Las obras de Loza parten siempre de un interrogante que uno no sabe si son demasiado triviales o demasiado extemporáneos. 

Un año atrás nos puso a los espectadores de su libro de teatro frente a la siguiente pregunta: ¿qué fue lo que realmente ocurrió en el barco Splendor frente a las costas de Los Ángeles la noche en que murió Natalie Wood? Cuando estábamos planteándonos esa pregunta un pensamiento daba vueltas por la cabeza de los espectadores: ¿Y esto de dónde salió? ¿Y esto a qué viene? ¿De qué me estás hablando? Pero a medida que avanzaban las hipótesis de la tragedia de la “celebrity” de Hollywood y quedábamos sumergidos por el drama, nos íbamos dando cuenta de que si esa noche oscura de un teatro del barrio del Abasto descubríamos lo que había pasado con la pobre Natalie, su estrellato, sus adicciones y su igualmente célebre “entourage” descubriríamos también, la verdad del universo. 

Y si nos pasa eso es porque en las novelas de Loza siempre hay una presentación de la vida cotidiana en la que se aloja como una partícula infecciosa, el núcleo de la tragedia, de la locura y el desastre. 

El hombre que duerme a mi lado (Tusquets) no es una excepción en esta serie. Lo que sí aparece como rasgo interesante son estos nuevos actores sociales que son la familia post matrimonio igualitario. 

Se trata de la historia y el destino entretejido de estos nuevos personajes “sociales”: el muchacho, su marido y la madre de uno de ellos; es decir la madre de un muchacho y su yerno. Como en toda conformación familiar, el nuevo diseño de la familia siglo XXI, supone también nuevas solidaridades, nuevas perversiones, nuevos intercambios y nuevas confusiones. Sobre todo porque en este caso se trata de tres personajes Nelly, Mauro y Daniel que, por efecto de la necesidad son obligados a convivir.

Esa convivencia que Santiago Loza volvió narración y que ahora se hace posible, muestra también hasta qué punto la experiencia de la vida cotidiana es capaz de destruir cualquier ilusión de modernidad o de disidencia en la construcción de las nuevas familias. Algunos de los personajes no hacen sino repetir los gestos ya gastados, ya criticados y ya observados como parte de la rutina burguesa y otros personajes no hacen sino poner en escena el modo confuso en el que el psicoanálisis, la terapia familiar, la terapia de grupo, y la antropología social se ha inmiscuido en nuestra vida cotidiana para ponerle marcos de comportamiento, mediar en las relaciones humanas y establecer la etiqueta de la convivencia en los casos en los que faltaba reglamento. 

El hombre que duerme a mi lado es también la puesta en escena de los nuevos discursos familiares que usamos ahora para definir nuestras relaciones pasadas por la procesadora que suponen los profesionales que observan y regulan las nuevas conductas familiares. Por eso también es casi una novela sin aventura, sin peripecia, sin heroísmo. Casi todo lo contrario; es la puesta en escena, en el sentido más teatral de la palabra, de lo más difícil de escenificar, la conciencia culpable de los que conviven (¿Cuánto amor puedo dar?, ¿cuánto puedo exigir?, ¿Qué tipo de madre fui? ¿Qué tipo de hijos tengo?, ¿Cómo se supone que debo dirigirme a los miembros de mi familia? ¿Son parte de mi cuerpo, o son, como diría Freud, “lo siniestro”?)

El problema que plantea esta novela de Loza tiene una pequeña dosis de lo insólito que hay en alguna de sus obras; pero esta vez no es porque sea extemporáneo, sino porque es demasiado común y lo tenemos adherido como una sombra al lado de nosotros. Esa pregunta que se hacen los gays después de sus conquistas en el campo de los derechos civiles y cuando ya ser gay no es precisamente correr el riesgo de una aventura contra la sociedad, cuando se han sacrificado todos los valores de lo clandestino y lo prohibido. ¿Ahora qué hacemos con esa nueva locura con esa nueva familiaridad y con ese océano de vida previsible, que se llama la cotidianeidad?