A la Mary nunca la vi llegar tarde al trabajo, temprano y apurada arriba al bar de la esquina, aún cerrado, para cumplir con su tarea de moza. Si, como dicen, las cosas se aprenden mejor de chico, María Esther tuvo que dirigirse desde niña a distintos laburos antes de emprender el blanco camino que lleva a la escuela.
Cuando aprendió a leer, sintió que era lo primero que hacía para ella. Por más de veinte años fue sostén de una madre viuda, hipocondriaca y autoritaria, desde hace una década, madre de Lucas sin apoyo de una pareja, se desvive en vano con el fin de que a su hijo nunca le falte nada.
Folletos, revistas y libros fueron ventanas de papel que usó para fugarse a otros mundos. En la actualidad porta un libro en su mochila cual aerosol de gas pimienta, capaz de paralizar a cualquier fantasma que intente acosarla durante el viaje.
Asegura que, si tiene algún talento, éste habita en el plano de las matemáticas. Antes de comenzar a leer un nuevo texto extraído de la biblioteca Alberdi, toma nota de la cantidad de hojas que contiene, tal vez lo haga para dividir el entero de su soledad por el número exacto de páginas escritas.
Asegura que leyendo alivia pesares y en ocasiones puede llegar a sentir que el escritor en persona deja caer una carta en el buzón de su corazón rajado. Si bien tenía conocimiento de que la mesera vivía en el Rucci, la mañana que me indicó las coordenadas, Manzi y Blomberg, como la esquina tanguera de su vivienda, me sorprendió gratamente que no sólo sabía la historia de los homenajeados por la municipalidad, también admiraba parte de sus obras.
Cuando se mostró orgullosa de la diamela que engalana la entrada de su monoblock, tal cual lo hacía en el patio de la pulpería, cometí el error de corregirla, le dije que en mi opinión se trataba de jazmines, los que morían de celos por la rubia de ojos celestes. Ofendida, no dudó en apostarme un café antes de buscar en su celular una versión de Soledad Villamil del vals en cuestión.
Cómo buen perdedor, pagué la apuesta ni bien terminé de escuchar a la cantante que se ocupó de refrescarme la memoria, no obstante, le advertí que existen intérpretes que modifican letras de compositores según su propio entendimiento ya que el hombre con nombre de calle nos había dejado escrito en su histórico poema, que quienes no volvieron a cantarle vidalas y cielos a la flor de la vieja parroquia fueron los trompas y no las tropas de Rosas.
Alguna vez pensé que su hijo sufría de algún retraso madurativo, a pesar de su edad no dejaba de comprarle libritos para pintar, hasta que un día explotó contra la maldita digitación, efectos colaterales de la tecnología, razón por la cual, Luquitas, no podía soltar la mano, tan necesaria para el arte, deportes u oficios manuales.
Agregó, indignada, que ella a su edad imitaba el pasatiempo preferido de su madre, calcaba mapas de todo el mundo, mientras que en la actualidad su hijo no puede escribir una letra cursiva legible. Seguramente, la nostalgia la empujó a comprar una colección de aparición quincenal, "Grandes mapas de la Historia".
Como un profesor de geografía condenado a tomar exámenes por las madrugadas, escucho en silencio fechas y hechos recientemente estudiados por la apasionada de la cartografía. La frescura de sus exposiciones endulza mis amargos tempraneros. En una oportunidad en la que me indicó que Tasmania debía su nombre a un marino holandés de origen humilde, llamado Abel Tasman, isla descubierta y dibujada por primera vez en una expedición de 1642, no tuve mejor idea que decirle que en su próximo viaje a la costa podía trazar su propio mapa. Su respuesta inesperada fue un latigazo en la espalda de mis presunciones, "Víctor, yo no conozco el mar". De inmediato intenté cubrir su desamparo con una manta tejida con palabras, no sé bien lo que le dije, creo que le supliqué que no dejara pasar más tiempo para conocer la maravilla, que pararse frente al océano era como mirarse en el espejo del alma, que todos llevábamos un mar adentro, el mismo que en ocasiones derrama lágrimas saladas en incontenibles olas de llantos.
El metálico sonido de la vieja persiana que sube rezongando todas las mañanas interrumpió mí inútil monólogo, la diaria rutina se tragó a mi amiga como la boca de una ballena varada muy lejos de la playa.
Cada vez que solicito un remise, pido que me envíen al sodero. Con Ricardo no sólo nos emparda la edad, también nos une la aventura de salir a la calle a ganarnos la diaria sin red ni garantía alguna. El chofer trucho repartió sifones durante veinte años por distintos barrios del norte de Rosario, es un guía especial de la zona, un funcionario ambulante de un catastro de rostros y vidas humanas.
Conversamos siempre mirando hacia adelante, el parabrisas, para nosotros, es una banda de un billar transparente en donde tiramos carambolas de chismes durante todo el recorrido. Sólo nos miramos a los ojos para celebrar anécdotas y ocurrencias.
En el último viaje elegí rellenar un bache de silencio con la frase de la Mary que tanto me había conmovido en esa jornada. Tres lomas de burro tardaron en contestarme el conductor, tal vez el último salto provocado por el obstáculo vial lo obligó a soltar la confesión que en un principio intentó callar, "Víctor, yo tampoco lo conozco".
En esta ocasión no intenté consolarlo, sólo me limité a escuchar una catarata de circunstancias responsabilidades y postergaciones que sonó como la declaración de un arrepentido. Al llegar a mi destino, después de pagar mi viaje, le tendí la mano como siempre, al estrechar su diestra pude notar que una marea alta nublaba su vista, cargando de agua salada sus grandes ojos color verde mar.