La recuerdo muy bien, mezclada entre los adolescentes que le peleaban a la vida en la secundaria del barrio Belgrano de Mar del Plata donde yo enseñaba matemática, treinta años atrás. En su cara asomaba una mirada pícara tratando de buscar complicidad a través de alguna broma, y siempre estaba charlando. Un día, tuve que corregir un examen firmado por “NES”. Luego de un rato, me percaté que eran las iniciales de su nombre, Natalia Edit Sánchez. Y con esa sigla suelo pegarle el grito cuando paso con el auto por la puerta del Hospital Regional, a pocas cuadras de mi casa.

“Mi papá se llamaba Ramón y era cordobés. Conoció a mi mamá, Lidia, trabajando en un restaurante de Mar del Plata. Ella tenía dieciséis años y ya era mamá de dos hijos que había dejado al cuidado de mis abuelos en Santiago del Estero. Se enamoraron, se casaron cuando ya mamá estaba embarazada de mí, tuvieron seis hijos juntos, y yo soy la mayor”, me cuenta, orgullosa de cómo empezó su historia.

“Luego de probar suerte en sus provincias de origen, se radicaron acá. Mi papá comenzó a vendiendo en el Mercado de Abasto sandwiches de milanesa que preparaba mi mamá. Y así empezaron a construir la casa. Pasó el tiempo y mi papá compró el Bar del Mercado en sociedad con un conocido. Durante el gobierno de Alfonsín, vendió su parte y tras la devaluación perdió todo, como muchos en ese entonces. Pero volvieron a intentarlo, esta vez junto con mi tío Pablo, comenzaron con la venta de choripanes en el mismo mercado, y enseguida pasaron de un tacho a una parrilla improvisada en la esquina de Alberti y Victoriano Montes, con más de treinta personas sentadas, todos almorzando como una familia. Y cada día que pasaba eran más queridos. Sería en el año 87 aproximadamente. Fue uno de los primeros choripaneros de la ciudad. Y nunca más dejó el oficio”.

“Al tiempo, el mercado se mudó y ese lugar ya no rendía. Yo tendría unos trece años cuando él empezó con el puesto en la entrada del Hospital Regional, pero también iba a vender choris a la noche, a la salida de las bailantas. Cargaba todo en el auto, tenía una Rambler a la que le había soldado una parrilla atrás y muchas veces se iba repartiendo chispas porque salía con las brasas encendidas, otras iba sentado en el baúl de algún taxi de la parada, para poder sostener el carro y trasladarlo. Mi papá hacía la parrilla, cortaba el tambor de doscientos litros y soldaba los fierros, cada carro llevaba su firma”.

A la salida de un partido de verano me encontré con toda la familia Sánchez vendiendo choripanes en el Estadio Mundialista. Me comí uno y estaba riquísimo. “Esas noches se vendía muy bien, los veranos rendían”, precisa Natalia.

“Mientras tanto, quien fue formando familia fui yo. Tuve a mis cuatro hijos, y mi hermana también tuvo sus hijos. Y nadie se iba de la casa, sino que se ampliaba cada vez más, cada una tenía su espacio propio. Mi papá llegó a sostener a diecisiete personas estables, siempre vendiendo choripanes. Nos sacó adelante, junto con mi mamá. Y no solo con lo económico porque también nos ayudó a criar a nuestros hijos. Cuando me separé, él me ofreció venir al puesto del Hospital al mediodía. Y ahí empecé yo con el oficio, hace dieciséis años. Mi mamá vino los dos primeros días a ayudarme y después me largó sola. Yo no sabía ni prender el fuego. Pegué onda con los tacheros que me conocían de chica y cuando yo llegaba muchas veces ya lo habían encendido. Es que yo era la piba de Ramón, el cordobés del chori. Y de a poco fui aprendiendo el oficio, pero eso sí nunca dejé de hacer sociales, eso es lo mío, vos lo sabés bien”.

“Durante años, y hasta hace poco, tenía cierta vergüenza de decir cuál era mi trabajo, tal vez por temor a la mirada del otro, hasta que entendí que este es mi lugar en el mundo, la entrada del Hospital Regional. Llueve o truene, yo estoy acá en la vereda al lado de la parada de los colectivos y los taxis”, dice triunfante. “Hace unos diez años, mi papá se enfermó y tuvo que dejar de trabajar, y después de dos años falleció, en este mismo hospital. Cuando estuvo internado, me saludaba desde una de las ventanas mientras yo estaba firme en el puesto que él me había delegado. Ahí fue cuando decidí estudiar enfermería, para poder cuidarlo. Él siempre había querido que yo estudiara, que fuera abogada. Y al final, no pude salvarlo. Eso me bajoneó mucho, pero logré salir adelante, por mi mamá y por mis hijos”.

Le pregunto cómo se organiza en el día a día, y me responde: “Solo se me complica si no puedo venir por alguna cosa. Pero generalmente alguno de mis hijos o de mis hermanos menores me reemplazan en esas ocasiones. Porque la verdad es que mi papá no le pasó el puesto a ninguno de ellos sino a mí. Yo lo siento así, tomé la posta que él me dejó. Y si bien han formado parte de este emprendimiento, yo no quiero que ninguno de mis hijos continúe con el oficio, ya que ellos disponen de mayores herramientas que las que yo tuve, y principalmente porque creo que ellos están para más.”

Le pregunto acerca de cómo está la calle: “Ahora no se vende mucho, no tanto como antes, pero se trabaja. Y yo no necesito tanto, mis hijos ya son adultos y gracias a Dios son económicamente solventes. Soy abuela de Olivia, que es mi vida y hoy ella goza de mis ganancias. No me puedo quejar, con mi trabajo pude criar a cuatro niños, que estudiaron y en algunos casos continúan haciéndolo, que hicieron deportes y hasta militaron en el peronismo, y lo siguen haciendo. Pero por sobre todo me llena el alma saber y ver la clase de seres humanos que son. ¡Y todo gracias a mi trabajo en el puesto de choripanes!”

Hace unos pocos meses fui a verla para pedirle que me dejara sacar fotos del carro para la portada de mi última novela. Y pude ver su tarea diaria al frente del puesto que se llama “Jamón, jamón, de Lidia y Ramón”. “Acá ofrecemos mucho más que un chori, siempre hay un rato para la charla, no sabés la cantidad de gente de la que me he hecho amiga escuchando sus penurias por cuidar familiares enfermos. Hace un año retomé el estudio de enfermería en la universidad después de mi paso por la covid, pero no sé si estoy dispuesta a dejar el puesto para ir a cuidar gente cuando me reciba. Porque este lugar tiene la esencia de mi papá, y ahora la mía. Que yo esté cada día es honrarlo. El otro día se acercó un hombre y me dijo que cuando él era chico, mi papá cada tanto le regalaba un chori, y que eso era lo único que comía en ese día. Por eso digo que este es un oficio muy digno y muy necesario”, concluye.

No puedo despedirme sin antes provocarla un poco: “¿Y, aprendiste a encender el fuego?”

Natalia sonríe, contenta de que la toreen un poco: “Por supuesto, pero lo más importante no es encenderlo, profe, sino que siempre lo mantengo prendido”, concluye con su mirada cómplice sabiendo que ha logrado sostener el legado de sus padres.