Preámbulo
-Estoy leyendo a Robert Darnton.
-¿De nuevo?
-No, por primera vez
-¿No lo habías leído, vos que lees historia hace tantos años?
-No. En su momento no me coincidió con la materia que cursaba y yo leía otras cosas así que no lo leí. El otro día enganché una promo en la librería y me lo compré. Más allá de todo lo bueno que está, hay algo que me hizo pensar en un artículo de actualidad, para el diario.
-Ya sé, el de la matanza de gatos. Vos sos medio nazi con el bicherío
-Nah. El de Mamá Oca. Preguntáme por qué así arranco.
-Bueno, a ver ¿y por qué te gustó el artículo de Mamá Oca?
El artículo propiamente dicho
Mamá Oca era una colección de cuentos populares que Perrault recopiló y publicó en Francia a finés del siglo XVII. El historiador norteamericano Robert Darnton se puso a cruzar data acerca de aquellas ediciones y de la forma en que fueron recopiladas. Las compara con otras versiones de aquellos viejos cuentos (Caperucita, El gato con Botas, etc.) versiones más actuales a las que se pudo acceder mediante relatos orales. Y es ahí donde se me encendió una alarma.
Me pregunté ¿cuánto queda de la transmisión oral al interior de las familias? ¿Cuántas historias las conocimos y aprendimos de ese modo? Mis abuelos paternos eran muy contadores de historias. Mi abuela Herminia, por ejemplo, tenía un gran arsenal de poesías. Se había criado cerca de un cuñado actor, lo que hacía posible que junto a la poderosa “Madre Anarquía” de Alberto Ghiraldo pudiera recitarte “La estancia del mojón” y muchas más en las que no faltaban rimas picarescas o directamente lo que podríamos denominar “chanchadas”. En cuentos infantiles, su hitazo era el de la Hormiguita que sale a barrer la vereda y se encuentra una moneda, y tras una serie de peripecias termina casada con el Ratón Pérez. Ese cuento lo ví mencionado en una novela de Almudena Grandes, así que debe ser español (mi abuela era hija de españoles). Ese cuento yo lo aprendí de ella y tras años de no escucharlo pude reproducirlo sin problemas para mis hijos. Creo que mis primos también lo deben haber contado, haciendo resonar en nuestras voces la de la abuela. Los otros cuentos que conté y actualmente cuento, en general son leídos, incluso los tradicionales. Si es con el celular, en la previa de la dormida, le pongo el video en youtube muteado y se lo cuento mientras corre el video.
Fulbo
Desde chiquito soy enfermito del fútbol. No sé dónde se ubicaría el corte generacional, pero sí sé que los de 50 para arriba, aprendimos muchísimo fútbol por transmisión oral. El Charro Moreno, el Chueco García, Mussimessi -mi abuelo-; Menotti, el Gitano, Sívori -mi viejo-. De esa forma, quizás apoyada por alguna nota histórica en “El gráfico” nosotros armábamos nuestra genealogía, heredamos nuestro panteón de héroes, nuestro ranking de destrezas: Amadeo la paraba de pecho, Perfumo en Racing salía jugando siempre, aunque hubiera sesenta (?) rivales. Gatica esto, Prada aquello, Bunetta lo otro.
Hoy es más difícil transmitir eso de aquella forma, porque los grandes jugadores que uno ha visto están filmados. Quizás Bochini y Alonso en el circuito local, o Kempes en Central, pero desde el Diego para acá, ya están todos filmados, incluso aparecen nuevos videos de Pelé y de Distéfano que pueden ayudar a derribar o agrandar las leyendas. No hay transmisión oral posible ante un archivo sobreabundante.
Y la música, claro. La pinta de Julio Sosa, las chicas suspirando cuando cantaba Morán en los bailes de Morón, las rosas sobre el piano de Pugliese o el lanzamiento de bombachas a Palolo. No hay video, todo relato oral, todo emoción, exageraciones o mentira… y responde el meme ¿quiénes somos para juzgar? De Los redondos hay video, de Charly también.
¿Fin?
¿Es necesaria la oralidad? ¿Era propia de otros tiempos? Si es que muere ¿bien muerta está? Difícil responder a esto sin sentir que echamos una palada de tierra sobre nuestra formación emocional. En principio pienso que solo tiene sentido narrar oralmente aquello que quede “fuera de registro” de la internet, de los libros de memoria y de los posteos de redes. Y en ese sentido ¿hay paciencia para escuchar relatos orales de parte de padres y abuelos? Creo que no. A veces pienso que cuando cuento una historia, los pibes -incluso algunos no tan pibes- preferirían que les mande un audio de wasap o les haga un tik tok. Porque se ha perdido también la escucha, ojo. Y eso no estaría tan mal, si es que nosotros nos animáramos a hacer eso; pero aún así, sólo serviría para el registro, no para la vivencia de escuchar el cuento de la Hormiguita, o las hazañas de Gatica en la voz actuada de nuestros abuelos.
De todos modos, creo que los que nos criamos con altas dosis de oralidad, deberíamos entrarle con ganas a los nuevos formatos. Contar las historias, grabarse, si salen mal, las grabamos de nuevo. Si el destinatario está lejos, le llega igual, si al pibe le gusta, lo comparte con sus amigos. Ahora que la gente tiene hijos más grandes hay menos abuelos en la superficie terrestre y por lo tanto la actividad de contar fantasías, cuentos de hadas, fábulas y crónicas deportivas tiene un público al que habrá que construir y fidelizar.
Creo que deberíamos intentar mantener viva la tradición de contar historias, tratar de encantar al oyente, intentar que ese relato y esa instancia de “te cuento un cuento” sea parte funcional de la relación entre adultos y niños, buscando que por detrás de los nuevos formatos siga latiendo el pulso de las historias que nos unen y que nos hacen sentirnos parte de una comunidad.