Santiago Maldonado no era mapuche, pero estaba entre los pocos integrantes del grupo que cortaba la ruta 40 el 1 de agosto. Estaba allí porque había hecho amistad con los miembros de la Lof Cashumen, y porque compartía su reclamo, que es su derecho a vivir donde vivieron y murieron sus ancestros. La tensión que se vive en el sur alrededor de la extranjerización de tierras y los recursos naturales es quizá, de todas las innumerables tensiones que Cambiemos trajo consigo, la que más al pasado nos manda, la que más claramente nos devuelve a la América Latina arquetípica desde lo que se llamó conquista y fue en realidad una invasión. A esa América Latina de “desiertos” llenos de gente invisible, de negociados sucios sucesivos entre militares, terratenientes, trasnacionales y gobiernos de elites corruptos y fervientemente creyentes en su propia supremacía sobre los pueblos ancestrales, a la del desprecio étnico y la brutalidad de las botas y las armas.
Ya había habido otras víctimas de las fuerzas de seguridad y otras represiones ejemplarizadoras que pasaron sin pena ni gloria para la opinión publicada argentina, que casi ni se enteró, y si se enteró naturalizó como algo rutinario que haya protestas indígenas por posesión de tierras que son sofocadas de madrugada, cuando todos duermen, con el tipo de fuego necesario. Pero el 1 de agosto, cuando se dio la orden de la cacería, el que fue alcanzado, interceptado, golpeado y trasladado en condiciones que se ignoran a un destino que también se ignora, no fue un mapuche. Fue Santiago Maldonado, cuya cara, con esos ojos grandes que perforan la lente de la cámara, nos mira preguntándonos “qué hicieron de mí”.
Nunca el tema mapuche fue proyectado al mundo como ahora, adherido al reclamo por la aparición con vida de Santiago Maldonado. Y nunca, desde hace los casi dos años que el macrismo lleva en el poder, la revulsión general fue tan intensa y tan activadora de una protesta transversal, que llega desde distintos sectores políticos y gremiales, desde los organismos de derechos humanos, desde personalidades de la cultura y el deporte, desde los centros de estudiantes, desde los colectivos feministas, desde el corte etario general de quienes han nacido en democracia y gritan hoy por primera vez en sus biografías “aparición con vida”, ese desgarro que nos vuelve a mandar al pasado, y al más tenebroso de la historia reciente.
Durante este mes, las múltiples campañas por la aparición de Santiago Maldonado han crecido desde el pie de los ciudadanos sueltos en las redes a organizaciones, parlamentos extranjeros, a la prensa mundial, a tickets de bares catalanes que incluyen la pregunta “¿Dónde está Santiago Maldonado?”, a paredes de barrios o edificios de grandes ciudades en las que se proyecta la cara del desaparecido, a grupos teatrales pidiendo por él junto con sus públicos, a médicos y psicólogos y empleados públicos incluyendo en sus llamados por turno el nombre del joven que está faltando, en un tipo de activismo ciudadano que acá no se conocía. Posiblemente la oleada de revulsión incluye el hecho de que la Gendarmería no cazó a un mapuche, sino a Santiago, un pibe con aspecto de tatuador, rastas y una vida de búsqueda de valores que no son los del mercado. Su desaparición indica no sólo el peligro que significa para millones el actual perfil político de las fuerzas de seguridad que conduce P. Bullrich, sino además su evidente intención disciplinadora y colonial. La Gendarmería no está protegiendo las fronteras, sino combatiendo a un nuevo enemigo interno que está en proceso de definición, es multifacético y polisémico, y básicamente anida en cualquier forma de oposición al régimen de derecha no democrática que nos gobierna.
Los alambres de púa y los camiones de Gendarmería –43 de cuyos miembros murieron apenas comenzó el gobierno de G. Morales en un accidente sobre el que los medios cómplices pasaron de largo– estacionados frente a la casa de La Ciénaga donde Milagro Sala cumple la prisión domiciliaria, desafían la comprensión promedio, toda vez que ningún genocida sufrió ese tipo de control y ahí los vemos paseando el perro o yendo al almacén. Esa insistencia en mostrar el falo de poder va en el mismo sentido.
Los múltiples allanamientos simultáneos a centros culturales en Córdoba, los que se desarrollaron sin explicaciones este jueves, en los que los uniformados se llevaban secuestrados desde instrumentos musicales hasta cajas de leche en polvo, van en el mismo sentido.
El 0800 que promocionó el gobierno porteño para denunciar a docentes que les hablan a sus alumnos de Santiago Maldonado, el violento decomiso de mercadería a vendedores ambulantes en diferentes puntos del país, el ingreso a varias escuelas y universidades de fuerzas de seguridad armadas cuyos miembros tenían órdenes de filmar y fotografiar a los maestros y los alumnos, va en el mismo sentido.
Ese sentido es el que le extirpa el sesgo democrático a esta derecha autoritaria, que se viste de payaso o dice pavadas sin gracia. Ese sentido de contracción de todas las libertades, incluyendo la de expresión y la ideológica, es el que la mayoría de este país rechaza, y lo que la desaparición de Santiago Maldonado puso en brutal evidencia: cuando el germen del terrorismo de Estado no es abortado a tiempo, ya no importa si la presa cazada ha hecho o no ha hecho nada. En una abrumadora cuenta general, podría decirse que la otra frase que vuelve del pasado y que nos envileció como comunidad –“algo habrá hecho”–, lo que encubría era el consentimiento de una sociedad viciada de miedo. En tiempos en los que la caradurez de una ministra de Seguridad intenta reinstaurar dos demonios, es necesario recordar que el terrorismo de Estado de los 70 no fue planificado para acabar con organizaciones armadas de incidencia ya entonces insignificante, sino para eliminar a una generación entera de opositores políticos y sobre todo sindicales. Y que ése era un paso crucial para el mandante de Videla, que fue Martínez de Hoz.
Estamos abrumados por las pestes que Cambiemos reparte mientras sigue vendiendo imagen de payaso plin plin. Nunca un gobierno, ni siquiera la dictadura, llegó a estos niveles de hipocresía inhumana. Es difícil la elaboración de estas pestes en la vida cotidiana. Hay mucha gente enferma o con miedo de enfermarse. Hay una amenaza flotando en el aire. Esta vez ese miedo encarna en algo que no se quiere disimular sino exhibir, precisamente para generar miedo. A los manifestantes, a los huelguistas, a los estudiantes, a los trabajadores, a los desocupados.
“Desaparición forzada” se caratula judicialmente la ausencia de Santiago Maldonado, diga lo que diga el jefe de Gabinete Peña en el Congreso, y lo que dijo fue que “todos juntos compartimos el reclamo de aparición con vida”. El cinismo corroe. Va lastimando las membranas más íntimas de cada uno. Todo causa escozor, porque es tanto pasado el que regresa, que hasta regresa Cecilia Pando en un rol estelar y empático que se le reconoce a puertas cerradas.
Estamos protagonizando un descalabro de sentido: el gobierno y la televisión y las radios y los grandes diarios avanzan sobre derechos tan personales como la vida, el trabajo, la libertad, la salud, mientras repiten pavadas y el negacionismo no se detiene en el número de desaparecidos de los 70. Empezaron negando eso, pero niegan mucho más. Niegan la vida que vivimos, niegan lo que sentimos, niegan lo que hacen, niegan lo que consta en declaraciones juradas, niegan la angustia y la impotencia colectiva, y eso enloquece. Si en lugar de una sociedad fuéramos una persona, estaríamos necesitando un antidepresivo contra esta oleada de angustia que llegó junto con la revolución de la alegría.