Nunca antes desde la recuperación de la democracia un sector de la sociedad política estuvo sin esconderse jugando con abrir las puertas del infierno de la hiperinflación. Convocaba a esta tragedia como si fuera un acontecimiento más de una crisis económica y como si no tuviera consecuencias dramáticas y perdurables en el tejido sociolaboral y productivo. Una híper no es un evento más. Es una calamidad con derivaciones que sólo entrega dolor. Las relaciones económicas tardan bastante hasta recuperar cierta normalidad, y lo hacen desde una situación global empeorada.
La consigna repetida invitando al estallido, con más o menos énfasis, porque peor no se puede estar encierra una profunda ignorancia sobre los costos que significaron las dos hiperinflaciones registradas en la economía argentina. También muestra un desconocimiento absoluto de la historia de hiperinflaciones en otros países, entre ellas se destaca la de Alemania, en 1921-1923, de la República de Weimar. Ha sido tan traumática que, luego de padecer la larga oscuridad del nazismo, la gestión económica de Alemania desde entonces ha tenido siempre como prioridad controlar la inflación hasta subordinar otros objetivos macroeconómicos a la estabilidad de precios.
La promoción de la hiperinflación es desconocimiento en algunos por no haberla vivido y en otros es el método para aplicar la doctrina de shock, estrategia que consiste en generar un caos de tal magnitud que sirva para que la sociedad acepte reformas regresivas que en situación normal rechazaría.
El resultado electoral de este domingo determina una pausa en la dinámica perversa entre las cotizaciones de los dólares paralelos y gran parte de los precios de bienes y servicios, además de las complicaciones de abastecimiento por la especulación con el stock de mercadería. Que haya un espacio temporal de pausa no significa el alejamiento del peligro de arrojar la economía al infierno, y con ella a la mayoría de la población vulnerable, en especial sectores de ingresos medios y bajos.
Para neutralizar la corriente política que alimenta la amnesia colectiva vale rescatar lo que sucedió durante las dos hiperinflaciones, la primera en el gobierno de Raúl Alfonsín, en 1989, y la otra en el de Carlos Menem, en 1990.
En esos años el Producto Interno Bruto se desplomó, los salarios reales se pulverizaron, el desempleo y la pobreza aumentaron, la recesión fue aguda, la fuga de capitales se aceleró y se acumularon atrasos en el pago de los servicios de la deuda. El sector público se sumergió en una profunda crisis de financiamiento. Hubo saqueos a supermercados, represión y muertes que provocaron la entrega adelantada del poder de Alfonsín. Con Menem además hubo confiscación de depósitos a plazo.
Fueron casi dos años de vivir en el infierno. Quienes dicen que ahora pasa lo mismo no tienen ni idea de lo que hablan.
La angustia social por el desborde diario de precios actuó como potente disciplinador social para facilitar las reformas estructurales del menemismo. En el mundo del delirio libertario evalúan que pueden repetir la experiencia para instrumentar la dolarización y la destrucción del Estado tal como hoy se lo conoce.
La hiperinflación es una crisis terminal que algunos especialistas asemejan a la angustia y desesperación que una población vive en un estado de guerra. Con las urnas abiertas y conocido el resultado de la primera vuelta electoral se presenta ahora la oportunidad milagrosa de evitarla.