Lo que me digo, lo que pienso, lo que siento, lo que me da por informado y no permite que me haga el tonto ante lo que percibo, la mirada que ve en la oscuridad y el vacío, la voz que no calla, la siempre encendida. La que habla hasta cuando no habla. La que por momentos habla sola. La que ¡ay! por qué me estas diciendo esto justo ahora que quería seguir viendo el partido...

Lo que me digo, lo que nos decimos a nosotros mismos: ahí está el punto donde la energía regula la materia. En esa voz sin sonido que nos escuchamos y nos pone en movimiento y nos conduce por la vida. En todos los campos, no solo los que creemos vemos por el parabrisas de los ojos.

A menudo creo que es la misma que tengo desde que recuerdo. La observo (la respiro) y me doy cuenta de que sí y no. Varía con mis estados. Experiencias por las que pasé me la fueron modificando. La resonancia que me produjeron otras voces me la fue despojando de miedos para atreverme, cada vez más, a ser fiel a algo que “es en mí ” desde un principio.

Se me visualiza como una membrana viva, un músculo que se contrae y descontrae y deja pasar lo que viene, o lo retiene (reprime). Donde no hace falta que esté para que esté.

Me detengo aquí porque quiero invitarte a que reconozcas esa porosidad, a tu manera y con tus propias imágenes y formas de sentirlo. No en términos intelectuales ni de autoconocimiento sino políticos. Todo lo es.

Como quien defiende un territorio ante la voracidad expansionista de un sistema de vida que quiere desforestarlo para plantar sus propios ideales. Y dominar tus comportamientos. Unificarlos en una corriente única, fácil y ponerla al servicio de sus intereses. Hacer de mi (tu, nuestra...) individualidad una masa.

Sí, vienen por nuestros latidos: por controlar las reacciones que se producen en ese espacio al que llegamos (o nos llega) por los ecos de esa voz que creemos propia. Vienen por calibrar un espejismo al que llaman libertad para encubrir su esencia: dominación invisible.

Cada vez son más hábiles en la sutileza. En base a los datos que recogen de nuestros gustos, los alimentan con ideas y productos parecidos y nos hacen creer que lo que decidimos nos pertenece e incide. Su poder de manipulación ha puesto en circulación un concepto desvalorizante para cualquier voz que ose revelar la trama: conspiroparanoia.

Su mano invisible, conocedora de todos los resortes que nos dan felicidad periférica, busca hacernos creer que cuanto percibimos por esa voz que nos habla por dentro es una construcción irreal producto de una patología mental. Hasta no hace mucho se la llamaba herejía y a los que no podían tragársela los encerraban en hospicios o cárceles, o bien los pasaban por algún fuego.

Hoy se los cancela dándoles libertad de expresión y superponiendo a su grito otros. La fórmula del elefante en el bazar: la manera más efectiva de invisibilizarlo, llenar el bazar con muchos elefantes. Resultado: demencia masiva.

Hasta el mismo hecho de que todo parece irse a la mierda (el no futuro por el que tantos punks inmolaron lo mejor de sí mismos) aprovechan. Y todos lo alimentamos con la ilusión de vivir (explotar) el presente sin tener en cuenta las consecuencias. Aprovechá gaviota, que no habrá otra. Cambiate de bando, no rompas más.

Paréntesis: ayer nomás, hace sesenta años, Miguel Grinberg (1937-2022) decía que no transar y aceptar producía mufa: moho en la conciencia. Bailes al son o resistas, mal que nos caiga la metáfora del musgo verdoso, hoy todos estamos mufados.

Podría llamar resistencia (como la resistencia francesa al nazismo, o la peronista al vendepatrismo) a esta conciencia de que hay un territorio que no cederemos bajo ningún tipo de moneda o presión. Como a “lo que se resiste persiste”, prefiero ubicar esta vocesita indomable en lo que llamo mi zona de luz.

La que siempre está conectada con y sin suministro. La que en el fondo sabe. La que creo mía aun sabiendo que es de la “especie en mí”. La que conecta mi conciencia con la conciencia del Cosmos o de las redes de energías que me materializaron como ser humano. La que me viene ancestralmente desde el Origen. La que no teme. La única que de veras puede cuidarme. La voz que no transa. Sí, reconfirmo: quiero ser su instrumento.

Si algo todavía chirría, es el parlante. No depende de la señal.


Juan Carlos Kreimer acaba de editar la novela Búzios era un hospital de tránsito (Seix Barral) y su último libro de ensayos es El artista como buscador espiritual (Ediciones La Llave/Grupal).