Cuando, en 1941, el mexicano Juan Rulfo (1918-1986) conoció a Clara Aparicio Reyes, una muchachita de 13 años que desde el primer encuentro le recordó a su madre, muerta 15 años antes, se vio invadido de un sentimiento tan poderoso que originalmente sólo supo referirse a él como "el desequilibrio del amor".
Ahora, cuando se conoce la noticia de la muerte de Aparicio, esposa del renombrado escritor, y su gran amor --trascendió que el fallecimiento se produjo el pasado 9 de octubre, a través de una publicación en las redes sociales de la Fundación Juan Rulfo, que preserva el legado del autor--, tiene sentido recordar las decenas de cartas que él le enviaba en aquellos primeros años de relación y que, hasta que vieron la luz en un libro publicado en 2002, habían permanecido más de medio siglo guardadas en la intimidad de la casa familiar.
Cuando Rulfo conoció a Clara --y mientras las naciones del mundo se trenzaban en los combates iniciales de la Segunda Guerra Mundial-- él sumaba escasos 24 años y soñaba con formar una familia para toda la vida, mientras imaginaba los primeros personajes de sus ficciones, sin sospechar que el destino le tenía reservado un futuro glorioso.
El reconocimiento profesional llegaría tras la publicación de los cuentos de El llano en llamas y de su única novela y obra cumbre, Pedro Páramo: en 1955 el mexicano se convertiría en uno de los mayores escritores latinoamericanos del siglo, admirado tanto por sus colegas como por sus lectores. Y hay que decir que la historia de la literatura registra pocos casos como el del mexicano, al que dos libros le bastaron para fundar un mundo y un estilo y asegurarse, por eso, un lugar entre los mejores escritores de la historia de la lengua castellana.
En sus obras fundamentales --Pedro Páramo, aquella novela corta, y El llano en llamas, su colección de grandes cuentos-- Rulfo pintaba con exquisita sensibilidad un universo habitado por los personajes característicos del México profundo, indisociables de la tierra, pero con suficiente vuelo como para encarnar los fantasmas, las voces y los silencios de un pueblo.
El argentino David Viñas diría muchos años más tarde que la obra de Rulfo puede entenderse como “el significado fundamental, más elaborado y conciso, de la polvareda de significantes que flota por encima de México”.
El colombiano y Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez también reconoció en él a uno de sus maestros.
Aunque, en paralelo a la construcción de esa obra ineludible, las cartas revelan que la mayor ilusión de Rulfo era compartir una vida con Clara: "Vivir para ti es una cosa hermosa, y siempre me ha gustado conservar las cosas hermosas porque son las únicas que me dan ánimos y me hacen caminar por el mundo", le escribe a su amada, en 1948, en una de las 81 cartas reunidas en Aire de las colinas. Cartas a Clara (Sudamericana, 2002), prologado y comentado por el investigador y crítico literario mexicano Alberto Vital, que además de revelar aspectos íntimos de la pareja, aporta datos documentales invalorables para los lectores y estudiosos de la obra del escritor mexicano.
Otra carta: “Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre; en las ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros, se oye. Se oye como si despertáramos de un sueño del alba. Se respira en las hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua”.
Escritas entre octubre de 1945 y diciembre de 1950, las cartas testimonian que Rulfo comenzó a idear Pedro Páramo muchos años antes de publicarla y sirven incluso como una valiosa muestra de lo que fue la evolución del escritor en relación a la utilización del lenguaje.
En 1945 el escritor se encontraba profundamente enamorado, y se vio forzado a mantener este intercambio epistolar debido a que Clara permanecía en Guadalajara, mientras él se instalaba en la Ciudad de México para acompañar a uno de sus tíos.
Ella, por su parte, admitía más de medio siglo después que hacía públicas las cartas porque sentía "la necesidad de que ustedes conozcan al Rulfo que yo conocí, un hombre de una inmensa dulzura y una indiscutible sabiduría. Para llegar a ser lo que fue y perseguir con tenacidad sus objetivos literarios, él necesitó de una fuerza especial, y esa fuerza me la pidió a mí. Yo le decía: 'Juan: tú puedes, tú puedes, sólo tienes que proponértelo', y entonces él seguía. El amor hizo el resto, y por eso llegó a concretar su gran sueño".
Rulfo, finalmente, le propuso casamiento en un banco de plaza, inaugurando así medio siglo de vida juntos (tuvieron cuatro hijos, Claudia Berenice, Juan Francisco, Juan Pablo y Juan Carlos).
El amor que lo unió a Clara fue un eslabón ineludible de su biografía.
Palabras de amor
(Carta de Juan Rulfo a Clara Aparicio, Guadalajara, 1944)
Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre, en las ramas altas, lejanas, en las ramas que están junto a nosotros, se oye. Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba. Se respira en las hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua. Clara: corazón, rosa, amor... Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña. Es una cosa que nos mira y se va, como se va la sangre de una herida, como se va la muerte de la vida. Y la vida se llena con tu nombre: Clara, claridad, esclarecida.
Yo pondría mi corazón entre tus manos sin que él se revelara. No tendría ni así de miedo, porque sabría quién lo tomaba. Y un corazón que sabe que presiente cuál es la mano amiga, manejada por otro corazón, no teme nada. ¿Y qué mejor amparo tendría él, que esas tus manos, Clara? He aprendido a decir tu nombre mientras duermo. Lo he aprendido a decir entre la noche iluminada. Lo han aprendido ya el árbol y la tarde... y el viento lo ha llevado hasta los montes y lo ha puesto en las espigas de los trigales. Y lo murmura el río...
Clara: Hoy he sembrado un hueso de durazno en tu nombre.