Es una línea siempre imprecisa. La que se tiende entre el yo poético y la experiencia vital. Toda obra puede medirse en relación a la biografía de su autor, claro, pero en ocasiones esa misma línea se torna el enlace para la lectura y con muchísima suerte para otra creación. La obra de Alejandra Pizarnik podría estar entre estas últimas. La leyenda de su muerte en septiembre de 1972 después de consumir cincuenta pastillas de Seconal sódico avivó la llama para leer su obra en clave oscura y todos sus poemas sufrieron el embate de conectarlos con su muerte. Pero más allá de los imaginarios acerca de su poesía o de su figura, la fuerza de la Rimbaud en español (como la denominó alguna vez Ivonne Bordelois) erigieron sus poemas como una de las manifestaciones líricas más originales y profundas de nuestra literatura. Alejandra Pizarnik publicó su primer libro en 1955, en septiembre casualmente, con la ayuda financiera de sus padres y el empuje de Juan Jacobo Bajarlía, escritor, poeta y un nombre clave de la intelectualidad de esos años. La tierra más ajena es el libro que tiene un epígrafe de Rimbaud donde dice “Ah el infinito optimismo de la adolescencia/ el optimismo estudioso/ ¡Que lleno de estaba ese verano de flores!”. Sus poemas sin embargo no delataban optimismo ni adolescencia, sino el germen de un ritmo único en la poesía latinoamericana: “Mi ser henchido de barcos/ Mi ser reventando sentires/ Toda yo bajo las reminiscencias de tus ojos/ Quiero destruir la picazón de tus pestañas/Quiero rehuir la inquietud de tus labios/Porqué tu visión fantasmagórica redondea los cálices de estas horas?”. Medio varoncito, con el pelo corto, pantalones y pulóveres sueltos, a veces manchados, puteadora y graciosa, así la describen muchos de sus amigos. También medio fea, casi andrógina, con ojos tristes y verdes, petisa pero sensual, el cuerpo de Alejandra se nos deshace en un imaginario que nunca terminó de definirse del todo como su homosexualidad. Una disidencia que escapa de los casilleros y se abre a las relaciones amorosas que develan las lecturas de sus cartas o sus diarios que nos llegan “recortados” por pedidos familiares o ediciones que pretenden “cuidar su imagen”. Por ejemplo en sus Diarios publicados por Lumen no hay ninguna entrada de septiembre de 1955, año de la publicación de su primer libro y tampoco nada del año 1972 que ella vivió hasta septiembre, acompañada. En agosto de 1955 escribe: “no quiero ver a nadie, necesito soledad, Desearía estar en un lugar desolado o en una clínica. Dormir bien, tener un florero con violetas, fumar poco y beber limonada. No llorar ni reír. Tomar en serio mis apuntes y mis libros. Oh cómo deseo vivir solamente para escribir”. Un deseo que fue medianamente cumplido. Alejandra nunca trabajó de otra cosa que no fuera la literatura. Vivió de sus libros, de alguna beca, de las traducciones que realizaba y de sus artículos y notas periodísticas. Escribir siempre escribir “para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo”, le contaba en una entrevista María Marta Moia, su compañera los últimos años. ¿Y qué era lo que hería? Una marca de infancia infeliz, una adolescencia acechada por la obsesión de un cuerpo odiado, el desamor en forma de incompletud de una lengua. ¿Y qué es eso que se teme? No poder “explicar con palabras de este mundo/ que partió de mí un barco/ llevándome”. Es que la búsqueda de la palabra única es una de las claves de su poesía y también, si se quiere de su vida.
Este septiembre es un mes de homenaje a una figura tan potente como inasible, dueña de una disidencia intuitiva y autora de la obra más emocionante en nuestra lengua. Septiembre, el mes en que empezó su obra y terminó su vida. El sábado son tres expresiones las que se unen para armar un mapa de su pensamiento, de sus ideas, un espectáculo interdisciplinario inspirado en la obra de Alejandra Pizarnik, centrado en las crónicas y testimonios de su vida.
Es un viaje que une la pintura y la música, uniendo timbres y colores, mezclando el sonido de un quinteto de cuerdas con diseños sonoros y movimientos que van desde la música cinematográfica a la música electroacústica experimental. Añaden así otra lectura de su obra uniendo lo privado a lo público. “Recordar que el viernes me sentí ángel. Locura furiosa. Y fue a causa de mi enorme silencio interno, de mi éxtasis, de mi volar mientras hacía paquetes en la sección Expedición. Y el sábado vino una voz que me dijo: Tú nunca morirás” escribía Alejandra en 1960. “Una sola cosa sé: llegará la tranquilidad y llegará la paz. Y algún día no me importará nada”. l
Pizarnik, insólita belleza: Sábado 2 de septiembre a las 21 en Caras y Caretas, Sarmiento 2037.