La historia de José Morán (Jorge Salcedo) parece terminar con una persecución en una ruta de provincia, una serie de disparos, un automóvil rodando por un barranco. La noticia en la primera plana de los diarios lo presenta con nombre y apellido y la crónica policial le da cuerpo a su tragedia. El sonido de la máquina de escribir se impregna en las imágenes de la ciudad, el Obelisco, un tren a toda velocidad, pasajeros que entran en la boca de un subterráneo. Buenos Aires, la ciudad en movimiento. “Esta es la ciudad de los nervios excitados, que todos los días atrae a su centro a millares de seres impacientes. Los agita, los devora, se empujan, se atropellan en una prisa sin sentido”. La voz del narrador nos presenta a José Morán en el comienzo de Apenas un delincuente, obra cumbre del policial argentino dirigida por Hugo Fregonese en 1949. Esa voz es también el germen de una idea para otro director argentino, situado en otro tiempo pero en la misma ciudad. Rodrigo Moreno comienza Los delincuentes con la presencia de otro Morán (Daniel Elias). Un oficinista, un bancario, un habitante de esa ciudad que no ha calmado sus nervios en los 70 años que separan a una película de otra. Otro policial, otra mirada sobre la ciudad, otra película con destino de obra maestra para el cine argentino.

Los delincuentes es la obra madura de Rodrigo Moreno, quien comenzó como uno de los jóvenes del Nuevo Cine Argentino de los años 90, codirigiendo junto a Mariano De Rosa, Salvador Roselli y Nicolás Saad Mala época (1998), una ópera prima deudora de esos tiempos de crisis, de la irrupción de voces nuevas que se corrían de las tradiciones, enarbolando un camino de búsqueda y cuestionamiento. Estrenada hace apenas unos meses en Un Certain Regard del Festival de Cannes, y celebrada en ciudades festivaleras como San Sebastián y Nueva York, Los delincuentes es también un paso notable en un camino que ha concebido el trabajo y el tiempo como temas centrales de una obra, condensando los años que separan aquel debut de este presente en una consciente maduración formal, en un humor cáustico y fructífero, y una narrativa ambiciosa. Moreno asume en la estela de Fregonese la reinvención de una mirada de la que él se piensa crítico y continuador, y su película se revela como una lúdica reflexión sobre un cine propio, una ciudad presente, y una vocación de vida y libertad irrenunciable. 

El cine argentino y sus tradiciones

“No me interesaba tomar la película de Fregonese como remake ni como adaptación, sino como premisa o punto de partida. ¿Qué pasa si mi punto de partida para escribir un guion es una película? Una película que además sea argentina, significativa dentro de la historia del cine nacional, releída por alguien como yo que pertenece a una generación que fue muy reactiva a las tradiciones del cine argentino”, revela el director en diálogo con Radar a propósito del estreno en salas de Los delincuentes este jueves 26 de octubre (en el Malba se exhibe en una programación doble junto a Apenas un delincuente). “Salvo la aparición de Lucrecia Martel con Graciela Borges (en La ciénaga), haciéndose cargo de esa tradición, buscando una filiación con el cine argentino de los 60, con Torre Nilson, el resto de los nuevos directores de los 90 fuimos muy reactivos a las formas de producción, de representación y de consumo del cine argentino. Con ello buscábamos evitar los grandes temas de la agenda pública, que era lo que el cine de la democracia había abordado, y por eso en el momento en el que salimos a filmar nos impusimos cambiar los rostros habituales del cine, buscar gente de la calle, encontrar otras voces. Fue la última vez que hubo una reacción ante lo establecido dentro del cine argentino”.

Aquella reacción, aquel ímpetu iconoclasta, se fue integrando con el correr de las décadas a esa identidad que nuestro cine asumió en el nuevo siglo. Y Moreno contribuyó a ese progreso: después de Mala época, llegó El custodio (2006), con un actor como Julio Chávez en un papel silencioso, atípico para su verborragia, retrato austero de la rutina laboral de ese presente. Un mundo misterioso (2011), Réimon (2014), Una ciudad de provincia (2017), mojones de una reflexión constante sobre el movimiento debajo de los grandes acontecimientos, meditaciones sobre el sentido del tiempo libre y el misterio tras los recorridos urbanos, preocupaciones sobre las tensiones sociales invisibles, los lenguajes que chocan, las geografías que coexisten. Esquivas al género y a esa impronta de los grandes relatos, las películas de Moreno trazan una cartografía de personajes pequeños que habitaban sus mundos empujados por la misma búsqueda, una posible libertad para su tiempo, una merecida autonomía para sus decisiones. Y Los delincuentes es fruto de ese largo recorrido, de ese meditado tránsito por aquello nunca evidente. 

Morán es una forma cotidiana de ese hombre invisible. Un engranaje más en el sistema bancario. El tesorero que todas las mañanas llega a la oficina luego de tomar el subte y caminar la ciudad, tomarse un café en el bar, saludar a sus compañeros de jornada. Entra a la bóveda, cuenta billetes, los reparte a los cajeros. En el descanso fuma un cigarrillo en la puerta, con la irónica anunciación de que es el último. Luego lleva el mismo maletín al depósito, una nueva cuenta, otra despedida. Pero un día eso cambia. Morán se lleva el contenido de la bóveda en su mochila, viaja en subte sin despertar sospechas, mete el dinero en un bolso y se dispone a cambiar de vida. En Apenas un delincuente la vida de ese otro Morán también cambiaba. El motivo: hacerse millonario. “Algunos quedan prisioneros de la mala fiebre, de la impaciencia por llegar demasiado rápido, por tenerlo todo, aunque sea saltando la valla”, reflexionaba el narrador de Fregonese. Y el José Morán de Jorge Salcedo era el más impaciente de todos, un Isidoro Cañones sin tío millonario, un vivo porteño que buscaba saltar la valla para hacerse con aquello que estaba ahí, a su alcance.

“El motivo del personaje de Salcedo era lo que menos me interesaba de Apenas un delincuente. Era un tipo antipático para el espectador al que lo único que le interesaba era la guita. No en vano la película de Fregonese fue estrenada en 1949, en pleno auge del capitalismo de posguerra. Era el tiempo de la doctrina Monroe, con Estados Unidos dominando dos tercios del planeta, así que la idea de un futuro de progreso, con guita, era la salvación, no solo económica sino también social, en tanto el dinero era sinónimo de prestigio, de éxito. Hoy el panorama es distinto, el capitalismo sigue firme pero con un rostro menos promisorio, con menos brillo”. ¿Cuál es entonces el motivo de este nuevo Morán? Un tipo que decide dejar el dinero en manos de su compañero de trabajo, el sufrido Román (Esteban Bigliardi). Que apenas se lleva un disco de Pappo, come una pizza de muzzarella en Imperio y parte a la deriva sin destino fijo. La mirada de Moreno se inmiscuye en cavilaciones silenciosas, miradas perdidas, decisiones nunca dichas. Los pasos de Morán atraviesan una ciudad bulliciosa, con sus edificios imponentes y sus calles atestadas, conteniendo el chispazo involuntario de un nuevo rumbo. “En ese cambio de expectativas conduje a la historia del robo y a la tradición del policial a un nuevo abordaje de esos tópicos”, continúa el director. “Y no lo hice solo con Apenas un delincuente sino con algo más amplio. Porque en el momento en que decidí usar la música de Piazzola, filmar la ciudad como la filmé, también me atreví a convocar a los espíritus de un cine propio. Para que el espectador se siente en la butaca y diga: ‘Ah, estamos viendo una película argentina’”.

Dobles y dualidades

Una película argentina. O dos, quizás. Los delincuentes se divide en dos: en dos partes, en dos personajes, en dos escenarios, el campo y la ciudad. Al principio conocemos a Morán y su plan. Para el éxito del robo necesita un cómplice involuntario: Román. ¿Un doble o un anagrama? “La idea del doble fue quizás el primer gesto para desmarcarme de la película de Fregonese”, revela Moreno. “‘¿Y si en vez de uno son dos?’ Ahí aparece la idea de los anagramas, Morán, Román, y después ese chiste comienza a tomar cuerpo en la idea de un destino común alrededor de un objeto robado, un bolso con plata, en la que ese doppelgänger divide sus roles, el tipo que tiene que ocultar el botín y el tipo que tiene que sacrificarse. Y paradójicamente el sacrificado es el que apunta siempre a la liberación, del yugo del trabajo pero también de otras angustias existenciales, y el que se oculta, el que se hace el boludo, es el que experimenta el castigo del trabajo, en tanto debe enfrentar la investigación del robo. Un destino similar pero por medios muy diferentes. El encierro en la cárcel, el encierro en el trabajo. Me interesaba poner en escena esa relación especular: dos personajes que recorren el mismo camino sin saberlo”.

Al lunes siguiente después del robo y del fin de semana largo, el banco es una revolución. Las cámaras muestran el delito, las acusaciones se disparan y Román se descubre como el blanco de las miradas. Su posible complicidad lo convirtió en el depositario del dinero y lo que resta es soportar las especulaciones de sus compañeros, las quejas de sus superiores, la investigación de la compañía de seguros. “Las escenas de la investigación en el banco fueron pensadas originalmente como un ‘comic relief’. En tanto la propuesta sobre el género era a partir de su deconstrucción, no quería mostrar un banco como el de las películas de atracos. Quería salirme de esa lógica y por eso escribí los diálogos con una impronta cómica, casi como un ‘momento Berlanga’”, explica el director. La dinámica de la investigación policial no solo ofrece una mirada cómica sobre la burocracia financiera sino que funciona como perfecto equilibrio del derrotero de Morán luego del incidente. La bifurcación de senderos también obliga a la presencia obsesiva de la pesquisa, más inquieta y menos solemne que en los relatos policiales tradicionales, pero astuta para mantener el misterio, para construir el doble anhelo de la libertad prometida.

La libertad y el tiempo

Hay un tema que circula en la película y que en este tiempo de incertidumbres políticas y discusiones metafísicas adquiere aún más relevancia: la libertad. Libertad como un concepto complejo, nunca reducido a la literalidad del encierro o del mercado, sino que surge del deseo de los personajes y se va resignificando con el movimiento de la historia. “Cuando yo empecé a escribir este guion, antes del 2018, todo el contexto político actual no existía. Por supuesto que soy consciente hoy que la película cobra otro sentido. Reclamar el concepto de libertad es una forma de honrar su historia, que recorrió un largo tiempo desde la Revolución Francesa y que ha tenido innumerables resonancias. A diferencia del personaje de Salcedo en Apenas un delincuente, para quien la libertad implicaba el ser millonario, este nuevo Morán defiende la posibilidad de ser dueño de su tiempo. Y en esa pregunta sobre qué hacemos con nuestro tiempo está la idea de la libertad como solución a la opresión, a la rutina, a la dependencia”. El tiempo adquiere así dimensión existencial para los personajes y cinematográfica para el director. ¿Cómo filmar una película sobre el tiempo?

En ese sentido, Los delincuentes se piensa en tensión con cierta tradición moderna que ha reinventado la forma clásica de los géneros. Cineastas como Jean-Pierre Melville o Claude Chabrol deconstruyeron la estructura del policial no solo a través de la acentuación de su iconografía –vestimenta del detective, planificación de los espacios, elasticidad de los conflictos-, sino a partir de cierto anacronismo en la puntuación gramatical de las películas. Los delincuentes está plagada de fundidos encadenados, pantallas partidas, transiciones sonoras que recuerdan a esa apropiación que hiciera la modernidad de una gramática originaria del cine silente, ahora con otra impronta. “En tanto el lenguaje de la película es el de la fábula –continúa Moreno-, no tiene nada que ver con el realismo cinematográfico sino que aspira a una poética capaz de integrar recursos artificiales con un registro documental de la ciudad, urbano e inmediato. Y, al mismo tiempo, esa elección de recursos formales no habituales nos permite contrarrestar esa tendencia a la homogeneización que caracteriza hoy al policial en plataformas. Las series, y su consumo domesticado, repiten recursos y estimulan al espectador a una mirada rápida, casi inconsciente. Me parece que el cine tiene otra cosa para dar, y en esa tensión con las ficciones seriadas es importante que se decida a contar las cosas de otra forma”.

Cine de prosa, cine de poesía.

“A grandes rasgos, podríamos decir que la primera parte es cine de prosa y la segunda, cine de poesía. La primera parte tiene la ciudad, una narración más marcial, está la investigación, está el género policial, hay cierta responsabilidad en mi forma de filmar para mantener la atención del espectador. La segunda parte tiene otra ambición, es la contracara de esa rigidez, de ese discurso que afirma que solo vivimos para trabajar. La película tenía que sublevarse contra el género a través de una pulsión poética que yo considero fundamental en el cine”. La reflexión de Rodrigo Moreno trae al universo rioplatense la vieja polémica que agitó al cine de mediados de los años 60. ‘Cine de prosa’, en la reflexión de Éric Rohmer, suponía un cine narrativo que en esa vocación de seguir contando historias no renunciaba a su modernidad; ‘cine de poesía’ sintetizaba la aspiración de Pier Paolo Pasolini de trascender desde el arte los límites del mero reflejo de la vida.

Los caminos de Morán y Román también suponen una encrucijada similar. El primero inicia el vaivén del policial, el robo y el ocultamiento del botín; el segundo, el sostén de la apariencia, el deber de purgar la culpa del otro. Temas que definieron al film noir y a su versión autóctona, arraigada en el empedrado citadino, el bullicio de los transeúntes, las paredes grises de los edificios. Pero en este juego de dobles, la segunda parte de la película aspira a otro escenario: los paisajes de la provincia, los cielos límpidos de la sierra. El destino asoma de manera fortuita: un letrero en la ruta anuncia la distancia hacia Alpa Corral, en Córdoba. ¿Qué les espera allí a estos cómplices en el delito? Un sendero apenas disimulado entre la vegetación, un arroyo de agua cristalina y, en el monte apenas escarpado, una roca inmensa, desafiante. Sitio perfecto para guardar secretos y pronosticar futuros encuentros. Allí, mientras desprevenidos bañistas disfrutan del vino y el calor, comen frutas y se tienden al sol, el misterio asume otro rostro, uno que nunca hubiéramos imaginado.

Es así como cada espacio propone sus encuentros. En el banco, la pesquisa se arremolina alrededor de investigadores y sospechosos. La contadora de la compañía de seguros –interpretada magistralmente por Laura Paredes- debe descubrir dónde está el dinero, quién lo tiene y miente para cubrir sus pasos. “El personaje de Laura Paredes siempre estuvo pensado para ella y al comienzo de la escritura tenía muchas más escenas de las que finalmente quedaron en la película. Decidimos concentrar la dinámica en dos escenas de interrogatorio, que fueron las que finalmente quedaron. Es que el rol de la investigadora y su pesquisa no solo ofrecía un retrato divertido y absurdo de la vida bancaria, sino que también sostenía en términos narrativos el hilo conductor de la película. Muchos de los hallazgos de esa parte de la historia se hicieron en el montaje, encontrando un ritmo que equilibrara el destino de Morán y el de Román, más laxo en términos de relato, con la línea de investigación más firme, conducida por la voracidad de la detective que quiere encontrar al culpable”, señala el director.

En Alpa Corral el personaje estrella es un documentalista chileno dedicado a filmar jardines. Lo acompañan dos hermanas, Morna y Norma (Cecilia Rainero, Margarita Molfino), quienes alternan tareas de asistencia de dirección y entusiastas protagonistas de una mínima acción. Flores, enormes extensiones de vegetación y siluetas de posibles jardines inundan las imágenes de ese ávido observador. “El personaje del documentalista de jardines está inspirado en la figura de Javier [Zoro Sutton], que es justamente el actor que lo interpreta, un documentalista chileno al que conocí porque fui tutor de su segundo proyecto: una película sobre jardines. Todo su discurso acerca de los jardines es parte del texto que tomé de su guion porque me parecía bellísimo. Y también el gesto de esa producción sesuda pero con alma amateur servía para definir lo improductivo, una película hecha sobre momentos inconexos, una flor, las chicas corriendo, retazos de una estancia sin un objetivo claro. Todo respondía a la misma pregunta: ¿qué podía estar en las antípodas de un trabajo en el banco, de un tipo que se levanta a la mañana todos los días para ir a un lugar a contar guita? Un grupo filmando una florcita y tomando vino”.

Los delincuentes se filmó a lo largo de cuatro años, del 2018 al 2022. El rodaje duró tres años y medio, justamente el tiempo que Morán calcula que irá a la cárcel por el robo al banco. Es también la película en la que confluyen todas las anteriores de su director. El interrogante por el tiempo de El custodio, la relación del trabajo y el ocio de Réimon, el azar como motor de la deriva de Un mundo misterioso, el hallazgo de un espacio como territorio de salvación de Una ciudad de provincia. Y también la alienación que proviene de la vida contemporánea, la tecnología, la vigilancia y el control permanentes en la vida privada que asoma en todas ellas. Los delincuentes abraza un ritmo poético como ruptura de la tiranía del relato, como emancipación de esa circularidad citadina que ahora se dispersa en los paisajes de la sierra cordobesa. La cámara es la que está contando algo, con sus movimientos, con su devenir sobre lo etéreo. Esa dualidad entre la prosa y la poesía también se define en los timbres musicales, la aparición del arpa como sonido, e hallazgo de la poesía leída. Y el poema “La Gran Salina” de Zelarrayán como el camino hacia la libertad de la historia.