"Parecemos esas personas que después de intimar se preguntan los nombres", dijo Gerardo cuando al final nos presentamos, pasado medio día de andar juntxs de acá para allá por el aeropuerto. Un chiste que ni a Alicia ni a mí nos causó gracia, pero, aunque la situación estaba muy lejos de ser íntima, sí es cierto que desde que nos enteramos de que el avión tenía un retraso de quince horas y nos reímos juntos de una pasajera centroamericana que se había erigido en delegada de las víctimas de un desperfecto técnico, mis nuevxs amigxs parecían haber tomado la obligación de ampararme. 

Lo entendí en el momento en que la azafata pasó lista y comenzó a comunicar los diferentes destinos hoteleros que nos tocarían hasta cumplirse la hora de embarque; al llegar su turno, Gerardo mintió que éramos tres, "venimos con ella", dijo. Prioridad para la empresa eran grupos familiares y parejas, no personas solas como yo que serían asignadas al final de los finales. Alicia, adelantándose, enfiló hacia uno de los puestos de aduana, y él y yo hacia otro. Igual que Gerardo, ella empujaba un carro abarrotado de bolsos y valijas, encargos de alimentos, ropa, tecnología barata, hechos por su hijo y su nuera, quienes les recibirían en Ben Gurión, el aeropuerto internacional de Tel Aviv.

Una vez en la entrada rimbombante del hotel de la Av. 9 de Julio donde nos alojaron a lxs tres, la que se les adelantó fui yo; pese a la comodidad que sentía al lado de ellos, decidí no esperarles para entrar porque después de todo eran dos desconocidxs y con los desconocidxs nunca se sabe en qué punto comienza la perturbación, el entrometimiento.

Mediando la cola del check-in, del otro lado del mostrador el gerente anunció que lxs pasajerxs que estuviéramos solxs debíamos compartir habitación "para que no quede gente afuera". Fui completamente firme con que no iba a aceptar esa condición que el joven administrativo me peleó a muerte queriendo hacerme sentir culpable (¿qué sería del capitalismo si no fuera por la psicopatía, su gran aliada?). 

Tuve la lucidez suficiente como para dejarle en claro que si el hospedaje no alcanzaba para alojarnos a todxs, el problema era de la compañía y no mío; igualmente mi retiro a la matrimonial 816 fue amargo por girar hacia atrás como un búho y encontrar a Gerardo y Alicia últimos en la cola, apenas asomados detrás de sus montañas de bártulos. No necesito aclarar lo ingrata que me hizo sentir la posibilidad de que lxs excluidxs del hotel por causa de mi empacamiento fueran precisamente ellxs dos. Pero a la hora de la cena me tranquilizó verles sentadxs en el buffet, con la cabeza inclinada sobre los capeletinis miserables que incluía la media estadía.

Como si algo les hubiese cambiado interiormente, mudado en otrxs más reales gracias a su repentina apatía, esta vez mostraban desgano hasta para levantar una palma y saludarme a lo lejos. Supe la razón a la madrugada, cuando en la recepción, mientras esperábamos el transporte que nos llevaría a Ezeiza otra vez, Alicia me contó que no sólo no había chances de hacerse de la combinación perdida desde Estambul a Israel a causa de la demora de nuestro vuelo, sino que además, después del atentado sufrido ese mismo día en el festival musical Supernova, casi todas las aerolíneas habían cancelado sus ingresos a un territorio en guerra. 

Vivir en peligro

No terminé de dimensionar la tragedia familiar hasta que en la puerta de la terminal 1 del aeropuerto bajamos del micro y se me armó la estampa completa. “Es nuestra hija, se llama Yael- dijo Gerardo señalando a una chica que parecía estaqueada al piso, con las dos manos apretaba el mango de su valija plateada- a ella le cancelaron también su vuelo, nos acabamos de enterar”. A diferencia de sus padres que harían, como yo camino a México, una primera escala en Panamá, Yael había conseguido un pasaje directo a Ben Gurión. Pero al igual que ellxs, había quedado flotando en lontananza, con el futuro inmediato desdibujado, borrados de un plumazo sus planes cercanos: la universidad, el trabajo, la pareja, la vuelta a la vida. La familia entera había fijado, idealmente, su reunión para el día siguiente después de un mes entero de vacaciones en Argentina, el país donde todxs habían nacido y del que Yael quería irse a cualquier costo. 

El cigarrillo le temblaba entre los dedos flacos, los ojos rojos, desasosegados, estaban clavados en los de Alicia como esperando una respuesta, una refutación a esa realidad imposible. No podía creer en semejante desmembramiento que la dejaría a ella varada en Buenos Aires, lejos de esos padres que llegarían sin siquiera una reserva hotelera a la capital turca, y todavía más lejos de su hermano y su cuñada radicadxs en una zona fronteriza cuya peligrosidad era inminente.

Escoltando esos carros metálicos, repletos de cosas que probablemente les resultarían inservibles a la distancia además de ser insoportablemente pesadas, se habían convertido de pronto en parias, migrantes espontánexs, arrebatadxs de los privilegios que creían suyos unas horas atrás

Alicia era psicóloga, como yo. Trabajaba para una dependencia del actual Estado israelí, virado hacia la ultraderecha religiosa con el ascenso al poder de Benjamín Netanyahu, en diciembre del año pasado; un Estado desastroso que había intentado obligarla a implementar las tortuosas terapias de conversión contra la población LGTBIQ. Pero ella se había negado terminantemente sin saber cuáles serían las consecuencias, cosa no le importaba porque si estaba segura de algo es que no había estudiado para la aberración.

Me contó esto cuando nos quedamos solas, mientras Gerardo acompañó a Yael a tomar un taxi hasta un airbnb en pleno centro, alquilado minutos atrás. Cuando la escuché mencionar esas terapias me pareció increíble, no puede ser que en el mundo siga sucediendo esto. Recordé los testimonios espeluznantes de las clínicas ecuatorianas que hace menos de una década leí para escribir una nota en este mismo suplemento: la tortura de aquellas lesbianas llevadas bajo engaño a las clínicas para que supuestxs profesionales de la salud las amenazaran con perderlo todo sino se convertían a la heterosexualidad (claro, la psicopatía otra vez).

Hiedra venenosa

No lloraba Alicia, se mostraba templada a pesar de todo, serena, pero necesitó recalcar que no era ingenua, que se oponía al régimen sionista, a la homofobia, al anexamiento creciente de los territorios palestinos, al acorralamiento cada vez mayor de ese pueblo desalojado que a su vez también era víctima de su propio Estado empobrecedor y armamentista. La israelí era una sociedad progresista en la que de pronto las mujeres tuvieron que empezar a caminar detrás de los hombres para no excitarlos. 

Decía que la esperanzaba un llamado a la coalición, un freno al gobierno terrorista y ensordecido que no había escuchado ninguna disconformidad, incluso de parte de sus propios votantes, y que menos había escuchado la advertencia palestina; un poder que se pensaba a sí mismo infranqueable mientras miles de hombres en parapentes, las llamadas “Brigadas Izz al-Din al-Qasam", aterrizaban en una concentración al aire libre sin que nada los detuviera.

Gerardo volvió habiendo logrado que Yael finalmente se subiera al auto, después de mucho insistir. "No fue fácil”, dijo acompañándose de un inútil intento de sonrisa. En ese momento, la cola del registro de equipaje había avanzado y a la fuerza tuvimos que dejar de conversar, arrastradxs por la inercia del despacho, la aduana, la división en grupos para ascender al avión en cuatro filas

Al subir, lxs perdí de vista y tampoco lxs volví a ver después, en el aeropuerto de Panamá. Ni siquiera me fijé si estaban por ahí en medio de ese desorden mental que me produce hacer combinación entre aviones, a los que siempre creo llegar tarde. No supe nada más, pero hace días no puedo pensar en otra cosa más que en ellxs, en la incertidumbre de sus destinos que, en un mundo asolado por un mal que crece como una hiedra venenosa, también podrían ser el mío.