La portada del libro de Esteban Buch, editado por Fondo de Cultura

En una escena de Barbarella (1968), una película de ciencia ficción de Roger Vadim basada en una historieta de Jean-Claude Forest, el personaje de Jane Fonda se encuentra atrapado en la “máquina excesiva” del Dr. Durand Durand (o Duran Duran, como el grupo de rock inglés que tomará su nombre en 1978). El villano renegado, al que en nombre del presidente de la Tierra la heroína ha seguido hasta su refugio en un planeta lejano, es un sádico al que le gusta estimular sexualmente a sus víctimas hasta hacerlas morir de placer. Así lo muestran los cadáveres de mujeres amontonados junto a la máquina, un poco como en la Odisea las víctimas de las sirenas se iban juntando a su lado sobre la hierba. En la película, esas intensidades letales provienen de sonidos anotados en una partitura futurista, en colores y con formas geométricas, que el actor Milo O’Shea interpreta con brío. El placer pintado en su rostro renueva en variante siniestra el tópico del “virtuosismo viril” del pianista romántico. Con las manos enguantadas de negro, el hombre toca el teclado de una máquina “mitad órgano Wurlitzer, mitad planta carnívora” que se mueve con la música, y así sus sonidos tocan literalmente el cuerpo desnudo de la actriz, acostada en las entrañas de la máquina. La obra, le dice a Barbarella, se llama “Sonata para verdugo y jóvenes varias”.

La música, compuesta para la película por Bob Crewe y Charles Fox, cita la primera frase de la Tocatta en re menor de Bach, icono sonoro del “padre de la música”, y sigue con una alegre mezcla de “lounge enérgico y sonidos psicodélicos”, con fanfarrias y jadeos sugestivos. Barbarella, cautiva de la máquina excesiva, descubre tras la sorpresa inicial que el efecto es “sort of nice”. Durand Durand asiente, con una sonrisa cruel, mientras redobla sus maquinaciones: “Cuando lleguemos al crescendo morirás de placer”, dice, confundiendo extrañamente crescendo con clímax. Los ojos de la bella astronauta se cierran a medida que la música y su placer se intensifican, como si perdiera el conocimiento bajo las manipulaciones de su torturador. Un grito se escapa de su boca cuando llega al orgasmo. En ese momento, el aparato se prende fuego y la música se deshace en restos de su propio estilo. La máquina excesiva estalla a causa del goce músico-sexual de la mujer. Durand Durand, furioso, le reprocha gritando: “¡Has agotado su poder!”.

Barbarella, modelada por Brigitte Bardot en la historieta y encarnada en la pantalla por Jane Fonda, ambas símbolos de sex symbols, es literalmente la mujer más bella del universo. Ser psicodélico e icono feminista, irradia placer y libertad. En la escena de la máquina excesiva, muestra por su agencia la incapacidad de la ciencia patriarcal de la música para entender que el orgasmo femenino nunca es una muerte, ni grande ni pequeña. Aunque sea una fantasía, e incluso, según algunos, una fantasía de Serie B, la película plantea cuestiones que van más allá de la ficción. “¿En qué máquina poner a la mujer, en qué máquina se pone la mujer para convertirse en objeto no edípico del deseo, es decir, en sexo no humano?”, se preguntan Deleuze y Guattari en El antiedipo. En su libro sobre Barbarella, Véronique Bergen describe la vida sexual y los “encuentros del tercer tipo” de la heroína del cómic, “terrícola, extraterrestre, robot, cyborg, ángel...”. A lo largo de la película, dice, “la combinación de ensamblajes heterogéneos, de series divergentes, promete una intensificación del régimen del ser”. Barbarella anima una fábula que reúne componentes humanos y no humanos, orgánicos y mecánicos, partituras y vapores, cuerpos químicos, atmósferas y cuasi cosas. Una variante sonora de esos encuentros es justamente la máquina excesiva, una entidad que reúne a una mujer, un hombre, un crescendo de música, una máquina en movimiento, una explosión y varias cosas más.

La “máquina excesiva” evoca tanto la “máquina de doble función” de Adorno como las “máquinas deseantes” de Deleuze y Guattari. Como estas últimas, se trata de una producción en la que “el deseo no deja de acoplar flujos continuos y objetos parciales esencialmente fragmentarios y fragmentados. El deseo hace fluir, fluye y corta”. Pero Durand Durand es un agresor sexual, y el hecho de que Barbarella goce con sus maquinaciones no cambia su pornofonía. “Es decir que las máquinas deseantes no están pacificadas: hay en ellas domina- ciones y servidumbres, elementos mortíferos, partes sádicas y partes masoquistas superpuestas”, dice El antiedipo. Barbarella es una ficción creada por hombres, en este caso Forest y Vadim y sus respectivas máquinas de producción, pero es ella quien hace explotar la máquina excesiva. Por eso la máquina excesiva y sus personajes de ficción también tienen algo de las máquinas de coito y castración que Adorno escuchaba en el jazz.

En la historieta publicada en 1964 por Forest, que más tarde colaboraría en el guion de Vadim, la “máquina excesiva” es muy diferente a la de la película. La maneja un personaje llamado Duran —escrito una y no dos veces—, que la usa para salvarle la vida a Barbarella, no para matarla. Sobre todo, no tiene ninguna relación con la música. En cambio, en otro momento de la historia aparece un órgano, una máquina que le sirve a una reina malvada para programar sus sueños, y que Barbarella va a usar para sus propios fines. En este caso el instrumento musical actúa sobre la mente, no sobre el cuerpo. No mata, y no produce sonidos, sino experiencias oníricas.

Barbarella, en el original de Forest

TOCAR EN VEZ DE JUGAR

Distinta en eso es una máquina deseante concebida en la misma época en Argentina por la compositora Carmen Baliero y la pianista Adriana de los Santos, la obra de teatro instrumental Sonata y Osvaldo. En este “poema para piano” —según el subtítulo—, Osvaldo es el nombre del piano y Sonata el nombre de la pianista. La sonata toma literalmente el piano à bras le corps, abraza su cuerpo de madera y metal con todas sus energías. Esta forma de contacto entre la intérprete y el instrumento es en sí notable. En los años cincuenta, con sus piezas para piano preparado, John Cage había interactuado con él de una manera novedosa, haciéndolo sonar diferente mediante una serie de objetos insertos en sus cuerdas. En 1961, en una galería de arte suiza, Arman destruyó un piano con un martillo, y luego hizo una obra permanente con los restos, Waterloo de Chopin. En 1964, durante otra performance, Carpenter para Nam June Paik no 13, Georg Maciunas arremetió contra el piano clavándole a martillazos unos clavos enormes en las teclas. Es poco decir que los afectos sádicos en juego en todas esas obras de artistas hombres eran diferentes de los que animan a Sonata y Osvaldo, una performance de dos mujeres.

El título de la obra no siempre fue igual. En 1988 se llamaba Osvaldo y Sonata, y luego fue Sonata y Osvaldo. Esta es la versión que la compositora prefiere hoy, dice, pues el nombre de la mujer primero es una respuesta a Tristán e Isolda y otras historias románticas en donde el hombre siempre viene antes. La fecha de su estreno también es incierta. Según sus recuerdos, Adriana de los Santos la interpretó en 1993 durante un congreso de ecología realizado en el Camping Musical Bariloche; al año siguiente, la hizo por primera vez en Buenos Aires. La performance más notable, en todo caso, tuvo lugar el 13 de julio de 1996 en el Teatro Margarita Xirgu durante el ciclo de conciertos La otra música, estudiado por Violeta Nigro Giunta. El organizador era Claudio Koremblit, un crítico que había vuelto a Buenos Aires tras un tiempo de inmersión en la vanguardia neoyorquina. Ese espacio se pensaba como más amplio que el “gueto” de la música contemporánea, según la expresión de Adriana de los Santos, pianista clásica especializada en el repertorio del siglo XX. De hecho, Sonata y Osvaldo de Baliero —compositora de música contemporánea, autora de “canciones de vanguardia” y de música para teatro— tiene afinidades, según Camila Juárez, con la música experimental norteamericana, al igual que su pieza Maquinarias para piano a cuatro manos, interpretada en ese mismo concierto a dúo con la pianista.

Aquel día de 1996, la pieza fue recibida primero con risas apagadas que al final se convirtieron en “una explosión”, como si se tratara de una pieza cómica. La escasa familiaridad del público porteño con el género de la performance explica en parte esa reacción. Pero esas risas ante una mujer moviéndose acostada boca abajo sobre un piano eran probablemente una expresión de excitación, o de incomodidad, ante el tema mismo. La pieza en cuestión encarnaba lo que según Baliero es una fantasía recurrente de los pianistas, y especialmente de las pianistas, a saber, el deseo de “cogerse al piano”. La compositora anotó la obra en forma de un texto manuscrito, titulado “guía argumental”, y dos dibujos en forma de historietas.

Sonata y Osvaldo, dibujada por Carmen Baliero

El manuscrito es un guion para dos “protagonistas” que se desarrolla en un acto y dos escenas “en una sala de conciertos convencional”. La primera escena se reduce a la presencia solitaria del piano, flanqueado por su taburete, e iluminado “como un piano que espera al concertista”. La segunda escena comienza con la entrada de Sonata, que “viste como un/a concertista convencional de concierto de música culta (elegante pero cauto/a)”, y se sienta al piano como si fuera a tocar normalmente. La secuencia de acciones es entonces la siguiente: “Apoya las manos sobre la tapa del teclado. Comienza a rozar lentamente con las yemas la tapa buscando un mínimo de sonido (en este momento su mirada acompaña el movimiento de las manos).

El sonido debe ir en aumento. Cuando Sonata siente que fue suficiente, sus manos comienzan a trepar por la anatomía de Osvaldo generando mayor densidad de sonido. Los brazos de Sonata no alcanzan para abarcar toda la superficie de Osvaldo... Comienza a despegarse lentamente del taburete, con su pecho rozando lo más posible a él. Flexiona la rodilla derecha y la apoya sobre la tapa del teclado de Osvaldo, para comenzar a treparlo... reptarlo... Osvaldo permanece inmóvil. Pero Sonata le genera cada vez más sonido. Las manos nunca dejan de rozarlo. Sonata repta hasta el otro extremo de Osvaldo. Generando con sus manos un ruido exitado [sic] y febril...

Hasta que se desploma sobre él (siempre boca abajo). Tras un momento en que se “recupera”, la pianista se sienta en el piano, al otro lado del taburete, y toma un cigarrillo previamente pegado bajo el instrumento. Fuma un momento en silencio, luego “baja con dignidad” y, dando la espalda a Osvaldo, abandona el escenario caminando “lento y satisfecha”.

La pieza hace visible y audible el hecho de que en castellano tocar el piano se dice justamente “tocar” el piano, y no “jugar”, como en inglés, francés o alemán. Los sonidos producidos por las manos y el cuerpo de la pianista son captados por un micrófono colocado sobre el instrumento y difundidos por parlantes en la sala. El papel de Sonata, dice el texto, “puede ser interpretado por una mujer (preferiblemente) o un hombre”, mientras que el de Osvaldo “debe ser interpretado por un piano de cola”, con este guiño a los antiguos carteles de las escaleras sobre los ascensores: “La compositora no se hace responsable de las consecuencias que traería la utilización de otro instrumento”.

Adriana de los Santos es hasta hoy la única intérprete de la obra, cuatro o cinco actuaciones en total, cada vez con un piano diferente. “[Carmen] entendía que mi vínculo con el piano y con la música era muy sexual”, dice al contar los orígenes de la pieza, y describe la performance de 1996 como la experiencia de “meterte el piano en el cuerpo”: “Una vez que me subí y empecé a tocar el piano para mí fue como un orgasmo. Como... no había nada no había nadie, solo el piano y yo”.

La intérprete recuerda una simbiosis en el escenario, “como con un amante”. Sin embargo, la compositora no imaginaba una escena romántica. Mientras que otros instrumentos son tocados solo por sus dueños, explica, “el piano no elige a la gente, al piano lo ponen en un lugar y va la gente y lo toca”. Por eso hay “algo del sometimiento del piano”, algo “medio prostibulario” en el piano. Esta imagen, que puede recordar los pianos de los burdeles de Buenos Aires donde se tocaban los primeros tangos, no es incompatible con la idea de Baliero de hacer “sonar al piano como un animal”. Como una forma de zoofilia, “casi una mujer montándose a un elefante, más que un hombre”. En efecto, aunque Osvaldo es un nombre masculino, ella no se imagina el piano “como un hombre”.

Tal vez haya que decir, entonces, siempre en compañía de Deleuze y Guattari, que Sonata y Osvaldo pone en escena un piano preparado o aumentado por su devenir-animal o su devenir-puta. Si es así, la pianista de esta pieza no es solo una mujer. Tal vez sea una mujer preparada, o una mujer aumentada. El nombre femenino de la sonata toma un género musical clásico, la sonata para piano, masculinizado en el subtítulo de la pieza en un poema para piano. Los sonidos poéticos que la pianista extrae con sus manos tocando la madera negra y pulida del piano son también los de la unión de la música con un instrumento o animal que por así decir se acuesta de espaldas. El piano suena con todo su cuerpo menos con sus cuerdas metálicas, los miembros de la pianista hacen vibrar todas sus piezas menos sus martillos átonos. La música no es un opus ni una ópera, sino un principio activo encarnado en un cuerpo humano. Una música convertida en mujer. Una mujer on top, naturalmente.