Dijo Salvadora Medina Onrubia que los nombres tienen color: el suyo, rojo oscuro, demasiado brillante. Un nombre audaz y sonoro para una maga que, con sus palabras, invocaba conjuros y sabía la ciencia secreta de ir directo al alma. Una mujer que eludió todos los cánones de su época y necesitó categorías propias para abarcar una singularidad sin par. Enigmática y descentrada Salvadora, la Pasionaria, la Venus Roja. Fue maestra rural y madre soltera a comienzos del siglo veinte. Flechó a un magnate, Natalio Botana, fundador del diario Crítica, y a pesar de estar en contra del casamiento, con él se casó cuando llegaron los hijos. Fue ferviente y tenaz activista por la causa anarquista; empero, a los mítines llegaba manejando su Rolls Royce. Figura clave en la defensa de Simón Radowitzky (preso por el asesinato del policía Ramón Falcón), ayudó a planear su fuga; fue devota de Jiddu Krishnamurti, feminista, amiga de Alfonsina Storni. Y escribió, escribió mucho: textos autobiográficos, crónicas, misivas, poemas, obras de teatro, una novela (Akasha).
Así y todo, todavía mucha es la gente que desconoce vida y obra de tamaña precursora, cuya voz vanguardista fue silenciada a lo largo de muchas décadas. Hoy, por fortuna, vuelve a sonar más rabiosa que nunca gracias a Rabia Roja, obra con dramaturgia y dirección de Maruja Bustamante, que recupera su letra viva en una puesta de singular belleza formal, amén de un contundente elenco de 4 actrices: Romina Richi, Bárbara Massó, Sofía Wilhemi y Adriana Pregliasco, todas Salvadoras (y algunos personajes más). Como dato adicional, y en coincidencia, también en estas fechas un documental vuelve sobre la figura de la artista: el plausible largometraje Salvadora, producido y dirigido por Daiana Rosenfeld, que puede verse en el cine Gaumount y sirve para profundizar en la historia atípica de una mujer que transgredió cualquier convención de época.
A propósito de la obra teatral Rabia Roja, Las 12 conversó con Bustamante sobre la dama “muy llamativa y muy combativa, que dejaba una estela roja al andar”, y sobre su puesta, que le rinde plenamente merecidos honores.
Aunque rompedora y vanguardista, la pluma de Salvadora no es mayormente conocida. Sus piezas teatrales rara vez son representadas, sus poesías no tiene compilador…
-Hace ya tiempo había leído Las descentradas y otras piezas teatrales, ese librito amarillo que reúne La solución, Las descentradas, Un hombre y su vida. Y a través de Gael Policano Rossi, dramaturgista de Rabia Roja, que había investigado mucho sobre Salvadora para una tesis, comencé a interiorizarme más. Cuando me convocaron para que presentara un proyecto experimental destinado al ciclo Mercurio, del Teatro Regio, me iluminé: me vino el nombre de Medina Onrubia. Al principio consideré hacer una obra ficcional sobre su vida, pero rápido descarté esa idea. Como justamente fue invisibilizada, lo que quería rescatar era su voz; entonces dije: “Que hable ella”.
¿Cuál fue el criterio al momento de seleccionar sus textos?
-Básicamente nos concentramos en textos del ‘21 al ‘30, de teatro y poesía, aunque Gael luego me propuso los cuentos Conversemos y La casa de enfrente (para mostrar que ella también se reía de pavadas, que era graciosa, divertida). Por suerte, le dieron un permiso especial del San Martín con el que pudo acceder a cierto material de Biblioteca Nacional; fotografiar, por ejemplo, La rueca milagrosa o El misal de mi yoga, libros que se consiguen a precios exorbitantes (si se consiguen…).
¿Por qué crees que, a diferencia de contemporáneas como Alfonsina Storni o Victoria Ocampo, su figura quedó relegada?
-Porque era más brava. Por cómo escribía, lo que opinaba, lo que decía. No tenía pelos en la lengua, iba al grano. Y eso a la gente le chocaba, en especial viniendo de una mujer que, además, era expresamente antiperonista. Incluso hoy en día cuando se la menciona, generalmente se dice que fue la esposa de (Natalio Botana) o la abuela de (Copi)… Aunque libre en su pensamiento, Salvadora sabía que la podía el hombre: un sufrimiento al que le dedica muchos poemas. Por eso decidí que casi no hubiera varones históricos, solo algunos personajes de sus obras. Sí su primer hijo, porque se dice que el quiebre de Salvadora, su vuelco hacia lo místico, se da con la muerte de Pitón.
Después del suicidio de este hijo, que se pega un tiro con 17 años cuando -según versiones- ella le revela que no es hijo de Botana, Salvadora empieza a experimentar con éter, con morfina…
-En realidad, como Botana no sabía qué hacer con su depresión, con sus “ataques de histeria”, la lleva a los mejores especialistas de Europa. Ellos le dan éter porque le diagnostican “neurastenia femenina”, y después le administran morfina. Dos sustancias altamente adictivas. Por ahí está solo esbozado en la obra, pero quería destacar cómo la psiquiatría ha dominado a las mujeres; cómo las ha silenciado con métodos horribles… Se cuenta que, estando ya ida, ella tenía visiones de Pitón, que le decía que la perdonaba. Fue una imagen que la persiguió toda su vida, y eso que vivió mucho, hasta casi los 80.
“Salvadora escribe y da con certeza en todos los chakras, como si hubiese creado un reiki milagroso que sana con palabras férreas, de dama lúdica y valiente”, anotás en el programa de Rabia Roja, refiriendo a otra faceta de sus búsquedas: su acercamiento a la cábala, a la meditación, al yoga en los años 20, 30…
-Ese aspecto místico de Salvadora me resulta conmovedor; aunque no deja de ser una contradicción siendo ella anarquista, y siendo la doctrina anarquista, atea y racionalista. Pero ella las junta, dice: “El anarquismo es un estado espiritual”. Lo que pasa es que Salvadora había conocido al jefe espiritual Jiddu Krishnamurti y flasheó, después lo trajo a la Argentina. Roberto Arlt, además, era su astrólogo y el de Botana; y en ese carácter de astrólogo, les daba recomendaciones sobre cómo llevar el diario. Algo muy propio de Salvadora, que oficiaba de mecenas y después pedía este tipo de cosas a cambio. O que rescataba a anarquistas y los llevaba a trabajar a su casa o a Crítica. Por eso con las chicas trabajamos mucho en ver cómo eran los rezos e incorporamos triángulos, signos de Shiva, de Ganesha. Las coreografías de Rabia son sanaciones de reiki, son aperturas de chakras; está el ritual de bajar el sol a la tierra, que suelen hacerlo las mujeres cuando empieza la primavera. El yoga devoto de Salvadora está al final, como una especie de mantra, con los incensarios prendidos para ahumar, para que la energía sea positiva.
La investigadora y ensayista Sylvia Saítta señaló hace años en Las12 que Salvadora no suscribió “ni al reformismo socialista ni al movimiento feminista ortodoxo”.
-El feminismo de Salvadora es el de las descentradas, esa figura que ella inventa. Y en vez de decir “compañeras”, habla de sus “hermanitas”. Fue una luchadora por los derechos de las mujeres, ayudó a la causa sufragista. Y siempre se encargaba de recalcar: “Las mujeres también existimos, somos seres inteligentes, personas capaces”; además de demostrarlo con sus crónicas, su activismo, sus poesías. De Las descentradas, tomamos dos escenas.
También representan escenas de Un hombre y su vida, otra de sus piezas teatrales, donde el galán le dice a la protagonista: “Cosita frágil”, “Cosita valiente”…
-Cosa, cosa, cosita; la mujer como un objeto, la mujer como un jarrón: “Las demás son como adornos, como flores, como animalitos de lujo”. Salvadora lo expone con increíble claridad en una comedia.
Cuando aparecen personajes masculinos (siempre interpretados por las chicas), aparecen muy parodiados.
-Es que Salvadora se la pasaba burlándolos. Entonces decidí que había que burlarse, y burlarse en serio. De hecho, hubiera querido que actúe Ana Carolina en Rabia, pero ella no podía; hubiese sido interesante incluir a alguien que hace drag king… Ojo, que esta mujer también tenía un gran poder de autocrítica; sabía muy bien quien era, se conocía. En Vida, por ejemplo, admite: “Vida, entre tantas, tantas cosas como me diste, no me vino la humildad”.
¿Cómo laburaste con las actrices la composición de sus Salvadoras o, en honor a sus versos, de sus “múltiples almas”?
-En Rabia Roja, quise trabajar con actrices que conocía bien, con las que ya había trabajado, pensando además en que tuvieran la voz grave, sentido del humor, sin el prurito de “quiero verme linda todo el tiempo”. De hecho, el maquillaje funciona como una máscara que iguala los rostros, desaparecen las particularidades en pos de Salvadora y de los demás personajes. También le di una especie de “personaje” a cada una: Bárbara es la juventud, por eso representa a Pitón, a la Venus desnuda, a Dea de La solución, a los pensamientos más simples, a la sensualidad. Sofía es las otras mujeres: las hermanitas, la que la acompañan, también las enemigas. Y Adriana, los varones. Con todas usamos mucho los puños cerrados, porque están peleando algo, están enojadas, están haciendo fuerza. Después, a cada poema, intenté buscarle una situación. Con Mi grillete, por ejemplo, le dije a Adriana: cuando Salvadora se toma el éter, vos sos el sueño, esa visión, esas palabras que se elevan.
Romina es la Salvadora “biográfica”, que, entre otros textos no ficcionales, interpreta la memorable carta a Uriburu del ‘31. Misiva que la indómita Medina Onrubia, entonces presa política, escribe desde la cárcel rechazando el indulto, llamando al dictador “fantoche con bigotes”.
-Tremenda esa carta. Para ese momento, pensé: ¿qué es lo peor que le puede pasar a Salvadora ahora? Que la bajen del escenario. Entonces los militares le dan un patadón y el general queda al “mando”; aunque en verdad la mirada siga a Romina que, desde la platea, es quien verdaderamente domina la escena…
La armónica y funcional escenografía de Agustina Filipini se despliega en dos planos: por delante, mesa y máquina de escribir para la Salvadora “real” y sus textos no ficcionales; por detrás, puertas de inspiración japonesa que se abren e invitan al teatro dentro del teatro…
-Un jardín zen que tiene, por encima, una pantalla que proyecta la vía láctea. Y en el piso, una carta astral, ideal, de buena fortuna, con signos trígonos de fuego. Una síntesis perfecta la que logró Agustina, de mucha apertura. Quise que fuéramos todas mujeres en el equipo y, salvo en música y vestuario, así fue. Si me quejo de que no hay suficientes oportunidades, ¿cómo no iba a convocar a otras mujeres para dialogar, crear en conjunto? Por eso llamé a Sandra Grossi para hacer las luces, de quien había visto trabajos previos como iluminadora que me habían gustado. Con ella, hablamos mucho del rojo, que no tenía que estar vinculado a la muerte y el dolor sino a lo pasional, a lo enérgico, a la Venus.
Capítulo aparte amerita el vestuario de Gustavo Alderete, con pilchas de un detalle y arte descollantes.
-Yo solo sabía que quería que todas tuvieran peluquita roja y que, en algún momento, hicieran de varones. Gustavo es muy detallista; confío mucho en su trabajo. Hizo un gran esfuerzo para reciclar y adaptar la ropa que nos daba el Complejo, además de aportar piezas suyas. El collar con la A de Anarquía que lleva Romina, por ejemplo, es un diseño suyo; los sombreritos los trajo él. Como Salvadora era bastante sobria en su manera de vestir, fuimos fieles a esa estética de camisa, corbatín, pollera-pantalón, pollera tubo.
Destacables, además, las músicas de Gonzalo Pastrana y Andrés Fayó, que aportan composiciones instrumentales y efectos sonoros, sumados a una marcha anarquista y a un pop extrañado que pone melodía a una poesía de Salvadora.
-Si no había sido figurativa en casi nada, no iba a empezar con la música. Entonces llamé a Gonzalo y Andrés, que tienen un dúo (LTF) y hacen canciones con algo nostálgico y, a la vez, electro. Pensamos qué era lo musical en ella: obviamente, la marcha con consignas anarquistas, y luego algo cósmico; de allí salieron las dos canciones. Además de esas músicas incidentales que refieren a lo fantasmagórico y a lo astral.