Un modo de entender la poesía tiene que ver con la visión: no por nada, en la Antigüedad clásica, los oráculos se ofrecían en forma de poema, y descifrarlos no era solamente una operación interpretativa, sino también de goce lírico. Quizás por eso lo menos interesante ha sido siempre entender una profecía antes que repetirla por su grado enigmático y el sencillo gusto de las palabras. Y por las imágenes que la profecía y el poema construyen: una suerte de “visión” que mezcla lo poético con lo oracular y que lleva pronto a esa idea confusa de que el bardo algo de profeta tiene. En Esa materia que se fuga, último libro de poesía publicado por el cada vez más relevante sello Barnacle, el yo que construye su autor, Daniel Freidemberg, se encuentra totalmente desdibujado por una sola acción, la de ver, que ocupa repetitivamente cada uno de los poemas en donde el tiempo parece explotado y de lo único que se puede dar testimonio, lo último que se termina viendo, son nada más y nada menos que los restos. Las ruinas del pasado, los desperdicios del presente y los fragmentos del futuro, pedazos con los que Freidemberg arma su poesía, al menos, en esta ocasión.
Para este ojo que ve, ese “yo” que se deshace en la pura mirada, lo sagrado y lo profano se mezclan en un río de cosas, tangibles, sí, pero también deshechas, evidencia de algo roto en lo íntimo del mundo. “He visto ángeles y obispos levitar / he visto autos último modelo // he visto gente de ropas oscuras / entre las luces de un salón de baile”, así comienza un libro que termina por ser una gran danza de la creación, aunque en el sentido más banal y plástico del término. Que ángeles y automóviles formen parte de la masa vista por la “voz que ve” es una respuesta elocuente de la poesía frente a un mundo cada vez más materialista. Freidemberg entiende que la mejor manera de responderle a un tiempo histórico que ha perdido los símbolos para cambiarlos por los objetos, invirtiendo aquella vieja lógica de que la palabra mata a la cosa, es volver a la palabra en su dimensión referencial: las cosas que se nombran están en el libro, casi se tocan con la misma firmeza y peso que la piedra del poema de Drummond de Andrade que abre como epígrafe el texto. Solución poética, entonces, a manera de síntesis: las palabras son las cosas, y es por eso que hay a lo largo del libro un juego de fragmentación, de división de los términos en varios tramos, en donde cada expresión se separa en sílabas, se deshace en versos desmembrados como si estuviésemos partiendo algo rugoso, material. De algún modo, lo que aquí se plantea es que las cosas, aún en tiempos insustanciales, siguen siendo y estando, una suerte de flujo que se corre y mueve, que no es estático, pero que tampoco por eso habría que llamarlo etéreo. Las cosas siguen estando en un contexto donde parece que todo es desechable.
Daniel Freidemberg (Resistencia, Chaco, 1945), autor de Diario en la crisis (1986) y Un hilo naranja (2021), entre muchos otros libros y compilaciones, siempre ha establecido una particular tensión entre los versos y sus correlatos, tanto en su propia escritura como en su particular lugar de ensayista y, bien le vale el título, polemista. Desde la fundación de Diario de poesía en el último tramo de la década del 80, parte de su apuesta junto con otros miembros de la redacción (Martín Prieto, Daniel García Helder) fue la de proponer el agotamiento de cierto modo de entender la poesía neobarroca, de profusas experimentaciones visuales, sonoras, para tratar de volver a la concreción de la palabra. Aunque es injusto decir que la estética de Freidemberg es objetivista, tradición que toma su forma más representativa en la década del 90 con otra generación y otra revista señera, 18 Whiskys (de apenas dos números). Hay algo en Esa materia que se fuga que no puede ser explicado del todo según la lógica de ir a lo puntual y generar un efecto poético que parta de la experiencia sensible o de la percepción, a diferencia de una que se produzca solamente por el texto. Hay también fragmentación de las palabras, ecos de otros poemas, tanto del autor como de diversos escritores que también han sabido ver casi proféticamente (el famoso “He visto las mejores mentes de mi generación” de Allen Ginsberg tiene su lugar en estas páginas), todo junto a complejas disposiciones retóricas que van armando un panorama apocalíptico.
Y es que es ese el otro gran asunto del libro: el fin de los tiempos. El “ver” que todo lo domina es bíblico, a su manera, como las visiones que invadieron al apóstol San Juan y que hacen al último libro de la obra sagrada, el Apocalipsis (no olvidemos, en griego, “revelación”). No porque lo haga explícito el yo lírico, claro, sino porque ese cambalache en donde todo se confunde es también la pérdida de todo recorte, la invasión de cosas de conjuntos diversos en el mismo caldo. De ahí que cada objeto brille en una suerte de iridiscencia fugaz para luego integrarse al gran revoltijo, a la marea de desperdicios a la cual todo está destinado: “En el punto de fuga / consiente en mostrarse / como un precario flash” cada objeto de este poemario.
Esa materia que se fuga es un libro que no se encierra en la melancolía que evoca tiempos mejores: se habla del “trap” de los “freestylers”, pero están pegados, reunidos en la misma agonística mesa familiar junto al cielo, al “triunfo del óxido”, también “a la luna reflejada en el mar”. Cuando el poema ve, todo se iguala: extraña democracia que transforma a lo percibido en apenas un momento dentro de ese océano material que el yo lírico trata de describir desde un punto que parece el del sueño profético o la pesadilla. Y es que el tiempo es esa otra gran “cosa” contra la que cada uno de estos poemas tiene que enfrentarse: un tiempo que parece clausurado y también, a su vez, listo para comenzar de nuevo, como si fuese el origen después del ocaso, la necesidad de seguir adelante que tiene el orden caótico de los acontecimientos luego de que todo marco de comprensión haya caído. De ahí la crítica a la banalidad de este momento en que la humanidad parece sin rumbo, atrapada en el consumismo como único modo de relación con lo que nos rodea. Dicta uno de los poemas aquí reunidos: “al fin cesara la guerra con el tiempo”. La única esperanza que este libro de Daniel Freidemberg arroja es que el fin puede igualarlo todo. Y que después de ese fin de todo lo que conocemos, por una suerte que ni el poeta ni el profeta pueden indicar, siempre habrá un momento más. Un cacho más de porvenir.