Ha recrudecido en los últimos tiempos, alentado por la disputa electoral, el argumento de que la sociedad argentina enfrenta una crisis de representación que se hace patente en el descreimiento de gran parte de la ciudadanía ante las propuestas de las diferentes fuerzas políticas. El escepticismo se expresa en enunciados supuestamente sintetizadores tales como “todo es lo mismo”, “son todos iguales”, “no hay que creerle a nadie”. O quizás peor: “son todos chorros”, “son todos corruptos”.
La crisis es innegable. Quizás sea la más grave desde el retorno a la democracia hace ya cuarenta años. Tal vez solo comparable con lo vivido en el 2001, aunque aquella tenga características diferentes, particulares. De la misma envergadura se puede estimar el quiebre del lazo entre la dirigencia y una ciudadanía que se ve decepcionada, frustrada en sus deseos de alcanzar mayores y mejores niveles de calidad de vida. Entre las razones habría que prestarle especial atención al desaliento de quienes –después de la triste experiencia macrista- se sintieron esperanzados y abrieron un nuevo crédito al actual gobierno con el resultado de una nueva desilusión.
La dirigencia política en general perdió legitimidad. Hay excepciones –no demasiadas- que, sin embargo, quedan arrastradas río abajo con la fuerza de la corriente generada por el descontento y el hastío. Es difícil diferenciar y en esto pagan justos (que también los hay) por pecadores.
Más difícil es pedirle a ciudadanas y ciudadanos que no pueden reunir condiciones mínimas para tener una vida apenas aceptable, que comprendan toda la complejidad de los argumentos histórico-políticos y económicos que nos precipitan a esta situación. No alcanza tampoco con la aceptación de los errores y las disculpas.
Tampoco señalar a una buena parte de las y los más jóvenes que están padeciendo una suerte de “amnesia” que les impide poner en valor la democracia imperfecta que tenemos. Es cierto que hay allí una carencia, pero no son ellos los responsables. Sí es responsable la sociedad que no supo resguardar, construir y hacer fructificar los valores en los que se asentó la democracia que supimos conseguir después de la dictadura. También es responsabilidad de la dirigencia –de todo tipo, y no solo política- que ha sido incapaz de consolidar ética, educativa y políticamente todos esos valores.
Sin dejar de considerar que existen poderosos factores de poder, nacionales y e internacionales, que nos han llevado hasta aquí con el único propósito de perpetuar un modelo injusto, desigual e inequitativo. A cualquier precio y solamente para beneficiarse personal y corporativamente. En eso no somos una excepción. Basta mirar el mundo y sus conflictos, las guerras injustificadas donde las víctimas son siempre las mismas: el pueblo pobre.
Enfrentamos, sin duda, una encrucijada. No solo por lo mencionado hasta aquí, sino principalmente porque como sociedad estamos en el momento de tener que tomar colectivamente decisiones que van a comprometer de aquí en más (y por un tiempo difícil de estimar) la vida de quienes habitamos en este país.
En las próximas elecciones se juega mucho más que la determinación acerca de quién conducirá los destinos del país en los próximos cuatro años. Lo que está en juego es la ratificación o no de la forma como queremos vivir. Aún asumiendo que hemos cometido graves errores que deben ser subsanados.
En este escenario no cabe la indiferencia. Nadie –con un mínimo de responsabilidad social- puede mirar para el costado. Porque no todo es lo mismo. Porque la vida vale, porque lo que tenemos costó demasiado y si se pierde ahora por dejarlo librado a la voracidad destructora de algunos será difícil, fatigoso y dramático reconstruirlo. Es un compromiso de toda la ciudadanía bien intencionada dialogar, convencer, militar la idea de que la democracia (aún imperfecta) siempre nos da una oportunidad más. Porque no habrá mejor calidad de vida sobre los escombros resultantes de derechos arrasados en nombre de una supuesta libertad. También porque no hay libertad individual sin fraternidad. La libertad no es un derecho individual, aislado. La libertad necesita de lo colectivo, porque se edifica colectivamente con el respeto al otro y a la otra. Porque la democracia se construye todos los días, también en medio de los errores y las incertidumbres. Hay que asumir los errores para corregirlos, pero en ningún caso esto tiene que justificar el pesimismo o la idea de que todo vale igual, que nada queda por hacer.
Sin resignar ningún reclamo, ninguna demanda, pero atendiendo a una sustancial escala de valores, se trata de defender la democracia precisamente para seguir trabajando para garantizar derechos. Convencidas y convencidos de que la democracia no solo tiene utilidad como medio para algo más, sino que constituye un bien en sí mismo. No se trata apenas de una frase de consuelo para aceptar “lo menos malo”. El ser humano es, por naturaleza, sociable, y el ejercicio de su capacidad de asociación con otros en las decisiones públicas le permite una vida más satisfactoria. En una democracia basada en integralidad de derechos y aún en la peor de las crisis, siempre hay margen para mejorar la vida del pueblo, para cambiar y perfeccionar las formas de ejercicio del poder y darle al pueblo más poder real.
Sin perder de vista que la verdadera grieta es la desigualdad entre argentinas y argentinos. Que nada se podrá construir para mejor si el único propósito es arrasar con todo o en base a la consigna de la destrucción del adversario.
El momento exige aplicar máxima inteligencia estratégica y astucia en las decisiones. También por sentido de autopreservación personal y colectiva. En estas condiciones, no hay lugar para la indiferencia, el ausentismo o la falta de compromiso ciudadano en la decisión del voto. Quien así actúe estaría aportando otro error a los muchos que ya se cometen. Y ante eventuales consecuencias nefastas no valdrá de nada decir después “yo no lo voté”.