenin Moreno para acá. Un mojón que la derecha corre más hacia el pasado correísta y que el progresismo atribuye más a un gobierno caído en el descrédito: el de Guillermo Lasso, el presidente que ahora se bate en retirada y encima tiene el tupé de definir como “proceso de transición ordenada”.
La criminalidad local, el narcotráfico transnacional, los asesinatos quirúrgicos de políticos y también de influencers, las masacres entre bandas en las cárceles, la libre disposición de armas en territorios y barriadas enteradas a dónde el Estado solo llega en convoyes artillados de militares o policías, son un combo que ya se sabe cómo terminó. Lo que no se sabe, es cómo seguirá.
En esta parte del mundo, las democracias tuteladas son sometidas a pruebas de resiliencia cotidianas. Jorge, uno de los mozos del hotel céntrico donde nos hospedamos, es un hombre de 50 años. Por lo que dice, añora cierto estado de bienestar del decenio en que gobernó Rafael Correa. “Pienso que con 400 dólares alguien puede vivir bien. Pero el problema hoy es la inseguridad y una inflación que nos perjudicó”, cuenta. Asocia el aumento del delito con la pérdida de puestos de trabajo, con la exclusión, con las conquistas perdidas de aquella etapa de Revolución Ciudadana.
En casi todo el país, los cien mil efectivos dispuestos para custodiar las elecciones fueron un disuasivo para las mafias. No se reportaron graves incidentes. Al norte que hace frontera con Colombia, en la provincia de Esmeraldas – una de las más afectadas por la violencia – las patrullas constantes parecían sacadas de un noticiero sobre Haití. Un país que comparte con Ecuador los puestos más altos del Informe Global contra el Crimen Transnacional.
Guayaquil, la ciudad más poblada, vivió una jornada electoral tranquila. Igual que Quito, aunque con candidatos presidenciales, gobernadores o alcaldes que iban a votar con cascos y chalecos antibalas. Como si estuvieran en una misión de paz en medio de bombardeos o ataques kamikaze.
Esta capital, la más antigua de América del Sur, tiene un subte en construcción, trolebús, metrobús, ecovías y un sistema de transporte público en general del que la gente se queja. Funciona como en las grandes urbes. Muchos trabajadores que cumplieron su jornada laboral, salieron a las apuradas hacia sus lugares de votación, con temor a no llegar antes de las 17, el horario de cierre (19 de Argentina).
La candidata Luisa González votó cerca de la costa del Pacífico, en el cantón de Chone, al norte de la provincia de Manabí, rodeada de un fuerte dispositivo policial. Su rival, el multimillonario Daniel Noboa, lo hizo no muy lejos, en la bonita playa de Olón, provincia de Santa Elena. Se transformaron en los dos ciudadanos más custodiados del Ecuador, un país donde la política vive bajo el sonido de las balas.
Hay que alejarse de los cascos urbanos para observar que otro país parece posible y se respira en las alturas. En silencio, que no es el silencio electoral violentado en las redes sociales, el horizonte que permite ver la cúpula de la Virgen del Panecillo es mucho más acogedor. Al menos, entre ese santuario y la feria de artesanías que lo rodea, la vida transcurre sin apuro, entre paisajes coloridos y montañas cubiertas por nubes bajas. Solo cuando se desciende, buscando el camino de retorno al casco histórico por cualquiera de los túneles que tiene la ciudad, late de nuevo la sensación cotidiana de inseguridad.