Además del revival del punk y del post punk, lo que resucitó últimamente entre los centennials fue el logo de Black Flag. Por más que algunos de ellos no tengan idea de lo que llevan puesto en sus remeras. Lo usan desde traperos hasta wannabes, pasando, por supuesto, por algunos de los protagonistas del nuevo under argentino. 

No se sabe a ciencia cierta cómo se tornó en pieza del outfit de esa generación, ni tampoco por qué desarraigaron el nombre de la banda. Pero la realidad es que esas cuatro barras en negro sobre fondo blanco (inspiradas en las enseñas del anarquismo europeo del siglo XIX, que nada tienen que ver con la apropiación y tergiversación que hicieron los que en este país se hacen llamar “libertarios”) se volvieron en un símbolo universal del punk y el hardcore. También de la contracultura. Cuando el dibujante Raymond Pettibon (fue asimismo autor de la tapa del disco Gee, de Sonic Youth) puso esto en papel seguramente no imaginó su trascendencia.

El hermano de Pettibon, el guitarrista, compositor principal y fundador del grupo Greg Ginn, tampoco supuso que esa imagen inspirada en una bandera ondeando (Black Flag significa “Bandera Negra”) sería popular. Tanto que la podría encontrar en Buenos Aires, en la vereda de enfrente de la sala en la que tocó, estampada en el merchandising no oficial del cuarteto. A tres años de su tardío debut local (días antes del encierro pandémico), uno de los pilares y pioneros del hardcore punk regresó esta vez a Roxy Live para celebrar los 40 años de la grabación de su segundo álbum de estudio, My War (sucedió en diciembre de 1983, y su lanzamiento se produjo al año siguiente). Aunque no faltaron los clásicos. “Dos sets, más de 2 horas de punk”, era la propuesta de show que vendía el flyer del recital. Lo que nunca se supo es si eso incluía a la banda soporte, Fuck Dolls, porque los de Hermosa Beach se tomaron en el medio de su set una pausa de alrededor de 30 minutos.

Salvo por contadísimas excepciones, entre las que despuntan los estadounidenses Bad Brains o los alemanes Die Toten Hosen, el lugar común del punk, el post punk y el hardcore es la supervivencia de sus proyectos a partir de la fortaleza de sus creadores o de sus figuras icónicas. En Buenos Aires, lo dejó en evidencia recientemente Marky Ramone (su banda la componen un vasco y dos argentinos). Al igual que Gang of Four, hace cinco años. De su alineación exitosa, sólo se mantuvo el violero Andy Gill. O más bien se mantenía: falleció en 2020. Ni hablar de The Stooges o Dead Kennedys. Lo mismo sucede con Black Flag. A Gregg Ginn, quien fundó el grupo en 1976, lo acompañó el cantante Mike Vallely (partícipe de diferentes alineaciones desde 2003, se volvió a sumar en 2019). Secundados por el bajista Harley Duggan y el baterista Charles Wiley, quienes ingresaron en 2022.

Esta inconsistencia genera escepticismo entre los fans de un artista. Es por eso que, más allá del mito o del culto que los abraza, no suelen salir del nicho. Algo de eso le pasó a Black Flag en la noche del jueves. Frente a poco más de 300 personas, repartidas entre veteranos de la vieja guardia del under local y una nueva generación de público (de un bando estaba Corvata Corvalán, de Carajo y Arde La Sangre, y del otro se encontraban los Winona Riders), a las 21 salió a escena el grupo estadounidense. El primer segmento del recital se lo dedicaron a My War, trabajo atípico en su obra. Mientras que las primeras canciones son afines al sonido raudo, veloz y aplastante de su primer disco, Damaged (1981), la segunda mitad baja un cambio rotundo hasta la oscuridad siniestra, espesa y narcótica. Inspirada en Black Sabbath, y en ese estilo “doom” que los comandados por Ozzy Osbourne supieron esbozar y rotular a mediados de los años 70.

Una canción como “Three Days”, de Jane’s Addiction, está notablemente permeada por esta impronta, al tiempo que la combinación del disco completo fue influencia para todo el Seattle Sound. De ahí radica su importancia. Sin embargo, esta encarnación del cuarteto arrancó el recital respetado el orden del repertorio. Tras levantar el telón con el tema que le da título al disco, continuaron con la expeditiva “Can’t Decide” y la astuta “Beat My Head Against the Wall”. Aunque esas canciones fueron interpretadas originalmente por el inimitable Henry Rollins, Mike Vallely estuvo a la altura de semejante compromiso. Respetó el matiz original, a tal punto que esa pronunciación marcada de palabra por palabra, oración por oración, la reivindicó cabalmente. Si “I Love You” descarga arrebato punk, “Forever Time” desató electricidad. En tanto que “The Swinging Man”, a manera de advertencia de lo que estaba por venir, llevó el ritmo sincopado a su máxima expresión.

Si esto fuera un vinilo, “Nothing Left Inside” abriría el Lado B del álbum. En contraste con lo anterior, el tema despega lentamente arreado por la guitarra de Ginn. Era un taladro abriendo una pared, para luego tirar chispazos. Si hasta Valley parecía sin gravedad al momento de cantar. Todo iba en cámara lenta. “Three Nights” arrancó con el bombo de la batería dialogando con el bajo, que fue tocado en My War por Ginn (bajo el seudónimo de Dale Nixon). Duggan reprodujo esa consistencia de manera impecable. Justo esa canción dio muestras de por qué a este álbum se le considera piedra fundacional del post hardcore. Pero aún faltaba “Scream” para concluir la abducción hacia el inframundo. Al terminar, el frontman, en una de las pocas alocuciones que tuvo, agradeció a la audiencia y avisó que se iban a tomar una pausa de 20 minutos. Tras una yapa de 10 más, el cuarteto regresó a escena. Y lo hizo con otro ánimo, lejos del bajonazo bélico de lo anterior.

Los últimos tres temas de My War tienen una duración atípica para el hardcore o el punk: 6 minutos promedio. Pero “Nervous Breakdown” ubicó todo en su lugar. Ese single de 2 minutos, de 1978, dio paso a otro de ese año: “Fix”, de 55 segundos. Se mantuvieron bien arriba con “I’ve Had It”, “Wasted” y “No Values”, terna del álbum The First Four Years (1983). Si bien la dialéctica entre Vallely (de espaldas al público) y el baterista Wiley era constante, ahora el cantante le puso el pecho a todo. Articulando movimientos casi epilépticos, en tanto que Ginn parecía inmaculado. Y así dieron el salto atrás, a 1981, mediante “Gimmie, Gimmie, Gimmie”. Al presentar “Six Pack”, se abrió un círculo tan grande como la sala. Lo que decantó en un pogo salvaje. “Depression” anunció la recta final del show, lo que llegó con su cover de “Louie, Louie”, de Richard Berry. Cuando se despedían, el bajista se golpeaba el pecho: una pequeña muestra de su emoción.