Al menos para dos o tres generaciones de público, Michael Jackson es lo más parecido a un nombre legendario inscripto en un pedazo de piedra o a una de esas estatuas que se suponen importantes. Aunque no se sabe por qué. Sobre todo tras su muerte. Hoy su legado sólo se puede reconstruir a partir de una de las obras universales de la música (a la par de la de Beethoven), y de incalculables horas en YouTube que dan cuenta de una performance superdotada. Si hasta en la Universidad de Texas es objeto de estudio. Ese hecho artístico se encuentra condimentado además por recuerdos ajenos, que con el paso del tiempo cosecharon un imaginario distorsionado de su genio y figura. La apropiación es de tal magnitud que en la Argentina se le suele llamar “Maikel”, mientras que en otros lugares le dicen “Miguel” o “Miguelito”. Su vida sigue siendo tan compleja que se debate entre la admiración y la cancelación.

Sin embargo, el miércoles a la noche algo cambió en Buenos Aires para siempre. Desde ese momento, las progenies que abarrotaron la cancha de River (75 mil personas en total, según cifras oficiales) podrán contarle a su descendencia que pudieron ver a su propio “Rey del pop”. The Weeknd regresó a esta parte del mundo con un show 360 (la segunda fecha se pautó para el jueves). No sólo tuvo de todo, sino que no se le escapó absolutamente nada. Es la novena maravilla del mundo moderno, una glorificación a la contemporaneidad, la simetría del desconcierto. Si la puesta de C. Tangana en el Movistar Arena el año pasado puso a prueba a la emoción a partir de la dinámica de la simpleza bien administrada, el imaginario que encierra el tour After Hours til Dawn Stadium es el justo uso del gerundio estético. Sólo podría superarlo la actual residencia de U2 en el domo The Sphere, en Las Vegas. Pero eso ya trascendería la hipérbole barroca.

A manera de alegoría, este desembarco se produjo a 30 años del debut porteño de Michael Jackson en el mismo predio, como parte del Dangerous Tour (el primero de los tres recitales sucedió el 8 de octubre de 1993). Sucedió en una Argentina parecida a la de este post apocalipsis, por si el déjà vu se creía demodé. Si el título de la gira (basado en la homónima canción de su entonces flamante disco) de esa gran bestia pop daba cuenta sobre los peligros de la persuasión y la lujuria, en este caso el alter ego de Abel Tesfaye apelaba por la distopía para alcanzar la luz. Incluso la suya. Más si se toma en consideración que su esperado primer show local, en calidad de cabeza de cartel de Lollapalooza Argentina, en 2017, no dejó buen sabor. Y es que ese minimalismo performático, con él solo en escena de espaldas a una pantalla que se lo devoró, no estuvo a la altura del disco que lo trajo al país y que lo consagró en estrella pop de este siglo: Starboy.

Así como versa el nombre del tour, el oriundo de Ontario regresó a la capital argentina de la mano de sus dos últimos álbumes, After Hours (2020) y Dawn FM, en los que puso su impronta hiphopera y R&B al servicio de la new wave, el pop electrónico y la música dance. Al mejor estilo de Rockwell, Imagination y otros próceres afrodescendientes que se despegaron de la guerra de guerrillas del rap para mostrar una lectura moderna y fluorescente de la negritud. En tanto que esa mirada oscura del mundo que distingue a su cancionero, el artista la volcó en principio en la perdición del ego y la autodestrucción. Para luego salir eyectado de ese purgatorio hacia la liberación que promueve el amor. Si en sendos álbumes esos escenarios estuvieron recreados mediante dos cortometrajes, la directora creativa Mar Taylor eligió representarlos en el show en vivo mediante un espectáculo futurístico. Una nueva revisita al film Metrópolis, obra maestra de Fritz Lang.

Cuando el también canadiense Kaytranada, (el DJ y productor fue uno de los actos de apertura del evento) terminó su performance, al final del campo se empezaba a inflar la luna. Unos metros antes, en medio de la pasarela que conectaba al satélite artificial con la estructura principal, había una versión gigantesca del robot (al estilo Coloso de Rodas) que apareció en el video del single “Echoes of Silence”. Al tiempo que en el escenario se encontraban varias representaciones de edificios, entre los que destacaba la Torre CN, símbolo de la ciudad de Toronto. Cerca de las 21:20, antecedido por la terna de músicos que lo respaldó (guitarra de metal, baterista de rock y tecladista de synth pop), The Weeknd irrumpió ante una multitud desaforada. Lo hizo con “La fama”, cover de Rosalía. Secundado por la suerte de drum'n'bass “False Alarm” y el trap “Party Monster”. Mientras que en “Take My Breath” se puso discotequero, lo que sostuvo en “Sacrifice”.

En ese momento ya se encontraban en la pasarela una veintena de sacerdotisas vestidas de blanco, cuya cara estaba cubierta por un símil de burka. Detrás de la banda (ubicada sobre los edificios) y del norteamericano de 33 años, devenido en humanoide (con casco parecido al de Daft Punk y armazón en el brazo izquierdo a lo Robocop), se proyectaba una ciudad. A lo largo de las dos horas de recital, la urbe evolucionó del resplandor y el progreso al caos y la destrucción. Para después renacer de entre las cenizas. El pop ochentoso “How Do I Make You Love Me?” (el video del tema da luces sobre su apariencia en el show), dialéctica entre Michael Jackson y Pharrell Williams, dio paso a esa maravilla del R&B digital: “Can’t Feel My Face”. Y más tarde a su veta rapera con “Lost in the Fire”. Cuando Abel brotó en la escena musical, en 2011, maravilló con tres mixtapes que lo transformaron en la revelación de ese año.

Uno de ellos fue House of Balloons. La canción que le dio título a esta producción apareció promediando la mitad del show, en tanto el público le tiraba globos una vez que se instaló en la mitad de la pasarela. Antes, The Weeknd había demostrado que era la síntesis (hecho artista) de la cosmogonía de géneros que constituyen la música urbana. Es por eso que una naturalidad que bien supo hacer una marca registrada puede ir al reggaetón y al rap, para regresar a su revisión de la new wave. Siempre con una perspectiva más allá de lo obvio. Lo dejó en evidencia en “Starboy”, “Hurricane” y “The Hill”. Aunque también se notó en los popurrís que esbozó, en los que incluyó alguna colaboración (sobresalieron “Lost in the Fire”, junto a Gesaffelstein, y “Pray for Me”, al lado de Kendrick Lamar) o también algún cover. En ese sentido, vale la pena rescatar su reversión de “Low Life”, de Future; “Hurricane”, de Kanye West; y “Circus Maximus”, de Travis Scott.

Después de este tema se produjo el punto de inflexión de la noche. The Weeknd se quitó su máscara, y la miró. De la misma manera que Hamlet ve a la calavera cuando dice “Ser o no ser”. Entonces la propuesta dejó el concepto de lado para parecerse a un recital. Ahí el artista bajó al campo trasero para saludar a sus fans y para cantar con ellos “Out of Time”. Al subir de vuelta, desenvainó “Feel it Coming”, que firmó con Daft Punk. Al tiempo que batían las Xylobands (pulseras iluminadas), la gente enloqueció. Tanto que el ídolo paró por unos minutos para contemplar tamaña ovación, de esas que nunca se olvidan. Más tarde vinieron “Wicked Games”, “Call Out My Name” y “Less Than Zero”. Dueño de una voz tan potente como cargada de matices (recuerda a la de El DeBarge), y de un dominio de escena sorprendente, Abel regresó a la estructura principal para el remate. Pero ya no importaba lo que hiciera. Un rato antes, había hecho historia.