¿Qué habrán sentido los músicos (y, por añadidura, el numeroso equipo de trabajo) de La Renga una vez que el grupo abandonó el escenario y sólo el ruido blanco de los parlantes conectados a la nada acompañaba la evacuación del estadio? ¿alegría? ¿euforia? ¿O es necesario esperar unos días para que ceda la marea de la adrenalina y afloren los primeros análisis sensatos?
Lo cierto es que la banda formada hace casi treinta años en Mataderos terminó de manera épica y soñada su faena de seis shows en el estadio de Huracán, gesta que hace pocos meses atrás parecía imposible por los constantes obstáculos impuestos por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.”Gracias a todos por demostrar que se puede hacer una fiesta de rock and roll sin ningún problema”, concluyó Chizzo Nápoli poco antes de cerrar el último de sus recitales en el aforo porteño que mejor los identifica. El link con el aquel pulso obrero de Mataderos es inevitable: La Renga hizo del trabajo colectivo uno de los principales argumentos de su camino al éxito sin sinuosidades ni contradicciones, apoyándose en un entorno compuesto en gran parte por amigos o allegados de la hora cero que, al igual que los músicos, también logró mejorar y perfeccionarse en el tiempo.
El grupo fue de menor a mayor en estos Huracanes, aunque comenzando sobre la base de un piso muy alto: aquel que cimentaron el sábado 29 de julio, cuando la combinación de una lista demoledora y la impecable organización preanunciaron una saga inolvidable. El sexto concierto, rubricado la noche del miércoles, afiatóesa postal ajustando detalles y delineando rebordes. La foto final fue la de una banda que solidificó su oferta en vivo con un sonido preciso y al mismo tiempo inteligentemente contenido por una puesta escenográfica con baterías de luces y diversas animaciones proyectadas en las pantallas gigantes.
La historia oculta pero indispensable de esta clase de conciertos también incluye el muñequeo en interminables negociaciones para que la fiesta (o “el banquete”, como La Renga prefiere simbolizar) no se empañe por inconvenientes extramusicales. Primero con las autoridades gubernamentales, luego con las fuerzas de seguridad y, como si esto fuera poco, la inevitable convivencia con quienes sostienen negocios informales como lo que eufemísticamente se llama “cuidado de autos”, a cargo de sujetos casualmente (o no) ataviados con las mismas ropas del club en el que se realizaron los recitales.
A la hora de la música, La Renga decidió mecerse sobre toda su discografía, haciendo como siempre hincapié en su trilogía más entrañable (Despedazado por mil partes, El disco de la estrella y La esquina del infinito), aunque también animándose a introducir aquellas primeras canciones que se hicieron carne entre quienes los siguen desde aquel entonces. Como “Negra es mi alma, negro mi corazón”, “Buseca y vino tinto” o una intensa versión de “Voy a bailar a la nave del olvido”.
Entre la lista de invitados final se repitió el guitarrista Nacho Smilari y apareció Willy Quiroga, de Vox Dei, para hacer una versión de esta banda: “A nadie le interesa si quedás atrás”. Título que curiosamente contrasta con la adhesión de la banda al pedido de aparición de Santiago Maldonado, rubricado por el público y esta vez enfatizado en la voz de Rubén Patagonia, tan chubutense como los mapuches asediados por Gendarmería, quien entonó una acalorada arenga rubricada con “¡Mari chiweu!”, expresión mapudungún que significa “diez veces venceremos”. Lejos de sonar a demagogia, esto expresa también una sensibilidad que acompaña a La Renga desde que tiempos en los que las proclamas políticas aún no estaban divulgadas en la cultura rock argentina.
Como si el final fuera desde donde partieron, la despedida fue “Hablando de la libertad”, móvil sonoro de un pedido que no debería encontrar objeciones: “Nos despedimos… esperando que sea hasta pronto”.