El pasado jueves 5 de octubre se estrenó Puan (Alchéy Naishtat, 2023). Un profesor de Filosofía Política de la Facultad de Filosofía y Letras muere corriendo –haciendo running. diría Sujarchuk (Leonardo Sbaraglia), el Lecturer venido de Alemania– y esto destapa la olla de la sucesión en la cátedra. Inicialmente de un modo sutil, a lo sumo con un pequeño intercambio de opiniones sobre quién debería continuar con los teóricos, con Jazmín (Julieta Zylbergerg) intentando tomar la delantera y Marcelo Subiotto (Marcelo Pena), el protagonista tragicómico de la película, contestando: “teniendo en cuenta que lo que sigue es Rousseau, entiendo que yo debería ser el encargado de darlos”. Nadie en la reunión de cátedra plagada de mates y galletitas discute el especialismo de Marcelo en Rousseau, y efectivamente lo que le escuchamos decir en sus Prácticos es muy bueno.
Puan, más allá de cómo ha sido descripta por sus propios autores o elogiada en este mismo diario, podría ser definida como una microfísica de las relaciones de herencia, comodidad, fidelidad, celos, lealtad y envidia que pueden darse dentro de una cátedra universitaria, como de cualquier grupo humano (con sus especificidades). No sé si alguien ya pudo responder la pregunta derrideana, de 1972, ¿Où commence et comment termine un corps enseignant? En todo caso, pasando del filósofo franco-argelino a nuestro querido Ezequiel Martínez Estrada, aquí quien rompe el consenso absoluto sobre la línea hereditaria natural es el extranjero, quien, agrega EME en Muerte y transfiguración en Martín Fierro, es el que ve la verdad del grupo interno, siempre escandalosa y una impostura. En sus palabras: “la verdad propia se ve desde el otro lado de cualquier frontera, nuestra historia hispanoamericana es veraz si la escriben los vecinos” (647, 800). Ya lo hemos olvidado, porque ahora confiamos en la transparencia del (no)sujeto, pero durante siglo y medio los maîtres du soupçon nos enseñaron a desconfiar de cualquier “yo” o “nosotros” pretendiendo decir la verdad sobre sí mismos. Entonces, quien trae, ilumina, pone un reflector a todo volumen sobre las dinámicas hereditarias es Sujarchuk, con su boca llena de palabras en inglés (workshop, GuestScholar, New School, masterclass), su native-speakness del alemán (Frankfurt, Kant en alemán, la von Humboldt), su coolismo coorporizado en la botellita térmica individual de acero inoxidable, su objeto de estudio de última hora y relevancia social (inteligencia artificial), su Spinoza, no en los libros viejos y deshechos que lleva Subiotto (como rescatados de un baúl secuestrado en Belgrano), sino en una tablet último modelo. Sujarchuk es futuro, Subiotto pasado.
Pero Subiotto también es el presente: híper-precarizado y empobrecido como todos, debe diversificarse –no sólo es un prestigioso profesor de filosofía, que no un filósofo– y da clases a una vieja cheta que se le queda dormida mientras le habla de Heidegger, debe soportar las miradas desconfiadas y la imprecación al trabajo de su empleada doméstica (ese momento antipopulista de la película es especialmente gracioso), debe también aceptar dar cursos de “filosofía en los barrios” aunque le paguen a 90 días, es decir, ganando un tercio de lo que figura. Subiotto es un trabajador sacrificado, alguien que ha intentado hacer coincidir su vida con sus ideales, o mejor dicho, con su estilo filosófico de vida, lo más profundamente posible. Su relación con su hijo, entre iguales, partiendo del principio de igualdad y no de ignorancia, es un ejemplo. El amor, la comprensión y la empatía con la que este le responde cuando aquel no puede llegar un acto escolar es otro.
“Puán no es un feudo, estás siendo corporativo”, le escupe Sujarchuk, cuando Subiotto le expresa su incomodidad porque se presente a un concurso así como así, desde afuera, sin haber hecho todo el caminito. “No sé por qué estás tan aterrorizado por concursar el cargo, al fin y al cabo son las reglas de juego”, no comprende su mujer, una prestigiosa abogada feminista que recibe el reconocimiento público y mediático que él no. Sin embargo, feudal o no, luego de haber perdido el concurso ante Sujarchuk (este es un momento inverosímil de la película), será invitado por este a compartir la cátedra porque, ya argentinizado, aquel necesita volver a Alemania para “ganar en euros”. Es entonces Subiotto quien habla con el comisario, toma el micrófono en la asamblea cuando la UBA se cierra por falta de pago, recibe los palos de la policía cuando se niegan a desalojar la calle. El pequeño señor feudal, quizá, se demuestra en esta película más comprometido con su pago y sus aprendices de taller que el capitalista deslocalizado, exiliado empresario de sí, que busca concursos limpios, transparencia cibernética y meritocracia moderna.
* Licenciado en Comunicación y Doctor en Sociales UBA. Investigador del CONICET.