Cuando Fermín estaba en la panza de Larisa yo solía tocar para él, en la guitarra, una extraña canción amniótica de bienvenida: el tema “1979”, de los Smashing Pumpkins.
La primera vez que lo escuché fue por MTV. Es decir que la música no vino sola sino acompañada de un video imborrable. Fue en la tele de la cocina con azulejos celestes de fondo, en la casa de mis viejos. Era una mañana de invierno. Las dos hornallas prendidas. Olor a café. Yo estaba en la secundaria, sobrevolando la típica fase de aturdimiento y confusión adolescente.
El video comienza con un chico girando adentro de una inmensa rueda de tractor. ¿No hay algo uterino ya en eso? La melodía de “1979” encarnó, casi de inmediato, la melancolía de una época y de toda una generación. Kurt Cobain acababa de tomarse vacaciones permanentes en abril, el mes más cruel de 1994. Puso el disco Automatic for the People, de REM, se inyectó una dosis letal de heroína y se pegó un tiro. El video de “1979” se estrenó un año después, en 1995. Quizás Menem ya había sido reelecto en Argentina. Estaba todo mal.
Por su delicado momento de aparición, la canción de las Calabazas Aplastadas, irremediablemente, se cargó de un halo fúnebre. Pero ¿por qué yo, entonces, se la cantaba a mi hijo, que estaba por venir al mundo? La única explicación que encuentro tiene la forma de otra pregunta: ¿no habrá en la música de los velorios, en la acústica de todos los finales, en cada réquiem, un modesto principio de vida?
Como si fuera poco, el disco en el que aparece la canción se llama Mellon Collie and the Infinite Sadness. Todo tatuaje tiene algo de caprichoso e impulsivo. Yo me tatué –apenas unos días antes de conocerla a Larisa– el arte de tapa de ese disco de los Smashing Pumpkins. Una tristeza infinita que deviene tatuaje es la tristeza infinita al cuadrado, eternizada en el antebrazo por agujas minúsculas que irrigaron, para siempre, tinta de color en la segunda capa de mi piel.
Es una mujer rubia, renacentista, de mejillas rosadas, flotando en el espacio sideral del cosmos, arriba de una estrella de cinco puntas, como una carta de Tarot. Tiene un vestido de paños rojos, azules y verdes, con guardas doradas. Con una mano, se cubre el pecho. Con la otra, forma el alegórico número tres –el pulgar, el índice y el dedo medio, extendidos disimuladamente, casi con timidez–. Mira hacia arriba. Sus ojos están en éxtasis.
Del otro lado del antebrazo, yo ya tenía tatuada una frase: “Río siempre”, que es el nombre de un tema de Massacre (cuando me preguntan qué significa, respondo que es un homenaje por un viaje de egresados a Río de Janeiro). Otra vez se juntaban, ahí, la vida y la muerte. Reunidos por un error de cálculo, ese frenesí impetuoso llamado estupidez humana, en la suma de los dos tatuajes bajo la forma de un ridículo oxímoron epidérmico, mi brazo encarnaba, de pronto, el blasón de la tragicomedia: la tristeza infinita y la infinita risa.
Quizás de eso se trata.
La canción “1979” habla, básicamente, del crespúsculo de la adolescencia. Ahí están los chicos del video chapando bajo el agua, en una pileta en la que luego arrojarán sillas de plástico y sombrillas; una pareja se abraza en el baño de una fiesta, bajo el grifo de la ducha que un bromista abre para importunar el franeleo amoroso; otro grupito decora un árbol gigante con guirnaldas de papel higiénico; otros roban un supermercado, juegan al bowling con botellas de licor. Son los mismos que antes le hacían fuck you al horizonte, en una colina desde donde se ve un pequeño pueblo de punta a punta.
La letra habla del cansancio generacional, de las cosas que se apagan a la velocidad del sonido pero también de las cosas que se encienden con el sonido de la esperanza. Habla de la culpa y de la urgencia del presente. Habla de la incertidumbre, de no saber adónde van a descansar nuestros huesos. Habla de conocer a las personas más allá de lo que fingen ser. Habla de la ciudad de la morfina, de la tierra de las mil culpas y el cemento alisado. Habla de aprender a manejar. Habla de quedar en encontrarnos con alguien en una esquina. Habla de la dificultad de imaginar un final para todo esto, de la convicción ingenua de que las cosas jamás se terminan. Hasta que se terminan.
Entre tanta mala onda, la canción no deja de tener algo profundamente conmovedor. La voz de Billy Corgan es hermosa y nasal como la de un pálido vampiro hipocondríaco. Y esa rueda de tractor al comienzo del video ¿no es una imagen perfecta de la vida misma, en la que seguimos metidos, dando vueltas como en el juego mecánico del Zamba, entre la nausea y la carcajada, incluso cuando todo a nuestro alrededor padece de una insoportable parálisis histérica?
A Fermín no le fue fácil salir. Quedó trabado un ratito en el canal de parto, con una vuelta de cordón umbilical en el cuello. El aparato que medía las pulsaciones de su diminuto corazón se quedó sin pilas a último momento. Fue todo tan rápido que ni siquiera tuvimos tiempo de tener miedo, ni de caer en la desesperación. Porque la desesperación, aunque no parezca, requiere de una calma de base, como el relámpago necesita de la perfecta alineación de cargas opuestas para poder romper la resistencia del aire.
El médico tuvo que usar el fórceps, dos cucharas gigantes de titanio, para acomodarlo.
Lari pujó por última vez.
Fermín estuvo un ratito abrazado a su mamá. Nos sacamos una foto con flash, cara de felicidad absoluta y agotamiento. Minutos después, antes de que se prendiera a la teta, las parteras me llevaron con mi hijo a una sala calefaccionada para ponerle unas inyecciones. No paraba de llorar.
Entonces, con la misma impremeditación con la que me hice los tatuajes, me acerqué a su oído y me salió cantarle en un susurro suavecito: “cause we don't even care/ as restless as we are/ we feel the pull/ in the land of a thousand/ guilts/ and poured cement…”.
Instantáneamente, Fermín dejó de llorar.
Matías Moscardi nació en Mar del Plata, en 1983. Publicó los libros de poesía Bruma (Vox) y Los misterios del punk rock (Neutrinos), entre otros. Es autor de El gran Deleuze para pequeñas máquinas infantes (Beatriz Viterbo). Junto a Andrés Gallina, coescribió dos libros: Diccionario de separación. De Amor a Zombie (Eterna Cadencia) y Guía maravillosa de la Costa Atlántica (Random House Sudamericana). Es investigador asistente de Conicet y Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata, donde trabaja como docente. Su último libro es Diario de limpieza, recientemente publicado por la editorial Bosque Energético.