Todo subibaja que veo en las plazas de juegos físicos, me recuerda a esta realidad que cambia de altura.
Por eso, el mito de la Virgen de los likes, juega a favor del impacto en el precio que hay que pagar por ser el fantasma de los influencers.
En esos movimientos de ir y venir, los otros días en la vereda del Club Social y Deportivo Villa Mitre, me dispuse a escuchar una charla que corté y pegué, simulando levantar mi soberbia inoperante del piso.
Se trataba de un reclamo que le hacía una señora bien vestida pero con aroma a melancolía, a su compañero que la ninguneaba con mirada puesta en su móvil smart phone.
“¡Vos no me seguís!”. Le dijo en tono de naftalina, y esa frase, al oírla, me detuvo en el tiempo. Como si toda estabilidad en esta era, dependiera de una seguridad ficticia de aceptación virtual.
De pronto, como en un rapto de Proserpina, recordé al influencer que captó todo el capital del entusiasmo que tuvo la década del ‘90.
A pleno carisma de Caudillo excéntrico esbozó: “Síganme, que no los voy a defraudar“, y ahí se anticipó a una era que aún no pescamos del todo. Seguirnos o no seguirnos, ese “ser o no ser” de la posverdad.
Cuando seguimos un perfil, lo valoramos?. O es parte de la psicopatía cotidiana?.
Ese planteo me revolucionó la mañana, “…y dejé todo por esta soledad (…)“ como dijo Carlos en su gran disco “Parte de la Religión”.
Cuando se adelantaba también, a este vacío lleno de seguidores rotos.
Por esa cornisa vamos en la disyuntiva de seguir o ser seguidos, para enojarnos en vano. Por eso la posible solución, en este buongiorno per la matina, la aporta un repartidor de mozzarella, que va por los almacenes de las fábricas del partido de San Martín, y dijo, al irse con su indumentaria blanca: “lo que sigo es el aroma, frente a tanta imagen”.
Eso me hizo pensar, en que la identidad que tenemos que aprender a valorar, es aquella que despierta lo sensorial. Un poder de lo auténtico, en este plan primavera.
Tal vez ahí conectar, sea un hecho fáctico de seguirse mutuamente en el Pac-man de likes.
“Siempre la vida se trata de comer o ser comido“, le respondió el instalador de la cortina metálica de un comercio de empanadas, cuando el distribuidor de quesos se asumía, con su traje blanco, el nuevo modelo a seguir.
Lo que sorprendió aquella mañana de estación, fue la publicación del hombre de traje oscuro, que nadie del barrio le saca la ficha.
Como acostumbra en su seguridad ficticia, dicen en la esquina, que se levantó temprano para escaparse de la rutina de su casa, e ir por los bares en busca de algún seguidor que le pague el desayuno, un auténtico soberbio inoperante, que no sigue a los que lo tildan de pelagatos.
Esa fantasía que defiende en el arranque de su jornada, me recuerda a la gran pieza cinematográfica de los años ‘90, donde solo se seguía aquello nos detenía el tiempo.
El film que protagonizó un vendedor ambulante que se creía locutor, y vivía gracias a tomar las deudas de un amigo vendedor de café callejero.
“El verso”, su título decía todo frente a la analogía de la seguridad que se argumenta para mostrar seguidores ficticios.
Disyuntiva que se presenta cuando ser seguidor o seguido, nos impone un jaque a la soberbia del pelagatos que llevamos dentro.
Para darle un cierre a una etapa de seguir la felicidad y seguridad ficticia en los otros, el cobrador de la cabina de peaje me dijo al pasar, algo que me hizo reflexionar: “La forma de sentirme seguro en este no lugar, lleno de incertidumbre y ruido a escape, es solo confiar en lo intangible”.