La vida de Adrián Martínez es un antes y un después. Antes y después del accidente en el que casi se muere. Antes y después de que lo echaran de su trabajo de recolector de basura. Antes y después de que su hermano sobreviviera a tres disparos. Antes y después de que le patearan la puerta de su casa en un allanamiento para llevarse todo. Antes y después de la cárcel. Antes y después de probarse en un equipo de la C, a los 22 años, quedar en el plantel y jugar sin cobrar sueldo. Antes y después de Cristo.

Hay marcas en su mano y su brazo derechos. Son las huellas del cuerpo, las que se ven. Martínez tiene cicatrices gruesas: las señala y como si fuera un experto en anatomía detalla las consecuencias del accidente en el que la chapa de un auto le cortó los tendones y vasos sanguíneos. El flamante delantero de Atlanta estira los brazos para comparar y las diferencias resultan evidentes. El derecho queda corto, no lo puede estirar del todo. Por eso Martínez, recién ahora, después de tratamientos médicos, puede agarrar una pesa. Por eso, recién ahora, a los 25 años, competirá de igual a igual en lo físico con los demás futbolistas. Aunque desde antes, según él, contaba con una ventaja: “ Yo sé que los goles me los da Dios. No soy un jugadorazo, no hago goles espectaculares. Por ahí la pelota pega en el palo y me queda justo a mí. Tengo eso extra que me lo da Dios. He ido a trabar, me pegaba la pelota en la canilla y entraba. Por supuesto que también está mi entrega. Pero a veces hay jugadores que hacen todo bien y la pelota no entra”. 

Por su fe desechó ofertas de clubes de la B Nacional. “Presentí que tenía que venir a Atlanta”. Después de rezar, dice, lo tuvo en claro. “Sé que Atlanta va a ascender y no lo digo para quedar bien con nadie”.  

El jugador salmón hizo el recorrido de su carrera al revés. Martínez lo único que tiene de común es el apellido. No hay en su camino divisiones inferiores (salvo un año en Villa Dálmine, donde jugó cuando tenía 17 porque su tío Horacio Falcón, actual capitán del equipo de Campana, lo incentivó para que lo hiciera) ni entrenamientos en gimnasios para fortalecerse ni la historia del pibe que soñaba con ser jugador. “Nunca intenté ser futbolista. Pensaba que el fútbol era para renegar, que a los jugadores no les pagaban, que siempre les debían plata”, le dice a Enganche. 

El 9 de Atlanta ni siquiera veía partidos. Es hincha –porque hay que ser hincha– de River, pero jamás tuvo una camiseta de fútbol. Jugaba en su barrio. Eso sí lo apasionaba: el potrero. “Corro, corro y corro”, repite, como si quisiera transmitir en una sola palabra cómo siente el fútbol. Martínez ya es profesional. Y entonces infiere que tiene que aprender. Una de sus recetas preferidas es sencilla: pone en Youtube “definiciones” y ve cómo resuelven los mejores delanteros. Hay uno que lo deslumbra a pesar de que nunca lo vio jugar en vivo. Lo dice, casi, como si lo estuviese descubriendo ahora: “Me gusta el Gordo Ronaldo”. 

Si la vida de Martínez tiene características de guión de película, su relato adquiere impronta de road movie en primera persona, con una ruta trazada a partir de sus recuerdos: “Por el accidente casi pierdo la mano, casi me muero. Salía de trabajar e iba en moto y me chocó un Falcon. No sentía la mano. La ART no me reconoció el accidente. En realidad estaba volviendo a mi casa desde el trabajo, pero me había quedado un rato boludeando por el centro. Estuve un año con la mano mal pero antes, a los 5 meses, llevé el alta a la empresa. Yo quería pasar de estar en el camión de basura, porque ya no podía, a ser barrendero. El médico del trabajo puso que no estaba capacitado para trabajar y me echaron. Por quedar bien y no dar parte de enfermo, al final ni siquiera pude cobrar indemnización”.

Lanzado a contar su historia, no da lugar a la pausa: “Ya tenía 21 años y empecé a trabajar con un tío de ayudante de albañil. Con él estuve un año. En ese tiempo a mi hermano le pegaron tres tiros. Mi mamá era la presidenta del club de nuestro barrio, Las Acacias (en Campana), donde yo jugaba. A mi familia siempre la quisieron. Cuando pasó lo de mi hermano fue el barrio completo a la casa del que le disparó. Hay fotos en los diarios: había más de 200 personas alrededor de la casa de esa familia y se la prendieron fuego”. 

Carlos Sarraf

 

—¿Por qué le dispararon a tu hermano?

—Había problemas entre ellos. Mi hermano tampoco es ningún santo y en ese momento él tenía 16 años. A esa familia no la quería nadie. Pero yo no estaba cuando incendiaron la casa. Estaba en el hospital con mi viejo cuidando a mi hermano porque pensábamos que se moría. Estuvo internado un mes. Cuando le dieron el alta, me hicieron un allanamiento en mi casa. Porque esa familia hizo una denuncia en la que decían que nosotros habíamos entrado con armas a la casa, que los atamos con precinto, que les robamos y que, después, les prendimos fuego la casa. Un día, mientras dormía, vino la policía, me rompió la puerta de mi casa y entraron. Los policías vinieron con una lista. Decían, según la denuncia, que habíamos robado una camioneta blanca, sillas, mesa, lavarropas y entonces me llevaron todo. Mis cosas eran nuevas, con mi señora trabajábamos los dos. Las habíamos comprado en un local y teníamos los comprobantes.

Enseguida, su único hermano imputado quedó en libertad por ser menor. Pero el documento no los salvó a él y a su papá. “Gracias a Dios pude salir a los seis meses, si no tenía para rato ahí adentro, porque la causa era grave: nos acusaban de tener armas de guerra, de secuestro, poblado en bando, incitación al incendio. Ahí nosotros presentamos pruebas. Les fui a pedir las cámaras al hospital para demostrar que habíamos estado junto a mi hermano y no en la casa que incendiaron. A esa altura teníamos tres abogados y 30 testigos que avalaban lo que decíamos. Pedimos pericias. La otra familia apenas tenía dos testigos: dos nueras. Así y todo, nosotros seguíamos presos. Me iban pateando de un mes para otro. Nunca le presté mucha atención a las fechas en que entré y salí. Sé que entré antes de julio de 2014. Mi amigo (Matías Bianchi, ahora también su representante) me decía ‘si salís rápido te consigo una prueba para jugar al fútbol’”. 

Pero en julio, cuando los clubes fichan futbolistas en la apertura del libro de pases, no pudo salir. “Ahí conocí a Dios y le pedí que, como me mandaron preso sin que tuviera nada que ver, me diera la oportunidad de jugar a la pelota. Recién salí en noviembre, pasé las fiestas en mi casa y el 4 de enero de 2015 me fui a probar a Defensores Unidos de Zárate. Jugué unos 15 minutos en tres amistosos contra equipos de la B y la C e hice tres goles. Pero el técnico sabía de dónde venía y me esquivaba. Aparte no estaba bien físicamente. Empezó el torneo y el equipo no ganaba y yo, que era suplente, en ese semestre hice siete goles. En el torneo corto que hubo en 2016 me hicieron contrato, si no ya abandonaba el fútbol. Yo necesitaba trabajar. Fui titular recién en las últimas siete fechas y en ese lapso hice nueve goles”.

El jugador que rompe el molde, que es zurdo pero hizo más goles con la pierna derecha que con la izquierda, que en la temporada pasada convirtió 21 tantos en Defensores Unidos (fue el segundo goleador de la C, detrás de Horacio Martínez, de Cañuelas, que marcó 22) disfruta incluso de las cosas mínimas porque, dice, ya conoció el infierno.  

—¿Cómo fue tu experiencia cuando estuviste preso?

—Al final estuve en un pabellón cristiano, pero la cárcel es la cárcel. 

—¿La pasaste mal?

—Sí.

—¿Qué te daban para comer?

—Me daban un pan por día. Yo tuve la suerte de que mi familia y mucha gente conocida me llevara comida. Había pibes que la pasaban muy mal. Son los que su familia piensa “que se pudra ahí”. Esos la pasan mal en serio. 

—¿Llorabas en el pabellón?

—No. En realidad nunca demostré debilidades. Adentro no podés demostrar nada. Matan, apuñalan, sí o sí hay peleas todos los días, toman de rehenes a los policías. Es otro mundo ahí adentro. Nada parecido a lo que reflejan las noticias. Ahí adentro no se puede vivir. Yo viví tres meses en buzones (son piezas de dos por dos metros ubicadas a los costados de un pasillo largo) porque no me daban el alta para subir a piso, y era un cuadradito con humedad en las paredes, que no tenía inodoro. Ahí dormía sobre una chapa. Si te llevan una frazada tus familiares, al menos tenés para hacerte un colchón. Si tenés muchas frazadas y vas a ver a tus visitas, quizás los otros presos te las pescan. Te las sacan con una caña por el pasaplatos. A mí no me las pescaron porque ya estaba advertido. Hacía un “mono” y lo dejaba trabado abajo de la chapa.

—¿Cuándo empezaste a ser creyente?

—Antes sólo creía en el Gauchito Gil, pero no en Dios. Empecé en la cárcel. La gente se tiene que dar la oportunidad con Dios. El que entró sabe que peor ya no puede vivir. Cuando sale tiene tanta bronca y rencor que le da lo mismo volver. Lo peor ya lo pasó, sabe cómo es. No le da importancia a volver dentro de uno o dos años. El penal se le hace habitual. Solo Dios transforma a las personas. 

—¿En qué te cambió el punto de vista haber estado en una situación extrema?

—Si no pasaba por algo malo, no hubiese conocido a Dios. Para mí el antes y el después fue pensar en Cristo y me cambió la vida por completo. Yo no salgo ni a un boliche, me dedico a Cristo.  

—¿Tus compañeros saben tu historia?

—Con algunos lo hablé, pero muy por arriba. La mayoría igual ya sabe. Lo que siempre quiere saber la gente es cómo es un penal por dentro. 

—¿Qué fue lo peor que viste en la cárcel?

—Muchas cosas, pero no te puedo decir. A veces no está al alcance de uno hacer nada. Si digo todas las cosas que pasan en un penal, mañana me llama el ministro de Seguridad. De estas cosas no se puede hablar mucho. No puedo decir todo, porque si no mañana no aparezco más en Atlanta. Me dejan seco. 

—¿Tenés que respetar algunos códigos?

—Y sí, es la realidad.

Adrián “Maravilla” Martínez posa para las fotos, pero más allá del apodo no tiene el histrionismo del boxeador del que heredó el apodo. “Estoy buscando el gesto”, le explica el fotógrafo. El delantero, que se jacta de su oportunismo para definir, le avisa: “A mí es más fácil sacarme plata que una sonrisa”. Y su sentencia funciona como una paradoja. Por primera vez, después de 40 minutos de charla y varios flashes, Martínez sonríe.