La geografía sagrada que, tachonando el paisaje, lo vuelve territorio, es decir, parte del mundo humano, está amojonada a veces por formaciones naturales, como la Piedra Movediza de Tandil o la Salamanca de Curamalal, o por espacios intervenidos por la fe. Este es el caso del Árbol del Gualicho que por al menos dos siglos suscitó fervores místicos y temores escatológicos.

Casi todas las culturas poseen vastas mitologías ceñidas a los árboles. Sin ir más lejos, el Arbol del Bien y del Mal del Génesis o el madero en el que el Cristo fue sacrificado son la versión, en el judeo-cristianismo, de cultos acaso anteriores, provenientes de la India o el antiguo Egipto. Eje del mundo, escalera al cielo, vía de comunicación con los muertos o fuente de agua y frutos mágicos, entre múltiples atributos, el árbol sagrado señala un espacio en el que habita el numen del paisaje, que es a la vez su custodio y su presa.

Conocida como Huecufú Mapu -la Tierra del Diablo-, la franja meridional de la actual provincia de Buenos Aires fue por siglos una región endemoniada. Salares infinitos, arenales traicioneros, tierras ralas y, sobre todo, leguas y leguas desoladas, que se medían en días de cabalgata, proponían al jinete la ausencia total de pasturas y aguadas o arroyos que permitieran saciar la sed y alimentar los caballos, lo cual hacía de la región entre Bahía Blanca y Patagones la travesía más riesgosa en la cual no pocos paisanos, gauchos o indios, habían dejado el pellejo.

“Antes de que unos obreros de Birmingham forjaran sus propias cadenas al fabricar los fusiles que empuñaría el Ejército Argentino durante la campaña del Desierto, ayudando de ese modo a matar a unos hombres que no habían visto nunca, no había araucano, pampa, pehuenche o ranquel que al pasar junto al Árbol del Gualicho no dejara una ofrenda como testimonio de la fe en su poder” -escribía en su crónica del viaje que realizó en 1876 hacia la Patagonia Robert Cunninghame Graham, “Don Roberto”, el gaucho errante, escocés y socialista, que se había aquerenciado en la zona de Tornquist.

En la mitad de esa pampa abstracta un árbol inmenso -algarrobo, tala, chañar o caldén, las rústicas especies que lograban sobrevivír en el desierto-, acogía al viajero bajo su escueta sombra “en el preciso lugar en que se pierde de vista Sierra de la Ventana, que semeja apenas una niebla azul sobre el horizonte”. Según Cunninghame Graham “...sobre una meseta pedregosa desde la cual la interminable pampa de color castaño hace ondular un mar de pasto hacia el norte mientras hacia el sur se extienden hasta el Río Negro las estepas patagónicas, batidas por vientos y sembradas de piedras: allí se alza, completamente solo”. Objeto de veneración y terror supersticioso, al Arbol del Gualicho se le colgaban ofrendas coloridas de todo tipo; adornado de “cabestros rotos, estribos, latas viejas, pedazos de ponchos raídos, boleadoras, puntas de lanzas y cueros de animales, flameaba al viento como una especie de arbol de Navidad”. Aunque algo escépticos ante lo que consideraban un resabio desvaído de supersticiones indígenas, los gauchos depositaban desdeñosos pañuelos, sombreros rotos, cajas de fósforos o latas de sardina vacías al pie del “único objeto vertical en muchas leguas a la redonda”.

Dos años más tarde, en su periplo hacia territorio mapuche acompañando a Roca, el coronel Olascoaga describía: “Al verlo de cerca, llama la atención del viajero una apariencia de frutos o botones de diferentes tamaños y colores que contienen sus ramas en cantidad incontable, lo que al principio intriga al fitólogo. Mas al llegar y palpar, se nota con extrañeza que los aparentes frutos son ataditos hechos de trapos de todas calidades y telas, dentro de los cuales hay una o dos pequeñas piedras del tamaño de un garbanzo y aún más chicas”. Sin embargo, el militar-científico detiene su curiosidad ante lo que considera una mera superstición.

Algo parecido a lo que venía sucediendo desde medio siglo antes, en que había sido visitado por otro científico, Alcides D’Orbigny, así como en el ‘33, mientras volvía de entrevistarse con Juan Manuel de Rosas, el propio Charles Darwin se había cobijado debajo de él. “Los indios lo reverencian como el altar del Walichoo”-escribe quien tras haber dado con gliptodontes y otros restos de animales extintos en Monte Hermoso estaba imaginando su teoría de la evolución de las especies. “No bien los indios lo divisan, expresan su adoración por medio de grandes gritos. El árbol en sí es de poca altura, tiene numerosas ramas y está cubierto de espinas, el tronco, medido encima del suelo, tiene un diámetro de unos tres pies. (…) Estamos en invierno, y como es natural, no tiene hojas, pero en su lugar penden innumerables hilos de los que están suspendidas ofrendas, consistentes en cigarros, carne, trozos de tela, etc. A su alrededor se ven las osamentas de caballos sacrificados en honor al dios”. El mayor científico de su época, considerado sacrílego para el pensamiento religioso, no pudo menos que sentir la atracción de aquel espacio caracterizado por la secuencia ritual en medio del páramo. “Los indios más ricos tienen la costumbre de verter chicha o yerba en un agujero del árbol y fuman enviando el humo hacia arriba, creyendo que así le procuran mayor satisfacción a Walleechoo”.

Por la misma época el comerciante J.F. Muñiz describía “un algarrobo grande que está a trece leguas de Carmen de Patagones en el camino de los indios. No se llegan a él de noche, ni a una legua de distancia. Y si pasan de día, llegan muy despacio y con mucho respeto a una cuadra de distancia, se apean, le suplican que les trate con benignidad, se llegan a él, atan en las ramas un pedazo de poncho para que les proporcione buenas ventas, un mechón de cabellos para que los libre de las enfermedades, un poco de crin de caballo para que los libre de las rodadas, y pueden tomar algún cigarro si hay colgados pero con la condicióin de devolverle dos por uno al regreso”. Al igual que los científicos que le sucederían, Muñiz confirma la existencia de osamentas de caballos sacrificados en las cercanías. Cunninghame Graham consignaba testimonios en los que se afirmaba que al pie del Arbol “bailaban los brujos tocando el tambor hasta entrar en trance, entonces eran visitados por Gualicho y les daba instrucciones”.

Un contemporáneo, H. Girgois, el médico cirujano que acompañaba al ejército en la campaña roquista, refiere la existencia en la laguna de Guaminí de otro árbol del Gualicho. “En la isla de la laguna del Monte existía uno de esos árboles, de más de 60 cm de diámetro y unos 8 metros de altura, cubierto de pedazos de género y trozos de pieles, los otros objetos habían sido saqueados por los soldados”. Su curiosidad de orden médico lo lleva a interrogar a su colega, una machi “curada de viruela” que le dará algunas claves para comprender la naturaleza del fenómeno. “Cada uno de estos colgajos era un kati, o sea, la cárcel de un espíritu de una enfermedad, allí encerrado por la machi, por medio de sus encantos”. Como en todo ritual, especificó la chamán, el encargado de colgar el kati debe tomar las mayores precauciones: el kati no debe tocar a los que ya están pendiendo de las ramas, y, sobre todo, si los hace caer, el Gualicho se vengaría ahogando a quienes cometan tal descuido. Incrédulos, desafiados, los soldados decidieron navegar a la isla y hacer leña del árbol. Los indios, con pavor, les avisaron que desatarían todas las pestes, pero, ensoberbecidos, se embarcaron igual. La laguna, más o menos circular, tendría unos diez kilometros de diámetro, la isla, en su centro, unos tres. Cuando los soldados volvían en la canoa con pedazos del tronco astillado del Arbol del Gualicho se desencadenó inesperadamente una tormenta que hundió la embarcación y todos perecieron ahogados. Nunca se hallaron los cuerpos.

De procedencia incierta, la palabra Gualicho, que ha quedado en el castellano usual para nombrar un maleficio o un filtro de amor, alude en las culturas de origen mapuche a una deidad que es mutación del huecufe, el ente maligno encarnado en piedras, a veces con forma humana, que anima los relatos mitológicos configurando un ciclo aún no del todo estudiado. Portador de poder sobre el mundo humano, guardián de la naturaleza, requiere ser domesticado con ofrendas y sobre todo induce respeto y temor, clave de bóveda de toda religión.

Los testimonios sobre el árbol reiteran las aprehensiones y van espaciándose a lo largo del siglo veinte hasta desaparecer en su forma escrita; hoy en día solo se habla de él en voz baja en los pueblos de la zona. Ya caído, deshecha su estructura, reducido a un montón de leña inútil, hacia los años setenta del siglo pasado aún seguía atrayendo rayos.