El niño resentido (Penguin Random House) es mucho más que una simple autobiografía: es un retrato de época descarnado, crudo, a la vez que sensible. No hay en el texto subrayados ni adjetivizaciones en busca de impacto. Cuenta la historia de un niño que roba para vengarse de la injusticia social que lo rodea, hijo de una adicta y de un ciruja, criado entre el sonido ambiente que solo conocen quienes crecen entre las carencias y los pasillos de la villa, entre la cumbia y las balaceras. Escrita en plena pandemia por César González al calor de su propia historia, en la Carlos Gardel en la que nació y aún vive, El niño resentido trasciende el anecdotario para constituir una semblanza social y cultural que brinda nuevas herramientas de comprensión para quienes estén dispuestos a zambullirse en páginas que más que sangre gotean lágrimas.

La vida de González merecía ser contada, pero no podría ser narrada por cualquiera. Nacido a fines de los '80 en el seno de una humilde familia de la Villa Carlos Gardel, al oeste del Conurbano, vivió como pudo entre ausencias y carencias de todo tipo. Durante los años en los que muchos chicos van del colegio al club y del club a su casa, él se transformó en un ladrón conspicuo, manejó armas de todo tipo y se hizo adicto a la cocaína y al alcohol. “Dormíamos solo como breve tregua en la guerra contra la sociedad”, reconoce en la autobiografía sobre aquellos años en los que tuvo mejor suerte que muchos de sus amigos: recibió seis balazos en solo cuatro meses y medio, pero pudo sobrevivir. Aquellas agitadas infancia y adolescencia son las que cuenta El niño resentido. No como un acto de regocijo, sino para hacerse cargo de su historia y que otros puedan comprender un mundo solo conocido por quienes lo habitan.

“Ojalá el libro sirva para que la gente pueda conocer y adentrarse en un lugar más sensible, más perceptivo, más comprensivo, pero sobre todo conocer y desmontar la mitología alrededor de los barrios populares, que cubre y bloquea también el acceso a la verdad de lo que allí pasa”, le dice a Página/12 González, que tras vivir privado de su libertad entre los 16 y los 21 años, encontró en el arte una manera distinta de “vengarse” del mundo que lo rodea. Como cineasta dirigió ocho largos (Diagnóstico esperanza, ¿Qué puede un cuerpo?, Diciembre, Atenas Fobia, entre otros), videoclips y cortometrajes. Como poeta escribió La venganza del cordero atado, Crónica de una libertad condicional, Retórica al suspiro de queja y Rectángulo y flecha. Como ensayista firmó el invaluable El fetichismo de la marginalidad. “El arte salva”, afirma con conocimiento de causa.

-¿A qué mitologías instaladas en el imaginario social deseás que el libro ayude a desmontar?

-Creo que hay una fundamental que tiene que ver con lo moral: se le asigna de por sí a los pobres y a los sectores populares un mal innato. Un mal que además es un conjunto de pequeños males. Son tantos males que son capaces de todo, son capaces de robarnos, son capaces de lastimarnos, pero también son portadores de la ignorancia. Y son portadores de la mansedumbre para que existan amos: sin esclavos o súbditos no habría amos. La mitología alrededor de los pobres domina la sociedad. Por más que sea una sociedad laica, constitucionalmente inclusive, están otras construcciones mitológicas que son bastante explícitas, aunque se las quiera invisibilizar. El hecho de ser “lo otro” pesa sobre la conciencia de los sectores populares. La naturalización de ese “otro” encierra algo muy perverso. Mucho más en tiempos en los que hay mucho odio al prójimo, en los que el ser humano solamente se quiere cerrar más sobre el individuo, sobre sus pequeños grupos familiares, donde se hace un culto al emprendedurismo individual. El lugar que la sociedad nos asigna, el lugar que tenemos que naturalizar y que se expresa en el lenguaje, no es inocente y hay que pensarlo: ¿por qué los pobres somos “lo otro”, siempre la otredad?

-¿Porque la apropiación del lenguaje es una manera de dominar la sociedad?

-Ahí te das cuenta de por qué el ritmo del mundo no se detiene y no lo detuvo ni una pandemia: son divisiones automatizadas. Vivimos enajenados sobre estas divisiones y sobre esos posicionamientos que emanan desde el poder. Si alguien es el otro, alguien se autoadjudica el lugar de “lo normal”. Ese contrapunto solo puede existir por y para la razón de ser de determinados sectores. Se necesita un rival de quién diferenciarse, un mal al que temer para homogeneizar.

-Está muy de moda la construcción de un otro que atemoriza y que es el culpable de todos los males como mecanismo de fortalecimiento social y cultural.

-Es que si no hay un otro malo nos tenemos que hacer cargo de lo que somos. Algunos se tendrían que hacer cargo de los privilegios que les dio la vida, aunque no los hayan elegido. Son cuestiones tan actuales como históricas, antropológicas, que vienen por lo menos desde la sociedad moderna, postrevolución industrial. Incluso de más lejos, con la división de esclavos-libres y las cuestiones raciales. A lo largo de la humanidad siempre hubo un grupo queriendo dominar a otro.

González no tiene porqué impostar algo que no es; no es su estilo caretearla. Por eso no le imprime a la génesis de El Niño resentido un halo poético ni mucho menos una búsqueda personal. Nunca se le había cruzado por su cabeza escribir sobre aquellos años. La necesidad económica fue la motivación. “Una editora de Penguin Random House me hizo la propuesta en plena pandemia, cuando estaba realmente desesperado -a niveles como nunca me había pasado en mi vida- por falta de trabajo, por falta de ingresos económicos, teniendo una hija… La pandemia fue un momento muy desesperante. Sobreviví gracias a un proyecto que no salió con Vicentico, pero que por suerte me pagaron, a las ayudas de muchos amigos y al adelanto que recibí por este libro. Esta autobiografía me paró la olla en la pandemia”.

-¿Con qué te asombraste o qué redescubriste al empezar a trabajar El niño resentido?

-Escribir este libro fue de puro redescubrimiento. La memoria es una reserva muy tramposa. Es una reserva infinita, porque si bien el tiempo vivido fue finito abre muchas capas de interpretaciones. No solo las que el recuerdo produce en uno sino en la de los demás. Fueron muchos meses de trabajo, de mucha indecisión, que no sabía por dónde encararlo. Dudé mucho en escribirlo, no di una respuesta inmediata. Me puse a leer y releer muchos libros autobiográficos. Una experiencia no es un bien en sí mismo, no garantiza de por sí una obra. O sea, hay pibes que vivieron las mismas situaciones, las mismas experiencias que vivió mi cuerpo, que han sufrido hasta más cantidad de disparos y años de prisión, y sin embargo pueden relatar su pasado desde un punto de vista completamente distinto.

-¿Te pasó?

-Me lo he encontrado. Me mandan textos compañeros que están en la cárcel; algunos me gustan y otros no. Lo que creo es que es necesario que haya una abundancia de escritores provenientes de sectores populares, para equiparar -aunque sea un par de gramos- la balanza histórica de la autoría en la literatura argentina. Si uno hiciera un relevamiento en las librerías sobre cuántos libros fueron escritos por personas de origen pobre o popular, son la minoría de la minoría, y en muchas librerías no vas a encontrar ninguno. Sí escritos por hijos del que se rompió el lomo laburando, de hijos del inmigrante que fue pobre. La falta de autores de origen popular es una marca de la identidad argentina. La mirada de los pobladores originarios o de los villeros, ¿dónde está en la literatura argentina? Solo aparecen como personajes.

-O desde la mirada de otro contando sus vidas.

-Más o menos sensible, más o menos perversa, más tierna o más cruda, pero siempre ajena. No hay nada como la voz propia. Ojalá hubiera muchos más Roberto Arlt en la literatura argentina. Los hay, pero no tuvieron ni tienen las mismas posibilidades de difusión o distribución. No contaron con el beneficio de la aceptación, de la circulación de una crítica, porque esa crítica también pertenece al mismo grupo socioeconómico de los autores. No se habla de la carencia de autores populares. Esa injusticia continúa. Hay un vacío enorme de autores de origen popular. No digo que haya una inexistencia, sino que hay un evidente vacío de apoyo, desinterés de que formen parte de la cultura argentina.

-Vos sos uno de los “privilegiados” de ser publicado. ¿Cómo retumba en su cabeza eso?

-Valoro el lugar que me ha dado una parte de la sociedad argentina, a pesar de todos los estigmas de mi pasado, porque tranquilamente podría ser un cancelado. Por lo que fui, me siento respetado hasta por los periodistas de ultraderecha. Por la prepotencia del trabajo, porque desde que salí no me mandé ninguna cagada. La más mínima cagada que me hubiera mandado habría encadenado los siete infiernos para mí. Pero entiendo que mi privilegio es de capital simbólico, de que puedo ser publicado, de que si saco un libro o una peli hay gente interesada, pero sigo viviendo en la misma villa de siempre, en una casilla. Y no es por ninguna elección ni por ninguna intervención artística, no es un happening: vivo en la villa porque ese capital simbólico no lo pude traducir en un capital material. Me voy a sentir un privilegiado cuando tenga la posibilidad que tiene un clase media cuando quiere escribir un libro de ir a escribir a la playa, aislado, tranquilo. Este libro lo escribí con la muerte de mis amigos soplando en la ventana, con los ruidos reales de persecuciones, de disparos, que no son todos los días, no son constantes, pero que pasan. Me cuesta ver dónde está el privilegio. Viajo en bondi, viajo en tren, y mi salario por mes no siempre llega a cubrir la canasta básica. Esa es mi realidad.

-¿O sea que a 13 años de haber recuperado la libertad no elegís vivir en la villa sino que económicamente no podrías hacerlo en otro lugar?

-El hecho de ser conocido por los medios a la gente le hace creer que debo estar salvado. ¡Me ha pasado hasta en mi propio barrio! Se sorprenden, como si lo mío fuera un devenir franciscano, y se dicen “mirá César todo lo que hizo y no tiene nada”. ¡Porque no tengo ni un ciclomotor! Deben pensar en un devenir propio de San Francisco de Asís, de que no me interesa lo material. Y yo tengo que aclarar todo el tiempo que me es muy difícil conseguir trabajo. No paro de remar y de trabajar para poder vivir.

Foto: Lulu Werner

-Una de las cosas que señala en el libro es que “en la villa no es posible la soledad y el silencio” ante tanto hacinamiento.

-Invito a que entren a una villa un sábado -a la Villa 31, en la Villa 21, en la del Bajo Flores, que son las más grandes de Capital Federal- y escuchen todos los ruidos que hay. ¿Cómo hacés para inspirarte? No porque el silencio sea garantía de inspiración, sería absurdo pensar eso. Pero cuando toda tu vida es el ruido y la cumbia fuerte suena en tu mesa desde que sos un embrión, te va traumando un poquito, te va atrofiando. Para el de afuera puede ser pintoresco, “uy, qué lindo, escuchan música todo el día”. ¡Porque viene un rato y se va! ¿Sabés lo que es escuchar música las 24 horas a todo lo que da? ¿Cómo hacés para leer, cómo hacés para editar, para fumarte un puchito y pensar? Y no solo ruido de cumbia. Cuando estás escuchando un griterío porque en un tiroteo mataron a alguien, ¿cerrás la ventana y seguís en lo tuyo? No podés. Esa sigue siendo mi realidad, a punto de cumplir 35 años. Y es una realidad que es completamente lógica con el sistema, que no deja de demostrar que casi todo lo que escribió Marx en El capital son verdades objetivas. Las condiciones materiales determinan la conciencia.

-En El niño resentido contás parte de tu historia, pero que con sus matices podría ser la de cualquier chico pobre.

-El protagonista del libro es una primera persona que podría ser la de muchos. Por eso nunca aparece mi nombre. Así que cualquier pibe que más o menos vivió algo parecido puede decir “este es mi libro, esta es mi autobiografía”.

-¿Buscaste que el libro supere tu propia historia para describir una representación epocal y existencial que se extiende en distintos puntos del país?

-Sí, porque las experiencias de los cuerpos de los pibes chorros, de los cuerpos de los presos, en la sociedad argentina -a pesar de que hemos tenido brillantes escritores, brillantes cineastas- siempre tuvieron una mirada desde lo exótico y perversa. La mirada perversa, de mirarnos de un lugar estigmatizante o muy burlón. Ya ni siquiera de mostrarnos como una amenaza animal. No sirven ni para mostrarnos como malos, porque no hemos visto una representación cercana de un pibe picante en la calle o en la cárcel ni por asomo, ni en el cine ni en la TV, y me animaría decir que tampoco en la literatura. Busqué bastante y hay muy poco. Hay muy buenos trabajos en la sociología, la antropología, pero en literatura la mayoría de los textos están abordados dentro del aura del fetichismo de la marginalidad.

-¿En qué lo notás?

-Que se muestran realidades por negocio: ese es el punto de vista del que parten. No puedo negarme a mí mismo y por eso ,antes de que otro cuente mi historia, prefiero contarla yo. Sabiendo que los recuerdos siempre mienten un poco, como dice el Indio. No se puede capturar a los recuerdos. No tenemos una máquina que traiga el recuerdo de la memoria tal cual es. El invento más cercano es el cine, pero representamos el sueño, representamos el recuerdo. Recordar siempre es un hecho posterior. Cuento experiencias que merecen una mayor dignidad. Ha sido siempre muy manipulada la representación de las experiencias de determinados cuerpos. Este libro tiene una escritura geográfica, fue escrito ahí mismo y en primera persona. Es un libro escrito en diferido en cuanto a la temporalidad de los hechos que narra, pero contemporáneo en cuanto al lugar. Era importante escribir el libro en el barrio. Intenté que se note y creo haber logrado determinadas imágenes porque las tenía cerca. Si estaba trabado me iba a dar una vuelta por el barrio y volvía y me resultaba productivo escribir. Claro que a todo hay que aplicar una cuota imaginativa.

-¿Por qué elegiste enmarcar su historia dentro del género novela, con capítulos cortos?

-Quería apretar la perilla hitchcockeana de dejar al espectador clavado en la butaca desde el primer fotograma; en este caso desde el primer renglón. Creo que con un libro tiene que pasarte eso. Uno tiene que leer porque hay una conexión con lo que está leyendo. Hay una una porción de la sociedad argentina que es sensible a estos temas, que quiere saber sobre esas realidades para conocerlas mejor. Eso tiene que ver porque hay algo en nuestro ADN, en nuestro inconsciente colectivo, en todo nuestro mestizaje, en todas nuestras contradicciones. Mucha gente de orígenes sociales muy distintos, de lugares distintos, me comenta el libro con un interés profundo, no desde el lugar de la fascinación del entretenimiento.

-En el libro escribiste: “Nunca brillé tanto como cuando fui delincuente”. ¿Qué significa esa afirmación?

-Es una afirmación irónica, pero a la vez no. Este libro me agarró en un momento de mucha tristeza. No por la pandemia en sí, sino porque la pandemia sucedía diez años después de que yo había salido en libertad, en los cuales nunca paré de trabajar un solo día, y no había logrado ni la mínima estabilidad económica. Sentía una angustia y una depresión que, la verdad, cuando era pibe chorro no las tenía. Así que hay algo de ironía y algo de literalidad.

-En el libro sobrevuela la idea de que salir a robar era una suerte de venganza contra la pobreza y la situación para vos. ¿Todos piensan así?

-Esa es mi opinión personal, que no compartían mis propios compañeros ni las comparten hoy. Pichu, que es mi amigo, hasta el día de hoy dice que eso no existe, que uno roba porque quiere. Lo debato con mi propia gente. La sociedad pontifica, sacraliza a los criminales en las obras artísticas, pero después los rechaza y los deplora en la vida. El reggaetón es un ejemplo de eso. La misma burguesía que baila temas que pontifican a los chorros y a los “supermachos” después quiere exterminarlos en la vida real. La misma clase que baila reggaetón es la principal inversora de la represión. Lo que hoy puedo desarrollar más intelectualmente, a mi corta edad ya lo intuía. Ya intuía que la sociedad era injusta, que no era natural ni se trataba de un orden celestial inconmovible que yo sea pobre y a dos cuadras de mi casa haya un barrio residencial derrochando abundancia. Esa intuición fue el combustible para intuitivamente salir a robar. Me hago cargo de eso. No hablo en representación de nadie. Tal vez la mayoría de los mismos pibes chorros lo piensan así, ni mi propio barrio lo piensa así.

-Y hoy, con 34 años, una hija y la posibilidad de trabajar, ¿cómo analizás aquel pasado y a aquel chico?

-Lo miro con tristeza. Que un chico a esa edad se autodestruya tanto, que haya podido destruir a otros, que haya podido lastimar a otros por simples cuestiones materiales... Veo con tristeza todo, desde las condiciones que nació mi mamá, las condiciones que nació mi abuela. Pero no me juzgo. Fue lo que tuvo que ser. No estoy orgulloso, pero tampoco puedo negarme. Me saldría decir que estoy arrepentido, pero todo lo que soy está comprimido ahí. El inicio de “el aleph” de mi vida está ahí, en ese pasado. Todo lo que vaya acumulándose en mi vida va a ser sobre esa infraestructura. Dudo que me pueda olvidar de los amigos que perdí. Los sueños recurrentes que tengo son en la cárcel y salí hace trece años. Y lo que cuento en el libro pasó hace casi veinte. No lo reivindico, por eso lo miro con la mayor objetividad posible y traté que el libro esté escrito en un lenguaje objetivo, frío, despersonalizado, pero descriptivo de una existencia.

Inspiración

Otros "niños" de la literatura

Desde el mismo título, el nuevo libro de González es toda una declaración sobre aquella infancia entre robos, armas y drogas. “El nombre es una declaración personal inspirada en otros libros”, cuenta el autor. “Está El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini, que es muy icónico en nuestra literatura. Pero a mí me inspiró sobre todo El niño criminal, de Jean Genet, porque es un texto breve que él hizo para un programa de radio francés que se abortó, donde escribían él y Artaud, nada más ni nada menos. Genet había recuperado su libertad hacía poco por un indulto presidencial de De Gaulle, a pedido de Sartre, Picasso, André Breton, Jean Cocteau. En El niño criminal son alucinantes las cosas que dice y cómo las narra. Pese a que fue escrito hace 70 años, en una sociedad como la francesa, pocas veces sentí que un texto me hablara tanto. El niño criminal es un compañero que tengo desde que lo leí por primera vez, gracias al amigo Luis Ortega, que me lo prestó”. Para la escritura de la novela autobiográfica, González leyó y releyó a muchos otros autores, en búsqueda de un tono para su propia obra. “Me nutrí de autores de una escritura descarnada, de una escritura trash, como Genet, Kerouac, Jack London. También la autobiografía de Angela Davis, que escribió mientras estaba en la cárcel, o apenas recupeda su libertad. Todos me enriquecieron para la composición creativa, simbólica y narrativa y no real, pero nutrida por la experiencia. Desde la literatura beatnik a Herman Melville, tanto en su experiencia en altamar para escribir Moby Dick como para escribir Bartleby y el escribiente, en la descripción de ese hombre en la oficina. O mismo Kafka, todo lo que escribió en El proceso o en algunos de sus cuentos tan filosóficos, está también cruzada por la experiencia”.