A fines de los años 70, mi padre le compró un televisor a sus suegros. Ellos vivían en una granja sin electricidad en Colonia, Uruguay. Allí, mi hermano y yo pasábamos los tres meses del verano, los meses más felices del año, trabajando en el campo (con frecuencia al sol, durante horas; no era una imposición, sino el reflejo de la ética del trabajo de los abuelos). Por las noches, podíamos ver dos horas de televisión argentina, porque eso era lo que duraba la batería que alimentaba un cargador artesanal de viento. Uno de los programas favoritos de los niños era El Chavo del 8.
En una conversación reciente, Fernando Buen Abad me hizo notar la violencia permanente que sufría El Chavo. Yo nunca había reparado en ese tema que ocupaba a Fernando. De hecho, me hizo recordar que siempre me dolía la escena de don Ramón golpeando al niño cada cinco o diez minutos, pero, al mismo tiempo, lo tomaba como algo gracioso. De la misma forma, disfrutábamos del humor sexista de Benny Hill, uno de los actores más creativos en ese género. La violencia es fácil de naturalizar, incluso (o sobre todo) cuando se la presenta como algo divertido. También para los espectadores de las corridas de toros, el espectáculo de la tortura animal es algo divertido.
El pasado 2 de octubre, la embajada de Estados Unidos en México lanzó una campaña publicitaria destinada a quienes estaban pensando emigrar, recurriendo a El Quico, el segundo personaje más importante de la serie El Chavo, sino el primero. El publicitario está lleno de las famosas frases de nuestro querido antihéroe de la infancia, cuarenta años mayor pero vestido y hablando de la misma forma:
“Cállate, cállate porque me desesperas... No cruces la frontera de Estados Unidos porque pueden estar en peligro tu papá, tu mamá, tu tío, tu perro, el gato, el perico... Mejor, cruza legal. Ándale, dime que sí. Si lo haces, sí me simpatizas”. El anuncio cierra con “Cruza legal” y “Utiliza las vías legales”. Nada muy diferente de lo que cualquiera de nosotros recomienda cada tanto. Entonces, ¿cuál es el problema?
El Quico (la Embajada) no le está hablando a un niño que no puede realizar ningún trámite. Le está hablando a adultos, a quienes trata como si fueran niños. Pero esto sería un detalle, considerando la tragedia del contexto.
El discurso de la inmigración legal ha sido la tradicional muletilla para justificar cada uno de los ataques contra los inmigrantes pobres que, en Estados Unidos, desde la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto se lava con la excusa de la legalidad. “No estamos contra los inmigrantes, sino contra la inmigración ilegal”. Por eso en 1882 prohibieron, legalmente, la inmigración de asiáticos y no pararon filtrando razas indeseables hasta 1965. En 2017 el presidente Trump reemplazó razas por naciones.
El eslogan de la embajada “Cruza legal” también es demagógico. Los embajadores estadounidenses saben, mejor que nadie, que los pobres no cruzan de forma ilegal porque sea más fácil o porque sea más barato. Un coyote les cobra miles de dólares para dejarlos tirados en el desierto. Cruzan de ilegales porque son pobres o no tienen una beca universitaria, y las embajadas no otorgan visas a los pobres ni a los obreros que no pudieron estudiar.
Voy a repetirme: si esos países empobrecidos del sur fuesen a reclamar una indemnización por más de un siglo de saqueos, de golpes de Estados, de destrucción de democracias o de apoyos a dictaduras amigas que dejaron varios cientos de miles de muertos sólo en América Central, no nos darían las reservas del Tesoro Nacional ni todo el oro de Fort Knox.
Así que, por lo menos, podríamos dejar de tratar a los inmigrantes ilegales como niños y como criminales. La solución de la pobreza y la violencia del mundo no está en las manos de un solo gobierno, pero dejar de deshumanizar a los pobres, como niños buenos o como adultos malos, podría ayudar en algo. Bastante deshumanizados ya están como mano de obra desechable.
Los estadounidenses deberían agradecer que todavía hay pobres que quieren venir a trabajar a este país. Pero todavía no han tomado conciencia de que gran parte de su prosperidad (asentada en sus medios imperiales, desde la fuerza militar hasta la emisión de la divisa global) se basó en la necesidad de sobrevivencia de los habitantes de las neocolonias, ya sean profesionales especializados en la punta de la pirámide laboral o de inmigrantes pobres y sin títulos universitarios en la base. Justo en los dos extremos donde, desde hace décadas, existe un déficit crónico.
Sin embargo, al mismo tiempo que este flujo de fuerza productiva comienza a secarse en Europa y en Estados Unidos por la misma razón (por la pérdida de la hegemonía global y su poder de acoso y saqueo de los últimos siglos), en lugar de competir por los inmigrantes del mundo, insisten en obstaculizar su ingreso con leyes anacrónicas y discriminatorias, hijas de un viejo y profundo racismo que ha sabido camuflarse de legalidad. Racismo que el mismo embajador Lee Salazar en México sufrió en carne propia, cuando de joven, en Colorado, lo llamaban “mexicano sucio”, como si los mexicanos los hubiesen invadido y no al revés.
Ahora, que ya no es tan fácil dictar la moral y las políticas económicas al resto del mundo ni venderles brujas y espejitos a cambio de los recursos que mueven el poder global, entonces explota el fascismo visceral. Esta reacción fascista ha contagiado a otras partes del mundo, aun con situaciones sociales y económicas opuestas, como en las neocolonias que, por generaciones, han copiado las tendencias de la moda y de las ideologías del Norte. Ahora, una parte de las neocolonias es la encargada de mantener viva la mentalidad del colonizado, aunque más no sea como inercia cultural. Así aparecen los Jair Bolsonaro y los Javier Milei repitiendo ideas del imperialismo del siglo XIX con las narrativas de la Guerra Fría, como si fuesen la última novedad.
Yo también aconsejo que nadie emigre de forma ilegal. Es una forma de convertirse en un esclavo moderno, como los europeos pobres se vendían como esclavos indenture en el siglo XIX, no porque quisieran hacerlo sino porque sus otras opciones eran el hambre y la muerte. Como esos indenture, el resto de los inmigrantes pobres también fueron criminalizados al llegar a este país, sobre todo si pertenecían a una variación corrupta de la sangre blanca, como era el caso de los irlandeses, primero, y de los italianos después.
Pero ¿quién soy yo, o cualquier otro, para juzgar y criminalizar a un padre o a una madre desesperada que sólo lucha por una vida mejor para su familia y, al llegar, encuentra más violencia y más miseria humana? En lugar de vender políticas infantiles, las leyes de inmigración bien podrían dejar de criminalizar a los trabajadores sin grandes cuentas bancarias.
Aquí, señores embajadores, necesitamos más gente como esa. No más inútiles de las oligarquías del Sur.