Es muy triste recordarlo, pero el pasado nos acecha aún hoy, cuando soñamos lo que fuimos, lo que tal vez nunca volveremos a ser. Nunca más nos vimos, la tormenta más inesperada nos dispersó a todos, nos arrancó de aquél lugar en el que fuimos felices, nos llevó lejos, a un exilio donde ninguno de nosotros sabe dónde está, y menos donde están los otros.

Pero no lo puedo evitar, cada vez que levanto la vista, y miro el cielo, los veo a ellos, llorando como nubes pariendo aquellas lluvias de perfumes coloridos. Recuerdo cómo la ciudad se encendía, como las chispas brotaban desde todos los rincones de la vida, como descubríamos nuevos colores y aromas, como hasta las piedras, abrazadas por un sol ardiente, hablaban con renovado brillo.

Podíamos ver las nubes, seguirlas con los ojos por el aire. A veces se chocaban, se juntaban, se combinaban, cada vez más robustas, a punto de explotar. Unas eran blancas, otras grises, y otras negras. Unas eran coloradas, y otras amarillas. Todas, cuando se juntaban, se teñían y se apareaban entre sí. El cielo, variopinto y brillante, mágicamente preñado, nos anunciaba el comienzo de su llanto milagroso.

La ciudad se preparaba para la fiesta.

Caminábamos en los charcos, con los pies arremangados, nos zambullíamos, chapoteábamos. Comenzábamos a dar nuestras primeras brazadas, a descubrir los brazos y los pies en el agua, el cuerpo sumergido en la vida.

Armábamos barquitos de papel, con nuestra fantasía subida a ellos, para que el agua las arrastrara hacia los barrios más alejados, puertos donde siempre eran bienvenidos, ya que en nuestra niñez no había fronteras.

Andábamos descalzos, corríamos por las calles inundadas. Fue allí donde aprendimos a nadar. Pero cada uno inventaba un tipo de nado diferente. Los pájaros trinaban melodías que movían nuestros brazos y piernas. Los árboles brillaban después de cada tormenta. Todo lo que ocurría dentro de ellos era siempre novedoso. Nunca los mismos pájaros, nunca el mismo brillo de sus hojas, nunca los mismos trinos. Los pájaros, con cada lluvia, aprendían cantos nuevos, desarrollaban timbres y melodías inesperadas. Nosotros mejorábamos nuestras técnicas de armado de los barcos y cada vez ellos navegaban con más destreza en los charcos.

Nuestros padres, al vernos tan felices, comenzaban a soltarnos las manos.

La ciudad entera era una fábrica. El cielo se abría para nosotros, y podíamos pintar sus tormentas. Y así, era nuestro su color y su brillo. Y así fuimos sus artesanos, y así sus dueños. Llegamos incluso a inventar dioses de la lluvia, sin necesitar ningún predicador que sanara heridas que nunca imaginamos que podríamos tener.

El cielo nos acariciaba. Era extático dejarse recorrer por aquellas lágrimas azucaradas. El cielo se lloraba, hablaba y cantaba la lluvia. Nosotros danzábamos para él. Era un estado de comunión en el que nos amábamos como sólo los niños y los dioses pueden amarse. Nunca tuvimos necesidad de rezarles a esos dioses, es más, parecía como si ellos nos rezaran a nosotros.

Pero fuimos muy ingenuos. No conocíamos a nuestros enemigos. Nunca hubiésemos imaginado lo que nos pasó después. Es que todo se fue dando tan de apoco….

No recordamos bien cómo todo se fue secando. ¿Por qué vendimos ese cielo?. ¿Quién le puso precio?. ¿Quién nos lo arrebató?. ¿Qué Dios diezmó a nuestros dioses?. ¿Cuándo fue esa guerra, que nos agarró dormidos?.

Sólo recuerdo que después de una gran tormenta quedó una sensación ligeramente amarga en nuestros barrios. Habíamos puesto mucho de nosotros, y estábamos cansados. Habíamos hecho barcos, y ya no estaban. Nos habíamos comido los mejores buñuelos, y los pibes no recordaban cómo los habían hecho. Una sensación de olvido generalizada comenzaba a extenderse. Hubo creación, todos fuimos pintores y artistas de esos cielos, pero ya no éramos los que habíamos sido al crearlos. Todo se regeneraba, cambiaba el aire, salía un nuevo sol, pero no era del todo nuestro. En los charcos descubrimos nuestra imagen, ligeramente triste, como si en algún lugar sensible de nuestro cuerpo imagináramos lo que nos iría a pasar. Nos enteramos cuando ya era tarde: nuestros dioses nos había soltado la mano.

Teníamos cada vez más sed de tormentas, y cuando venían la sensación de saciedad era tal, que las bebíamos desesperados, cada vez más rápidamente, con más ansiedad, hasta que nos tomábamos todo el agua, y los nuevos barcos tenían menos espacio donde moverse, y los mejores nadadores menos donde nadar, y los pájaros se quedaban sin agua, y los árboles comenzaban a secarse.

Queríamos cada vez más, y así comenzaba la guerra entre nosotros, para acaparar la tibieza de la luz que el sol filtraba entre las nubes, para zambullirse en los charcos grises, en donde nuestras lágrimas comenzaban a desembocar. Comenzamos a pelearnos por esos charcos, ya no los podíamos compartir. Ya no podíamos llorar juntos.

Los barcos de papel, se fueron trasformando en barcos de guerra. Comenzaron a cargar lo peor de cada uno de nosotros, se tornaron peligrosos para nuestro juego.

Algunos de nosotros construimos pozos para succionar los torrentes de agua, generando remolinos, en los que los barcos enemigos se detuvieran, y llegaran incluso a hundirse. Ya no queríamos construirlos, ahora gozábamos destruyéndolos. Y así de a poco fuimos dejando de jugar con la vida, subiéndonos al barco de la muerte.

Con el tiempo, las fiestas trajeron una nueva figura. La del perdedor, los dueños de los barcos que se atascaban en los remolinos. Los ganadores consumían el éxtasis que les generaba el triunfo como si fuera un narcótico. Y así se hicieron adictos al aplauso. Los perdedores comenzaron a irse, y se trasformaron en espectadores. Sus vidas comenzaron a nadar por los ríos del tedio. Sus manos se atrofiaron, y nunca más construyeron nada.

Fue en ese momento en el que llegó la televisión para terminar de destruirlo todo. Los perdedores comenzaban a ver la lluvia a través de ella. Así fuimos dejando de zambullimos en la vida, para construir grandes escenarios en los que representarla. Nos hicimos esclavos de los perdedores, que hacían zapping con nosotros.

Hoy solo nos queda la nostalgia, a la que nos aferremos para no perder del todo aquella niñez, que se borró sin dejar huellas. Evocarla es como trazar caminos que nunca existieron, pero nos ayuda a imaginar cómo podría ser el cielo del futuro, en medio de este subsuelo mustio que desertifica nuestras almas. Hay que reinventarlo todo: nuevos ríos de sangre, para nuestras venas enjutas. Un nuevo cielo para una nueva tierra. Una nueva infancia para los hijos del porvenir.

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